Susurro de gol
Decidí el viernes pasado concurrir a Chicago-Central. Raro y bello horario: viernes azul de otroño, 3pm. Hermosas condiciones para remontar esas calles que ahondan el poniente hacia el antiguo barrio “Nueva Chicago”. Algún visionario había bautizado así a ese paraje al que llegaba el ganado de las pampas a partir de 1899, queriendo imitar al Chicago original, el embudo de transporte de la producción agropecuaria en la otra gran pradera fértil del continente. Algún otro, después, decidió que ese nombre era imperialista y lo convirtió en el más brutal “Mataderos”.
El primer tropiezo fue en General Paz, en obra; un desvío hacia territorio bonaersense, pasando por la cancha de Almagro, alargó el viaje más de lo que lo acortó. Pude estacionar el auto en las inmediaciones de la estadio República de Mataderos recién a las 2.45pm. Una buena: no había trapitos; claro, no había demasiados interesados. Una mala: aunque sólo estaba permitido el público local, una serie de vallas policiales taponaban el camino más corto a la cancha. Estaba a 4 cuadras pero debía caminar 9. Apuré el paso.
El primer cordón policial estaba antes de cualquier boletería. “Entradas y credencial en mano”, gritaban los policías.
— Pero no tengo entradas, oficial, ¿dónde saco?
— Ah, no, había que sacar en el Polideportivo, pero creo que se iban a las 15 y ya son casi las 15.
— ¿Dónde es el polideportivo?
— Para allá, unas seis cuadras.
Me arremangué. En el otoño el aire es más seco en Buenos Aires. Retiene menos la temperatura: a la mañana puede estar fresco, pero a las 3 puede hacer, casi, calor. Troté en estilo de corredor descalzo, acariciando el suelo con la parte más ancha del pie. Me perdí. Llegué al mercado de Mataderos, donde se hace la feria los fines de semana. Pregunté. Un poco más allá estaba el Polideportivo, sólo reconocible por los colores verde y negro. Entré por una puertita a una edificación modesta. Había algo parecido a una boletería, pero vacía. Un señor limpiaba una oficina contigua y le pregunté por la venta de entradas: “No, flaco, era hasta las 14, se fueron hace rato”.
Ya eran las 15.05, ya estaría desparramando su magia de pases por la grama Gustavo Colman, el jugador más preciso del fútbol argentino.
Corrí de vuelta, ya transpirado, hasta el cordón policial. Les expliqué que venía desde el Chaco para ver el partido, que nadie me había avisado que las entradas se sacaban en el Polideportivo hasta las 14. “Si querés pasá, pero en el otro cordón policial no te van a dejar pasar”.
Tuvieron razón. En el segundo cordón policial había un operativo mixto de policías y (creo) guardias de seguridad privada, con chalecos amarillo fosforescente. Empecé a contarle la misma historia al primero: “Vengo del Chaco, quiero comprar una entrada, ¿no hay manera de comprar una entrada?”.
— “¿Pero vos sos hincha de Chicago?”, me preguntó, aludiendo a la única disposición legal de este mundo que involucra mecanismos interiores del cerebro del Homo Sapiens.
— No, soy neutral.
Sonrió: “Entonces no entrás”. Busqué al jefe: joven, canchero, tenía como barba una franja de un centímetro que hacía todo el recorrido en U de oreja a oreja. Le expliqué de nuevo: “Vengo del Chaco a ver fútbol, sólo quiero comprar una platea, pagar lo que cueste, ¿no puedo? Corrí quince cuadras hasta el Polideportivo y no había”. Me miró risueño. “Le pido que no me mire así, estoy bastante caliente, me vine hasta acá”, dije con el mejor modo. Seguí chamuyándolo por varios minutos, como perrito faldero: insistente, sin malas maneras. “Dale, dejame pasar hasta el estadio a ver si alguien de Chicago me vende una entrada”.
Finalmente accedió. Sólo faltaba una última valla, quizá la más difícil: la entrada al estadio propiamente dicha. Había solamente dos puertas. Consideré las alterativas mientras oía varios “Uuuuuhhhh” desde la cancha (Chicago nos había pateado varios corners en esos primeros minutos, me enteré después). Me pareció más posible la más lejana, como más desierta. Misma historia: “vengo del Chaco, quiero pagar una entrada….”. Me miraban con cara rarísima: aparentemente era infrecuente que una persona quisiera ver un partido de fútbol. “No, pibe, por acá no pasás. Si querés andá a la otra puerta y preguntale al inspector”.
El inspector era un señor viejito, una persona que parecía consciente de no pertenecer a esta época. Estaba recostado sobre una de las barandas que ordenan la entrada de espectadores, casi queriendo dormir una siesta ahí apoyado. Le repetí mi historia. Se compadeció un poco. “Qué va a hacer, yo hace 33 años que trabajo acá, no puedo arriesgarme a dejarte pasar”. Le dije: “Don, en otra época era más fácil entrar a una cancha. Sólo quiero pagar una platea y ver el partido”. Me miró un rato. “Yo no puedo venderte una entrada”. Insistí. Me miró otro rato. Al fin:
— Rubén, dejalo pasar a este.
Unos policías que me habían visto en el cordón anterior lo celebraron. Me dijeron “Nosotros le habíamos dicho al jefe que te dejara pasar” (se referían al señor de la barba de un centímetro). Corrí hasta las gradas. Subí varios escalones porque me gusta ver el fútbol desde cierta altura. Era una cabecera bastante tranquila, la barra estaba en una lateral; la platea “Paulino Niembro”, a mi izquierda. Un tipo de mi edad con aspecto de asesor del Frepaso tenía un libro de filosofía política y mascullaba en silencio su frustración: Chicago es un equipo de jugadores muy malos.
Al poco tiempo de llegar, el Colmandante empezó a manejar el equipo. El césped se ve muy verde a las tres de la tarde de un día azul de otoño. Un rato después, Marco Ruben hizo el primer gol, allá en el arco de enfrente. No lo grité, claro: estoy acostumbrado a ir de incógnito, a que ante un gol de Central (tampoco son tantos) uno sólo puede saltar y con los brazos abiertos insultar al aire, como si fuera de bronca.
(contiunará)