Doña Florinda, como la llama Lola, su coterránea que está en el patio cosiendo, se ríe todo el tiempo. Tiene 90 años y apellido inglés. Su padre era inglés y su madre escandinava. Él pícaro, ella gélida, cuenta, entre risas, Doña Florinda desde la cama.
Las enfermeras la adoran y la directora del asilo la reta porque está con visitas y sólo lleva puesta una remera, de la cintura para abajo piernas y pañales. ¡Y qué piernitas! dice Doña Florinda tocándose los muslos suaves y sin músculos. Hace rato que ya no camina. La directora no sabe cuándo fue que se cayó. Nadie sabe. Ay, hace mucho -dice- esta mujer de ojos claros y pelo gris corto que mezcla el castellano con el portugués y el inglés con las carcajadas. Hace mucho también que se quedó sin su marido, argentino como ella. Son las cinco de la tarde en Riachuelo, un barrio de la Zona Norte de Río que se parece a los barrios que rodean el Riachuelo porteño, y los ventiladores de la habitación que Doña Florinda comparte con tres señoras más lo único que hacen con el calor es revolverlo.