Aquí, un video con la historia del origen del obelisco de Buenos Aires, inaugurado el 23 de mayo de 1936.
El Palacio que no es Pizzurno
Petronila Rodríguez tenía 20 años en 1835 cuando su padre mató al vecino. Aquella dramática noche, los Rodríguez dormían en su quinta porteña que ocupaba cuatro manzanas en las avenidas Callao y Córdoba, cuando Juan Antonio Rodríguez sintió ruidos en la huerta donde plantaba bergamotas. Con su escopeta disparó a la distancia. Cesaron los ruidos y recién al día siguiente se descubrió que un vecino había muerto por el disparo.
En el juicio fue absuelto porque era común que aparecieran ladrones en las quintas y todos hubieran hecho lo mismo que Rodríguez: disparar al bulto sin advertencia alguna. La Justicia no lo condenó, pero su conciencia lo atormentaba. Resolvió construir una capillita en los terrenos de donde tuvo lugar la tragedia y dar misas por la memoria del difunto.
En 1882, consciente de que estaba en sus últimos días, Petronila, la hija de Rodríguez, donó las cuatro manzanas de su quinta, más algunas propiedades en el centro. En su testamento explicó que hacía tiempo venía evaluando construir una iglesia donde estaba la capilla que había hecho su padre; junto a la iglesia, un colegio; y enfrente, según la cláusula nro. 15, un terreno para la instalación de un a escuela. Minutos antes de morir, le indicó a su gran amiga y albacea, Juana Bosch, que vendiera algunas de las propiedades que dejaba y que tomara cien mil pesos para “los niños que quieran educarse”.
Cumpliendo con parte del legado, se construyeron la Iglesia Nuestra Señora del Carmen en el espacio que ocupaba la capilla, en Rodríguez Peña y Paraguay, más el colegio parroquial a su lado.
El sueño de la escuela con capacidad para setecientas alumnas, quedó en manos del genial arquitecto Carlos Altgelt. El edificio se inauguró en 1886. Pero en 1888 se resolvió instalar juzgados, de manera provisoria, hasta que se construyera un Palacio de Tribunales. Por ese motivo mudaron a las alumnas a Junín y Vicente López, donde comenzó a funcionar la escuela con el mismo nombre de la benefactora.
Regresaron al gran edificio en 1894. Pero en 1903, volvieron a mudarse porque el Consejo Nacional resolvió que allí funcionaría la sede del Ministerio de Educación. La denominación Petronila Rodríguez desapareció de la nomenclatura escolar.
En 1932, por iniciativa de Juan Benjamín Terán, presidente del Consejo Nacional de Educación, se le dio el nombre de la benefactora a una escuela en Parque Chas. Mientras que el espléndido solar donado por Petronila fue bautizado Palacio Sarmiento. A la calle que pasaba por la puerta se la llamó Pizzurno, en honor de tres hermanos maestros con ese apellido: Pablo, Carlos y Juan.
Por lo tanto, el Ministerio de Educación debería ser una escuela. Y el edificio, al que todos conocen como el Palacio Pizzurno, es el Palacio Sarmiento –sobre la calle Pizzurno–, que debería llamarse Petronila Rodríguez: nombre de la filántropa hija del hombre que mató a su vecino por error en 1835.
Bailes prohibidos en 1774
En Buenos Aires, en el año 1753, un tal Blas y un zapatero de apellido Aguiar construyeron un modesto galpón en la manzana de Perú, Alsina, Chacabuco y Moreno. Allí armaron un par de funciones de títeres y no mucho más porque el tal Blas debió abandonar la ciudad: se descubrió que estaba casado en España y que su mujer lo esperaba.
Juan José Vertiz -en su época de gobernador, antes de ser virrey- consideró que podía aprovecharse el lugar para hacer fiestas de máscaras y recaudar dinero para los necesitados. Los porteños, ávidos de pachanga, encontraron una nueva forma de entretenimiento. Aquella fue la primera disco que tuvimos por estas tierras. Pero, a pesar del éxito de los bailes, el público comenzó a menguar. Y el culpable de que cada vez concurriera menos gente se llamó José Costa. Era fraile de San Francisco y durante las misas advertía lo pecaminoso y ofensivo que resultaba ese entretenimiento nocturno.
“¡Hermanas mías, ya no sois mis hermanas, estáis impuras!”, se quejaba el fraile. Su prédica tuvo éxito ya que muchos se convencieron de que estaban pecando; y los que no, por temor a la ira del Todopoderoso, prefirieron mantenerse lejos del lugar.
Cuando Vertiz se enteró de los sermones de Costa, encomendó al fraile Roque González la tarea de persuadir a los feligreses de que Dios no se ofendería si bailaban y que “es voluntad de Nuestro Soberano que haya bailes y diversiones”. En aquella homilía, González aseguró que “el Señor Baile puede contraer matrimonio con la Señora Devoción”. El galpón volvió a estar de moda y allí se bailó durante tres años hasta que el rey Carlos III prohibió los bailes públicos en 1774. La primera disco porteña cerró sus puertas.
Cámpora y el scrum
Héctor José Cámpora, apodado “el Tío”, fue presidente constitucional en 1973, durante cuarenta y ocho días, el período más corto hasta entonces. Oriundo de Mercedes, provincia de Buenos Aires, quiso estudiar medicina en Rosario, pero no pudo ingresar, por lo que optó por cursar Odontología en la Universidad Nacional de Córdoba. Inició la carrera en marzo de 1929 y se recibió en diciembre de 1933.
Durante su época universitaria, participó activamente de los equipos deportivos. Practicó, entre otros, básquet, fútbol y rugby, lo cual permite relacionarlo con el presidente Mauricio Macri, quien vistió la camiseta de Cardenal Newman.
El día del debut de Cámpora en el rugby fue inesperado. Faltó un jugador y le pidieron que se cambiara para completar los quince del equipo y poder presentarse. Ni siquiera sabía llevar la pelota en la mano. Él mismo contó que su ingreso al rugby había sido con el pie izquierdo. “Pensé que había hecho un papelón”. Pero sus compañeros opinaron lo contrario: todos lo felicitaron por lo bien que se había desplazado en la cancha.
Cámpora jugó como pilar durante cuatro años en Universitario de Córdoba e incluso puso el hombro (en el scrum) para que su equipo ascendiera a la primera división de la liga de la provincia.
Comodoro Py: de Paraguay a Santa Cruz
Como Messi, pero al revés. Luis Py nació en Barcelona, pero su brillante carrera la hizo en la Argentina. Llegó en la década de 1840, con poco más de 20 años y se alistó en la Marina, uno de los destinos preferidos de los inmigrantes que arribaban con sed de acción, aventura y gloria. El joven Py tuvo su bautismo de fuego frente a las escuadras inglesa y francesa (antes de la Vuelta de Obligado) y fue forjándose en los combates de aquella grieta histórica, la de unitarios y federales.
De su extensa foja de servicios, debemos detenernos en un uno muy particular. Nos referimos a la Batalla del Paso de las Cuevas, durante la Guerra del Paraguay. La historia viene adornada con esos detalles que ya no sorprenden a ningún argentino. La flota de la Armada constaba de tres buques, dos de ellas fueron capturados pro los paraguayos en Corrientes. Por lo tanto, la pieza más importante era un barco de transporte de tropas, y equipado con cañones: el Guardia Nacional. (Se lo compramos a los ingleses en 1859, su nombre original era Camila). Comandaba el barco Luis Py. Pero llevaba entre los pasajeros a su superior, el Comandante en Jefe de la Escuadra Argentina, el capitán de navío José Murature.
La nave se unió a la flota de los aliados brasileños a la altura de Corrientes. Juntos se dirigieron al Pasaje de las Cuevas (siempre en territorio correntino), donde se hallaban apostados los paraguayos. Fue una especie de Vuelta de Obligado, pero al revés. Los buques brasileños y el argentino debían pasar esquívando el fuego de la artillería guaraní apostada en tierra firme.
El 12 de agosto de 1865 iniciaron el peligroso cruce cuatro barcos brasileños. Lo hicieron a máxima velocidad, pero los sesenta cañones enemigos dañaron sus cubiertas. El quinto turno correspondió al Guardia Nacional, que sorprendió a todos. En una demostración de gallardía, pasó a un cuarto de su velocidad posible, como sin apuro, disparando sus cañones con furia contra las baterías que los hostigaban. En un momento la escena fue conmovedora. Los cañones paraguayos ya no disparaban, mientras el Guardia Nacional de Luis Py, perforado por todas partes, continuaba lanzando fuego.
El paso del resto de las embarcaciones tuvo cierta resistencia, pero ya no era lo mismo: los paraguayos estaban agotados, sus cañones ardían como una caldera y las municiones comenzaban a escasear. Los argentinos sufrieron bajas notables. Entre ellos, los guardiamarinas José Ferré, hijo del gobernador de Corrientes, y Enrique Py, joven soldado, hijo del marino catalán. Entre los heridos graves, el subteniente Clodomiro Urtubey (antecesor de Juan Manuel Urtubey, actual gobernador de Salta) y el marinero Francisco Padilla.
El de Las Cuevas fue el último enfrentamiento en que participó la Armada argentina hasta el conflicto de las Malvinas.
La carrera de Luis Py se mantuvo en ascenso. En 1878 -ya con el rango de comodoro- acudió a Santa Cruz con una misión fundamental: reafirmar la soberanía argentina en dichas tierras. Fue luego de que llegaran noticias preocupantes a Buenos Aires (nuestro héroe vivía en Paraguay y Esmeralda): en aquellas lejanas tierras estaban instalándose destacamentos militares chilenos.
Luego de la travesía, el comodoro Py desembarcó en el cañadón de los Misioneros (próximo al puerto Santa Cruz), al norte de Río Gallegos y comprobó que las noticias eran ciertas. Allí había una edificación hecha por los chilenos, aunque vacía. Ordenó ocuparla, mandó enarbolar la bandera argentina y dejó hombres a cargo de su custodia.
El comodoro Py murió en Tigre (provincia de Buenos Aires), donde aún cumplía funciones oficiales, el 22 de febrero de 1884. Desde 1967 una calle de Retiro le rinde homenaje.
Once soldados con polleras
A las dos de la mañana del 23 de mayo de 1817, el tucumano Gregorio Aráoz de Lamadrid (a quien vemos retratado en una imagen posterior) acampó a corta distancia de Tarabuco, cerca de Chuquisaca, en el Alto Perú. Durmieron unas horitas y reiniciaron la marcha a las siete. Pero no estaban todos. En esas cinco horas había desertado el sargento Martín Bustos junto con diez soldados.
Muy temprano al día siguiente, un contingente de setenta indios traía once prisioneros amarrados. Eran los desertores. “Formé en el acto toda mi división en el cuadro de la plaza –detalla Lamadrid– y puestos los presos dentro de él, llamé al alcalde del pueblo y le ordené que me presentara al instante once polleras de las más andrajosas de las indias e igual números de zuecos y monteras de cuero [clásico gorro del altiplano] de las que ellas usan”. Los once desertores apenas podían creer lo que estaba por ocurrir. Sigue el tucumano: “Listo todo al momento, mandé desnudar a los presos y vestidos por fuerza con aquel traje y aro en la mano, aunque me clamaban todos que los fusilara primero”.
Los soldados formados comenzaron a burlarse de los hombres vestidos de mujer. Lamadrid ordenó a su gente que armara una calle de dos filas, por donde debían pasar los travestidos: “Hice que los pasearan entre las filas, ordenando a la tropa que escupiera a esos cobardes, que no merecían ser sus compañeros pues eran los únicos que querían regresar a su provincia manchados”.
A Bustos le arrancaron la jineta de sargento y allí terminó el acto de humillación. Según Aráoz de Lamadrid, “fue un rato de comedia para la división y el pueblo, y del más amargo llanto para los que sufrieron aquel castigo”.
Una semana después, Lamadrid perdió el control de la situación. Una deserción masiva diezmó su fuerza. Sólo le quedaron 93 hombres que actuaron con hidalguía y acompañaron a su jefe hasta el final de la campaña. Entre ellos, Bustos, quien recuperó su jineta, y los diez que habían sido disfrazados.
Merlo era Melo
En 1733, en la ciudad española de Badajoz (donde San Martín tuvo una novia llamada Lola), en la frontera sur con Portugal, nació Pedro de Melo y Portugal y Villena, marino por vocación y alto funcionario de la corona española por méritos propios. El hombre arribó a Buenos Aires en 1795 con el título de virrey del Río de la Plata.
Grandote, inquieto, emprendedor, enérgico pero piadoso con los pobres, el virrey Melo se encargó de promover los juegos de bolos y bolas. ¿Es que acaso ya había juegos para todos y todas? No: el de las bolas era el que nosotros llamamos bochas. En cuanto al primero, era un inmenso bowling de cincuenta palos –o pinos– que debían ser volteados en la menor cantidad de tiros posible. En los arrabales (es decir, en la zona de Congreso, Barracas, Recoleta, Palermo) simplificaron el juego: apostaban si de un tiro se volteaba un número par de palos o uno impar. Se transformó en vicio y Melo prohibió el juego.
Otra prohibición -por suerte- fue que los aguateros se proveyeran de agua del río que juntaban a la altura de San Telmo, contaminada por las lavanderas que allí fregaban la ropa y por toda la basura que los vecinos tiraban. El virrey obligó a los aguateros a alejarse a la zona de Retiro para llenar los barriles, con penas de multas y azotes para los infractores.
El hijo de Badajoz tenía una saludable costumbre, la de salir a recorrer el virreinato. Bueno, no tan saludable. Porque en 1797, cuando regresaba a Montevideo desde Maldonado, su caballo pisó mal y el pobre don Pedro fue a dar al piso con tal mala suerte que se golpeó la cabeza. Fue un fatal accidente de tránsito a la altura de la actual ciudad uruguaya de Pando. Murió en Montevideo dos días después, el 15 de abril de 1797, pero se cumplió su deseo póstumo de ser trasladado a Buenos Aires, a la iglesia de San Juan.
Las crónicas del entierro dicen que el pueblo desfiló frente a su tumba y que don Melo tenía “el rostro muy negro”, pero no despedía “ningún mal olor”. El gobernador de Tucumán, Rafael de Sobremonte, decidió fundar ese mismo año un poblado en San Luis y lo bautizó Villa de Melo en honor del funcionario muerto en ejercicio del cargo. El tiempo corrompió la nomenclatura original y hoy a Merlo cuesta descubrirle, sin estos datos, el verdadero origen de su nombre.
Preguntas al presidente de EE.UU.
La llegada del presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, a la Argentina, el 30 de noviembre de 1936 (en la imagen vemos al público que se reunió en el puerto para recibirlo), planteó un desafío a los periodistas. Muchos querían entrevistarlo, algo imposible porque no existía el tiempo material para llevarlo a cabo. Se estableció que sería una conferencia de prensa y se organizó de la siguiente manera:
Todos los periodistas fueron convocados al Hotel Alvear Palace, en el barrio de Recoleta, el martes 1 de diciembre a las 12:45. Allí se había montado la Oficina de prensa de la presidencia de Estados Unidos. Los cuarenta que acudieron recibieron las acreditaciones correspondientes y fueron llevados a un salón donde, suponían, llegaría mister Roosevelt para responder sus preguntas. Sin embargo, quien se presentó fue un funcionario que les entregó un manual de instrucciones.
En resumen, tenían que discutir entre todos las seis preguntas que se harían. La primera medida fue reducir las más de cincuenta que sumaban entre todos. Varias eran similares, lo que permitió una primera eliminación. Luego, un comité de tres periodistas fue descartando otras hasta lograr el número establecido. Se escribieron a máquina las seleccionadas y se le entregaron al funcionario estadounidense, quien saludó y se retiró del salón. En ningún momento los representantes de Roosevelt discutieron el contenido de las preguntas.
Los periodistas fueron llevados desde el Alvear hasta la residencia del embajador (el Palacio Bosch Alvear, en Palermo, que aún cumple esas funciones). En la puerta había un número mayor de periodistas. Sin embargo, por no haber sido acreditados en el hotel, no se les permitió entrar. Los que sí pudieron hacerlo, fueron conducidos por la escalinata principal a la planta alta. En el salón de recepciones los aguardaba el presidente Roosevelt. Sentado detrás de una mesa que tenía un florero, un cenicero y un caja de cigarrillos, el visitante fumaba con boquilla mientras sonreía a los periodistas que ingresaban a la sala.
No hubo preguntas. Fue un monólogo de Roosevelt. Pero habló de los temas que se habían planteado en el cuestionario y no dejó nada sin responder. En menos de cuarenta minutos abordó el temario y dio por concluido el encuentro.
¿Fue una conferencia de prensa? No, porque faltaron las repreguntas (los periodistas suelen emplearlas para profundizar o aclarar algún punto de la respuesta que se les da). Pero pareció conformar a todos los profesionales, quienes partieron a sus redacciones con las declaraciones del visitante ilustre.
¿Adónde va a dormir Obama?
En 1910, el presidente electo Roque Sáenz Peña le ofreció ocupar el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores a Ernesto Mauricio Carlos del Corazón de Jesús Bosch Peña, quien ocupaba un cargo diplomático en París. El hombre aceptó y regresó a Buenos Aires con su mujer, Elisa de Alvear.
Juntos concibieron la idea de construirse una mansión que les recordara su vida parisina. Resolvieron que fuera en la zona de Palermo (en las actuales Libertador y Kennedy), frente al Parque 3 de Febrero, donde ya estaban el Jardín Zoológico, el Jardín Botánico, la Rural, el futuro campo de Polo (en ese entonces era un club deportivo de diversas actividades) y el Hipódromo. La zona tenía mucha actividad social, pero casi no había residencias.
Contrató los servicios del arquitecto de moda, el exquisito francés René Sergent, quien terminaría ocupándose de los palacios de otros Alvear: además del Bosch, el Errázuriz (de Matías Errázuriz y Josefina Alvear) y el Sans Souci (de Elvira Alvear). Con la ejecución de arquitectos argentinos, Sergent ideó todo esto sin moverse de Europa.
La construcción del Palacio Bosch se inició en 1911 y su inauguración oficial se realizó el 6 de septiembre de 1918, durante el baile de presentación en sociedad de María Elisa Bosch Alvear, hija mayor del matrimonio. Fue la introducción en sociedad de Elisita, pero también fue la presentación del palacio. Era la primera vez que en una mansión se encargaba la construcción de un salón adaptado a las necesidades de los bailarines. Dijo La Nación: “Destinada especialmente para el baile, la sala no ostenta otro adorno que largas banquetas y taburetes tapizados en brocatos ‘vieux rose’ y oro y un gran piano de cola”.
A partir de la construcción del Palacio Bosch, Palermo comenzó a transformarse en uno de los lugares más exclusivos de Buenos Aires.
En la mansión de Elisa Alvear y Ernesto Bosch se hicieron grandes fiestas, para agasajar a extranjeros, para presentar en sociedad a otras dos hijas –Teodolina y Teresa– y para convidar a los amigos y parientes que luego de dar unas vueltitas por el parque de Palermo y el Rosedal, paraban a tomar un copetín antes de emprender el regreso al centro.
Elisa de Alvear estaba encantada con su espléndida casa. Pero apareció en escena Robert Woods Bliss, embajador de Estados Unidos. Acotemos que Bliss, junto con su mujer, Mildred Barnes, establecieron el Instituto Cultural Argentino Norteamericano (ICANA), entre muchas otras iniciativas.
En 1928, visitó la Argentina el presidente electo de Estados Unidos, Herbert Hoover. Por falta de una residencia propia, Hoover fue alojado en el Palacio Noel (Suipacha y Libertador, actual sede del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco). Luego de la visita, el gobierno norteamericano le encomendó a míster Bliss la misión de comprar una casa para que fuera la residencia de los embajadores de su país.
En varias oportunidades, el señor Bliss le manifestó a Ernesto Bosch su interés por el palacio, pero el argentino no tenía ninguna intención de desprenderse de él. Ante la insistencia de Bliss, Bosch le dijo que se la vendía por algo más de dos millones de pesos, un valor que excedía en más de un millón cualquier tasación seria. Para Bosch, esa era una manera elegante de dar por terminado el asunto. No esperaba que un par de semanas después, Bliss le comunicara que aceptaban la oferta.
Contrariado, pero dispuesto a mantener su palabra, Bosch anunció en su casa que se mudaría. Elisa estaba furiosa. El matrimonio se mudó a un palacio en Montevideo y Quintana (Recoleta). Con todas las comodidades, por supuesto. Pero no era lo mismo.
Desde 1929, el palacio Bosch es la residencia de los embajadores de los Estados Unidos.
San Patricio en Buenos Aires
En la década de 1810, la colectividad irlandesa de Buenos Aires estaba integrada por inmigrantes que habían llegado al Río de la Plata para establecer comercios y por aquellos que desertaron de las filas británicas durante las Invasiones Inglesas y formaron familias en la ciudad que habían invadido. Por lo tanto, en esa época comenzaron a celebrar la fiesta de su patrono, San Patricio, cada 17 de marzo.
A las nueve de la noche se reunían en casas particulares, como por ejemplo, la del fabricante de chimeneas Michael Welsh (en las actuales Cerrito y Viamonte) o en almacenes, como el de Patrick Fleming (Viamonte y 25 de Mayo). Los irlandeses participaban de un nutrido banquete donde además cantaban, realizaban varios brindis y bailaban. La celebración terminaba tarde, en la madrugada. Incluso hubo casos en que se extendió hasta el amanecer.
Si bien el resto de la población no participaba, y en esto incluimos a los otros británicos (los escoceses celebraban el 30 de noviembre, festividad de San Andrés, y los ingleses el 23 de abril, día de San Jorge), la fecha no pasaba desapercibida porque los negocios irlandeses colocaban sus banderas en los frentes de los negocios que atendían, lo mismo que hacían los barcos británicos anclados en el puerto. Además, existen registros (en la década de 1840) de bandas militares que recorrían la ciudad interpretando God Save the Queen (Dios salve a la Reina).
Entre los irlandeses que han escritos páginas de nuestra historia, debemos mencionar al almirante Guillermo Brown, al oficial del Ejército de los Andes Juan O’Brien y al padre Anthony Fahy, verdadero líder comunitario de los hijos de Irlanda y sus descendientes. También sumamos a Edward Casey, fundador de Venado Tuerto, y a las familias Duggan, Murphy, Kavanagh, Donnelly, McCormack, McCormick, Donovan, Armstrong, Mulhall, Lynch, Walsh, O’Donnell y O’Gorman. Todos han participado de los festejos por su santo patrono en aquellos lejanos 17 de marzo, como también los hicieron las siguientes generaciones, como el grupo de la fotografía que se reunió en 1921 para bailar, beber y celebrar.