Modales en la mesa

Hacemos un corto viaje al año 1925. Eran tiempos de la presidencia de Marcelo T. de Alvear. De las buenas plumas de Alfonsina y Victoria. De Quinquela consagrado, en nuestro país y en muchas otras capitales. 1925, el año del auge del automovilismo. De la popularidad del fútbol. Aquel espacio entre las grandes guerras mundiales tuvo en 1925 al radicalismo como principal actor, siempre bajo la mirada atenta de los socialistas. Fue el año de la visita del Príncipe de Gales. del nacimiento del queridísimo Carlitos Balá y del gran Horacio Guarany. También, de las mil y una pequeñas historias que fueron gestándose a diario.

En el Nro. 1403 de la revista Caras y caretas del 22 de agosto, la sección “La mujer y la casa” trató el tema de las reglas de urbanidad en la mesa. Sugirió un “Modo de comportarse en la mesa” donde se enumeraron las acciones incorrectas de los comensales. Aquí, las advertencias de lo que no debía hacerse en 1925:

-Tomar o dar un plato, pasándolo por encima del de otra persona.

– Ponerse en pie para tomar objetos distantes, en vez de pedir que se nos acerquen.

– Usar su cubierto para tomar la sal, la manteca o el azúcar, cuando hay la costumbre en las casas bien ordenadas de tener utensilios separados para este objeto.

Poner sobre el mantel la taza, goteando el té o el café.

– Hacer uso del mantel, en vez, de la servilleta.

Llevarse a la boca grandes pedazos de carne, etc.

– Beber con la boca llena, sin pasar antes la servilleta por los labios.

Sentarse a gran distancia de la mesa y dejar caer los alimentos.

– Poner el cuchillo y el tenedor sobre el mantel después de haberlos usado, en lugar de hacerlo sobre los bordes del plato.

– Descansar los codos sobre la mesa.

– Hablar con la boca llena.

– Limpiarse los dientes en la mesa.

– Comer aprisa y de una manera ruidosa.

El texto proseguía con consejos a tener en cuenta si había chicos en la casa: “Es muy conveniente educar a los niños de modo que, cuando estén sentados a la mesa con los mayores, permanezcan en silencio y no hablen sino cuando se les dirija la palabra; de lo contrario, su charla interrumpirá la conversación de los personas mayores, produciendo además, una mala impresión en los extraños que estuvieren presentes. También debe enseñarse a los niños que esperen con paciencia y en silencio hasta que los demás estén servidos”.
La nota aclaraba que si bien estas normas podían ser muy conocidas, no estaba de más repetirlas, ya que muchos parecían olvidarlas en aquellos días.

El avión de don Ramón

En la esquina oeste de San Martín y Rivadavia, en la ciudad de Las Flores, vivía hace cien años don Ramón. Querido y respetado por los vecinos, mantenía la puerta de su casa abierta para todo aquel que necesitara ayuda. Don Ramón Eustaquio Alcorta era el principal médico de Las Flores y en 1918 fue nombrado director del hospital municipal.

Los Alcorta son una de las familias más tradicionales de nuestro territorio. Afincados en Santiago del Estero, la primera ciudad argentina, han sido protagonistas de varias páginas de la historia local. Ramón había nacido en Santiago del Estero en 1866. Pero los estudios, primero, y su vocación de servicio, luego, lo llevaron lejos de la ciudad donde el peso del apellido facilitaba todo.

A comienzos de la década de 1920, la salud de los enfermos era su principal preocupación. Pero también había un asunto colateral que le quitaba el sueño: la impotencia que le producía no poder auxiliar a aquellos que vivían en las afueras. Los caminos vecinales que iban a las chacras y estancias se ponían intransitables con las lluvias. Y peor aún cuando desbordaba el arroyo Las Flores. O cualquiera de las lagunas cercanas.

En 1922, la comisión directiva del flamante aeroclub había instalado su primer hangar en terrenos que le cedió la municipalidad. Viendo estos “pájaros de aceros” que sobrevolaban todo tipo de terrenos, Alcorta encontró la solución a su inquietud. Le encargó al piloto Juan Carlos Goggi, ex suboficial egresado de la Escuela de Aviación Militar, que comprara un avión. Con este aparato -un Curtiss J.N. 90- Goggi inició la enseñanza del vuelo mecánico en la ciudad. Los hijos del doctor Alcorta, Víctor Ramón y Tomás Jorge, se encontraron entre los primeros alumnos que aprobaron los exámenes para recibirse de pilotos.

Probablemente sin quererlo, don Ramón (a quien vemos a punto de abordar la máquina en una de las tantas fotografías que atesora el Archivo Histórico de Las Flores) se convirtió en el propietario del primer avión sanitario de la Argentina. Encontró tan útil este medio de transporte para las urgencias, que resolvió comprar otro Curtiss, también con motor de 90 caballos de fuerza, pero con asientos para dos pasajeros. A partir de entonces, no sólo estaba en condiciones de acudir en ayuda de los necesitados, sino que tenía la posibilidad de trasladar a quienes requirieran una atención médica más específica.

Acompañado por Goggi o por alguno de sus hijos, este pionero de la aviación con fines médicos voló unos cuatro años. Murió en 1926 y todo Las Flores lloró su partida. Nunca fue un entusiasta de los vuelos. Pero encontró en los aviones el medio de ayudar a aquellos enfermos que no podían llegar al hospital o hasta la puerta de su casa.

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La cordillera en auto

En 1817, San Martín realizó la hazaña del cruce de los Andes. En 1918 fue el turno de los intrépidos Davenport Brown Richardson y William Paul Rhoads, quienes –guiados por objetivos muy distintos, pero también loables– condujeron un automóvil a través de 5.800 complicados kilómetros. Aun podríamos agregar otra enorme distancia: la que los separaba de los avances tecnológicos actuales. Pero estos dos estadounidenses disponían de un combustible fundamental: estaban convencidos de que contaban con el auto más adecuado, un Studebaker, para llevar adelante esta poco conocida travesía.

La firma llegó a Buenos Aires en 1915. Su presentación fue en el marco de la Exposición Rural de Palermo. En un sencillo stand sobre la avenida Sarmiento, pegado a la entrada, el mismísimo Richardson, gerente de The Studebaker Corporation of America en Argentina, recibía a los interesados y les explicaba, con notable entusiasmo, las cualidades del auto. Ese mismo año inauguró el local de ventas en la distinguida Avenida de Mayo, a metros de la calle Salta. Allí tomó conocimiento de que un competidor, el Buick, había traspasado la cordillera en 1914. Mientras abría el taller de la compañía en Pacheco de Melo y Pueyrredon, comenzó a gestar la idea de la travesía.

El punto de partida fue la Capital Federal. Acompañado por su familia, el 13 de enero de 1918, Richardson inició la marcha en la puerta del local de Avenida de Mayo. Primer destino: Bahía Blanca. Luego pasaron por Patagones cruzando a Viedma en balsa, ya que el puente sobre el río Negro recién se construyó en 1931. Tocaron el puerto de San Antonio y, desde ahí, siguiendo la línea del Ferrocarril del Estado, arribaron a Bariloche. A esa altura, su acompañante era William Paul Rhoads, responsable de la sección técnica de la automotriz. Llegaron a Neuquén y cruzaron los Andes por el paso de Pino Hachado, que conecta las ciudades de Zapala y Curacantín. Ya en Chile recorrieron Mulchen, Los Ángeles, Concepción, Santiago y Valparaíso, para luego repasar los Andes por el célebre paso de Uspallata, donde se encuentra el Cristo Redentor, retornando al punto de partida.

La revista Caras y Caretas –Studebaker era anunciante (vemos un aviso de ese año, registrado en Plaza San Martín, de Retiro)– publicó esta historia en abril. Una de las imágenes de aquella nota presenta el automóvil al pie del Cristo Redentor. Se destaca la leyenda “Valparaíso”, punto final del viaje de ida.

Rhoads ya sumaba algunos galardones (salvo que no fuera él y justo tuviera un homónimo). Había corrido algunas carreras a bordo de un Studebaker. Por ejemplo, fue el ganador de la competencia Castelar-Campana-Castelar, en fuerza libre (es decir, sin reglamento de velocidad máxima), organizada por el Automóvil Club Argentino, en 1916, el mismo año que ganó la competencia “Fiesta del motor”.

Merecen nuestra admiración aquellos que trabajan para cumplir sus sueños. Por eso, ofrecemos nuestro merecido aplauso para estos precursores.

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La casa flotante de Oliveira Cézar

La costa de Vicente López y San Isidro siempre fue un remanso para los pudientes porteños. La posibilidad de salir de la ciudad para respirar aire puro en espacios perfumados por sabrosos frutales era un privilegio que sólo podían darse algunos. Recordemos que durante la Semana de Mayo de 1810 hubo que esperar el regreso de Cornelio Saavedra, quien precisamente había ido a descansar a una de esas quintas. Belgrano, San Martín, Pueyrredon, Guido o Mariquita Sánchez, entre tantos otros, también disfrutaron de aquellos apacibles paisajes.

Más adelante, la llegada del ferrocarril generó un intercambio mucho más activo. A partir de 1865, las locomotoras arribaban a la estación de Tigre y la zona se convirtió en un destino accesible para nuevos pobladores. La cruel fiebre amarilla que devastó a Buenos Aires durante el primer semestre de 1871 fue otro de los factores que colaboró en el desplazamiento de las familias hacia el norte. El broche de oro fue la inauguración del Tigre Hotel en 1890.

Los cambios urbanos dieron buen trabajo a los arquitectos. Hacia 1907, contar con una casa en el Tigre no era tan peculiar, especialmente para una persona distinguida como el teniente de navío Daniel Oliveira Cézar. Pero él fue por más: se hizo construir una casa flotante. En diciembre de 1906, el inmueble -mejor dicho, el mueble- salió de un astillero de la Boca del Riachuelo y navegó aguas arriba hasta su destino. A comienzos de 1907, el marino y su familia -Pastora Castagnino e hijos- la estrenaron. Fue la novedad en el verano de Tigre.

La casa, que apenas calaba 75 centímetros para facilitar su desplazamiento por las aguas del Delta del Paraná, se encontraba amarrada en el río Luján. Fue bautizada con el nombre de La Cautiva. Contaba con un gran comedor y cuatro camarotes (tres en la planta baja, el restante en la parte superior), además de un cómodo cuarto de baño. También, un salón con capacidad para veinte personas y un espacio, denominado sala de música, donde se instaló un piano rectangular. En un pañol se guardaban armas curiosas y municiones de caza que el propietario atesoraba con entusiasmo de coleccionista.

A 110 años de los actuales countries náuticos que revolucionaron la zona de Tigre y San Fernando, Oliveira Cézar fue un excéntrico pionero.

Tres héroes de cuatro patas

Estamos acostumbrados a ver figuras del deporte en las tapas de El Gráfico. Sin embargo, la revista fundada en 1919 comenzó siendo de actualidad, con muchas fotografías (hechas por los reporteros gráficos, de ahí su nombre). En este caso, presentamos una de las tapas de febrero de 1924. ¿Quiénes posan? Gastón Polese junto con Ford, Diana y Top (también conocido como Cusquito en el barrio), todos protagonistas de una de esas pequeñas grandes historias.

Las crecientes del arroyo Maldonado siempre fueron un problema. Se generaban por la abundante lluvia, como ocurrió en la mañana del 16 de febrero de 1924. El curso creció y Gastón Polese, un niño de doce años que vivía a un par de cuadras, en Luis Viale al 2900, no tuvo mejor idea que intentar capturar un pato que nadaba con cierta dificultad en la correntada. Sí: había un pato, tal vez huyendo de algún corral, en el mediterráneo barrio de Villa Santa Rita.

Gastón tropezó, cayó al agua. De inmediato, los tres perros se lanzaron tras él. Pensó que los animales iban a agredirlo y buscó defenderse tirándoles patadas y manotazos, a la vez que luchaba contra la fuerza de la correntada que lo arrastraba. Los ladridos, cada vez más fuertes, fueron advertidos por José Gioia y Antonio Givilisco. Sin medir el peligro, y sobre todo sin saber nadar, los dos se tiraron al agua.

La corriente empujaba con fuerza hacia el río de la Plata. Afortunadamente desde el puente, Domingo Gioia (probablemente, pariente de José) lanzó una soga y los tres desafortunados protagonistas pudieron sujetarse para ser izados a tierra firme. Luego fue el turno de rescatar a los perros. Impasible, el pato prosiguió su nado.

Gastón se salvó gracias a los perros que, aun sin estar preparados para el salvataje, llamaron la atención de dos hombres que tampoco dominaban el arte, más un tercero convertido en héroe. Tan héroe como Ford, Diana y Cusquito.

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Sarmiento y el carnaval

Los juegos de agua eran habituales en días de carnaval. Por lo general, se usaba la cáscara sin romper de huevos vaciados previamente, a los que se agregaba agua. También se empleaban baldes de donde se tomaba agua en un recipiente más chico, por ejemplo un vaso, para lanzar su contenido a gente desprevenida.

En una carreta algo deteriorada, un hombre corpulento, envuelto en un poncho de vicuña y con un sombrero chambergo que cubría parte de su rostro, se dirigió al sitio de los festejos. Como todo aquel que pasaba, fue recibido con agua. Pero el hombre respondió con entusiasmo y se sumó al juego: era el presidente Domingo Faustino Sarmiento.

La historia de la intervención presidencial en los juegos se esparció por la ciudad y llegó a oídos de Los Habitantes de la Luna, la comparsa más famosa de los carnavales de la década de 1870. Presidida por Eduardo Benavente, contaba con la participación de prestigiosos hombres de la sociedad porteña, con ganas de sacarse la careta de la seriedad anual y divertirse a pura fiesta popular, como Emilio Mitre, Delfín Huergo, Alberto Casares, Ireneo Portela y Anacarsis Lanús, entre tantos otros.

Los disfraces más recordados de esta comparsa eran El Gordo, El Fraile y El Baby. Llegaban hasta los bailes de máscaras y mientras se agitaban, saltaban y reían, se escuchaban los discursos de Benavente y Carlos Monnet, precursores del stand up actual. Aclaremos que Monnet tenía la habilidad de imitar al presidente Sarmiento.

En el carnaval de 1873, la mencionada murga, tal vez como reconocimiento al sanjuanino por aquel enfrentamiento con agua, le regaló una medalla de estaño que tenía grabada su cara con una corona y la leyenda “Emperador de las máscaras”. Al año siguiente, el mandatario les envió una tarjeta invitándolos a tomar el té en su casa para que tuvieran, según anunciaba la esquela, “el gusto de conocer al loco Sarmiento”.

La reunión tuvo lugar en la casa del sanjuanino, en Maipú entre Tucumán y la actual Lavalle. Luego de escuchar a su imitador, Sarmiento lo interrumpió alegremente y le pidió que tratase de copiar al ministro Dalmacio Vélez Sarsfield, presente en la bien provista tertulia. Julio Costa, uno de los Habitantes de la Luna, se acercó al célebre jurista, autor del Código Civil argentino, y le preguntó qué opinaba de la imitación. Este le respondió con su característica tonada cordobesa: “¡Si están todos mamaos!”.

Carnavales de hace casi un siglo y medio en una ciudad de Buenos Aires con apenas 187.000 habitantes, según el primer censo nacional, de 1869, también promovido por Sarmiento. Entre esos habitantes, algunos también lo eran “de la Luna”.

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La gloria o Devoto

En la época la de las hazañas aeronáuticas, Francisco Aroza, se calzó el mameluco, se puso el casco más las antiparras y abordó el avión. Controló que todo estuviera en orden, despegó, se dio vuelta en el aire, y así navegó cuatro horas y 25 minutos. Cabeza abajo.

El Heraldo de Madrid le sumó dos minutos más, pero también lo calificó en forma incorrecta (escribieron “el cadáver Aroza” en vez de “el aviador Aroza”) y dijo que zarpó de Panamá hasta Buenos Aires, con lo cual, sin querer, el redactor inventó el vuelo más rápido entre ambas capitales, aún no superado. ¿Por qué tres errores en un texto corto? Cosas de los cables que no se leían bien, probablemente.

El raíd de reconocimiento mundial tuvo lugar en 1935, entre Paraná y 6 de Septiembre. ¿Qué localidad llevaba el nombre de esta fecha? La actual Morón, que lo cambió en 1932 para recordar la revolución del 30 que derrocó al presidente Hipólito Yrigóyen. Conviene aclarar que en aquel tiempo casi todos los vuelos partían de Morón.

Aún no se habían acallado los aplausos por la hazaña cuando en la primavera de 1936 los diarios informaban sobre un asunto que trasladaba a Aroza desde las páginas deportivas hasta las policiales, en viaje sin escalas.

El martes 13 de octubre, Aroza trajo desde Montevideo catorce fardos de seda que bajó en un campo cercano a Rosario, propiedad del presidente del Círculo de Aviación, Octavio Alvarado. El cargamento no pasó por la Aduana. Debido a que su avión estaba en reparaciones, volaba con el Fairchild de su colega Ignacio Lardizábal (quien no tenía idea de lo que estaba ocurriendo).

Al día siguiente realizó otros vuelos, que incluyeron una escala en Morón. El último aterrizaje del día tuvo lugar a las 19 hs. en la localidad santafesina de Paganini (hoy Granadero Baigorria). Llegó hasta Rosario y con su automóvil, despojado del asiento trasero, marchó los 34 kilómetros al campo donde había dejado lo fardos. Cargó el auto con la mitad de la mercadería que llevó a su casa del bulevar Rondeau, en la ciudad rosarina. Regresó al campo en busca de la otra mitad y desandó el camino, una vez más. A las 23 hs., cuando realizaba la descarga en su domicilio, se acercaron dos policías. Una crónica de aquellos días sostiene que el instructor de aviación intentó sobornar con cien pesos a los sabuesos y, ante la negativa de los agentes, les ofreció un vale por cincuenta pesos más. Curiosamente no pudo darlos vuelta…

Por falta de antecedentes, su condena de 15 meses de prisión quedó en suspenso. Lo cierto es que, como tantas otras veces, la hazaña deportiva quedó tapada por el punto policial. Aroza fue noticia dos veces. Celebremos la primera.
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Una Porteña de cien años

El 30 de agosto de 1957, la legendaria locomotora La Porteña ingresó a la estación Once, llevando dos viejos coches con invitados. La ovación para recibirla se mezclaba con los acordes de la “Diana del Parque”, interpretada por los músicos del Regimiento Nº 1 de Infantería Motorizada Patricios. Era parte central del festejo por el centenario de la llegada del ferrocarril a la Argentina. Y no podía faltar la primera locomotora pasando por las vías de aquel pionero Ferrocarril del Oeste. Recordemos que en su viaje inaugural de 1857 partió de la estación cabecera ubicada donde hoy se encuentra el Teatro Colón.

Dante Arroyo, veterano de los maquinistas del por entonces Ferrocarril Sarmiento, condujo a la vieja vaporera que marchaba a unos 25 km/h de promedio. Había partido desde los talleres de Liniers. En Floresta (una de las estaciones centenarias) paró seis minutos; tres en Flores y tres en Caballito. De esta manera, cumplió con el deseo de aquellos vecinos de la Capital Federal que querían ver de cerca esa histórica silueta, negra y añosa.

Media hora antes del mediodía arribó a la estación cabecera donde se había erigido un palco para las autoridades en el andén 6. El maquinista, junto con el foguista Juan Ricci, ambos con 32 años en los trenes, llevaron un ramo de flores al Ministro de Transportes, contraalmirante Sadi E. Bonnet.

Siguieron los discursos de todo acto, la entrega de medallas a obreros y empleados de los ferrocarriles que cumplieron cuarenta años de servicio, pero lo más importante era ella: la pequeña locomotora de cuatro ruedas motrices embanderada de gala un siglo después de su primera corrida oficial.

Hoy la mítica locomotora recibe a los visitantes del Museo del Transporte, a metros de la Basílica de Luján.

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Polémica por los ciclistas (1938)

La imagen nos traslada a la calle Florida, en el año 1900. En el centro de la escena, un ciclista. Los llamaban velocipedistas. Casi cuarenta años después el nombre quedó en desuso, pero se habían multiplicado por el país de una manera llamativa.

Existía cierta preocupación en las ciudades argentinas por el aumento de los ciclistas y la libertad con que circulaban. Esa inquietud general fue reflejada en una nota que publicó El Gráfico en 1938, donde, entre otras cosas, contaba que los policías cobraban multa a los ciclistas que no conservaban la izquierda, no llevaban luz cuando marchaban de noche o no tenían timbre o cascabel. El cascabel producía un sonido particular, al punto que el periodista sostenía que los autos tan silenciosos de ese tiempo deberían llevar un collar de cascabeles para que su presencia fuera advertida.

En esa misma nota, El Gráfico publicó un decálogo del ciclista, que decía:

  1. Para su propia seguridad cumpla estrictamente con todas las disposiciones de tráfico. Respete para que lo respeten.
  2. Por las noches, lleve luz delantera y trasera, y si es posible vista con prendas claras, para que lo distingan a la distancia.
  3. No se aventure a velocidad en los cruces de calles o caminos.
  4. Yendo varios ciclistas, marchen de uno en fondo, por la izquierda.
  5. Recuerde que los días de humedad los frenos exteriores fallan.
  6. Hasta no lograr dominio sobre la bicicleta, eluda las arterias de mucho tránsito, y cuando logre ese dominio, no confíe con exceso.
  7. No lleve ningún chico sentado adelante, sobre el manubrio, porque en caso de accidente es de sumo peligro para la criatura y usted, ya que el pasajero le impide maniobrar con facilidad.
  8. No se agarre a ningún vehículo para que lo remolque, ni vaya corriendo detrás, aprovechando el tren que le hace el vehículo.
  9. No ande por las veredas.
  10. Haga del ciclismo un placer y no un riesgo.

El precio de venta de las bicicletas de 1938 iba en aumento: en esos días se hablaba de un nuevo impuesto de cinco pesos que se sumaba a las más de veinte tasas aduaneras. Sin embargo, estaban convirtiéndose en un medio masivo para trasladarse dentro de las crecientes ciudades argentinas. Y como todo medio de transporte, causaba dolores de cabeza a más de uno, pero era la respuesta social a los nuevos desafíos que planteaba la modernidad.

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“Tengo una vaca lechera”

Durante tres décadas fue el músico más famoso de la Argentina no ligado al tango. Se llamaba Feliciano Brunelli y creó un tipo de orquesta, a la que denominó “característica”, que estaba dirigida por un acordeón y no tenía bandoneón como la “típica”. Tocaba tarantelas, jotas y pasodobles para la gran masa de inmigrantes, muchos de los cuales vivían en el campo o en ciudades del interior y también gustaban de valsecitos criollos y rancheras, otra de las especialidades de Brunelli.

Hijo de padre italiano y afinador de acordeones, nació en Marsella, Francia, y llegó muy chico a la Argentina. Se radicó en Rafaela, típica ciudad de inmigrantes italianos. Empezó a tocar en bailes y cines hasta que en 1928 registró sus primeros discos. En total grabó casi ochocientos temas hasta 1966.

Aunque no hay números oficiales, Fernando Raymond (cantor que integró la orquesta entre 1944 y 1948) aseguraba que, por ejemplo, el clásico de 1947 “Mi vaca lechera” (“Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera”) tuvo una distribución de ¡400.000 ejemplares en la primera edición! Se agotaban rápidamente. El censo nacional de ese año arrojó quince millones de personas en la Argentina, lo que permite comprender la magnitud de las ventas.

Hasta 1940, con conjuntos pequeños (dúo, trío y cuarteto) Brunelli descolló en bailes y también en la radio: durante 25 años fue artista exclusivo de Radio Belgrano. Luego, con la orquesta que armó en 1935, fue acomodándose perfectamente al gusto de sus millones de seguidores: marchas brasileñas, cumbias colombianas, música de películas argentinas y de Hollywood, o los nuevos ritmos, como el baión y el swing.

Los autores se peleaban para que Feliciano les grabara un tema. El maestro Mario Clavell le acercó un bolero. Brunelli le dijo que se lo grababa, pero en ritmo de fox trot, ya que era muy lento para el estilo de la orquesta. “Grábelo, como sea, pero grábelo, por favor” fue la respuesta del joven cantante. Contar con una obra ejecutada por Feliciano era el camino directo a la fama y las ganancias por los derechos. Como su música no estaba encasillada ni en el jazz ni en el tango, hoy poco se conoce de quien fue uno de los músicos más populares de nuestro país.

La “Nueva Ola”, música promocionada desde las grabadoras a través de la radio y la incipiente televisión, marcó el fin de su larga trayectoria. En 1966 se retiró y dedicó a atender su famosa casa de música del barrio porteño de Once. Murió en 1981. Cuatro años después, una de sus grabaciones de “Barrilito de cerveza” reverdeció al ser incluida en el cierre de “Esperando la carroza”.