Illia y los cowboys

El presidente Arturo Umberto Illia (a quien vemos saliendo del Congreso el día de la asunción, 12 de octubre de 1963) se quedaba a dormir en la Casa Rosada, de lunes a viernes. Por ese motivo, para despejarse un poco y cambiar de aire, solía salir a caminar a la noche con Eduardo Pompilio, mozo de presidencial, quien narró una curiosa anécdota,

Luego de comer —Illia siempre lo hacía temprano—, tomó con la punta de sus dedos la manga del saco de Pompilio. Esa era su manera de manifestar que llegaba la hora de partir al paseo nocturno. El presidente anunció: “Vamos a ir al cine Avenida. Me dijeron que están dando una película de cowboys que es una maravilla. ¡Dicen que hay como cinco tiros por minuto!”. (Illia, agregamos, tenía predilección por las de cowboys). Cruzaron la Plaza de Mayo y caminaron todas las cuadras de Avenida de Mayo, ya que el cine estaba en la otra punta, casi llegando a la calle Luis Sáenz Peña. Esas dos siluetas tenían algo quijotesco: Illia era flaco y Pompilio “bastante gordito”, según su propia y sincera descripción.

Al cine entraron tarde: ya había empezado. En la oscuridad, el presidente se tropezó con la primera butaca. El mozo cayó sentado en otra. Demasiado ruido. Recibieron chistidos y reprobaciones del público. Para no reincidir, se quedaron sentados ahí, en la última fila. Cuando terminó la vista y se encendieron las luces, dos o tres que salían apurados lo reconocieron. Resultó que el molesto era nada menos que el Presidente de la Nación. En segundos, todo el cine lo aplaudía. Con un gesto simpático respondió a los saludos. La noche había comenzado con abucheos, pero terminó con aplausos.

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Orígenes del zoo porteño

En terrenos del barrio de Palermo que pertenecieron a Juan Manuel Rosas se estableció en 1875 el Parque 3 de Febrero, un pulmón para la ciudad donde además se proyectarían dos jardines, el Botánico y el Zoológico.

El de los animales tuvo como antecedente algunos corrales con ejemplares en la actual avenida del Libertador y Casares, hacia el río. Luego se mudó al espacio que ha venido ocupando hasta ahora. Se inauguró el 30 de octubre de 1888 y su primer director fue Eduardo Ladislao Holmberg.

Durante su gestión, con los escombros de la casona que perteneció a Rosas se construyeron los principales pabellones. Su segundo director, el romano Clemente Onelli, vivía en el propio Zoológico: su casa estaba en Acevedo (hoy República de la India) y Cerviño, pero del lado de adentro del Jardín.

Onelli fue muy popular. Se lo encontraba recorriendo las instalaciones, controlando las actividades, regalando golosinas a los chicos y dando instrucciones a los cuidadores. Decía que los animales eran pensionistas y que era su responsabilidad que la estadía de las bestias fuera adecuada. En la imagen lo vemos alimentando a una jirafa. Entre los muchos textos que ha escrito sobre los animales que cuidaba, se destaca una triste despedida a un oso que partió cargado de años. Este hombre, que una vez trajo una jirafa desde el puerto, atada con una correa como si fuera un perro, convirtió al Jardín Zoológico en una de los principales atractivos de Buenos Aires.

Fue nutriéndose con ejemplares comprados al exterior más donaciones de los locales. Todo aquel que encontrara un reptil, ave, simio o felino curiosos en sus campos, lo llevaba a Onelli como donación para el paseo.

Para quien llegaba a la ciudad, el Zoo de Palermo era una de las visitas imperdibles. El príncipe de Gales (futuro Eduardo VIII que luego abdicaría a la corona británica) lo conoció, pero hubo otro caso que mantuvo a los porteños en vilo. En 1924, el príncipe Humberto de Saboya desapareció durante horas ante la preocupación general. Al final se supo que había ido a recorrer el Jardín Zoológico con su compatriota Onelli.

Otro caso destacable fue el del bailarín ruso Vaslav Nijinsky quien, luego de haber contraído matrimonio en la iglesia de San Miguel, concurrió a pasear al Zoo junto con su flamante esposa. Solía observar los zancudos con el fin de imitar sus movimientos.

A medida que fue creciendo la ciudad, el Jardín Zoológico fue encerrándose y perdió su privilegiado espacio abierto.

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“Mucho me falta para ser un verdadero Padre de la Patria” (Belgrano)

Abandonó una brillante carrera de economista y el alto cargo en el Consulado de Buenos Aires para dirigir ejércitos a pesar de ser un inexperto militar. Aun con un estado de salud deplorable, Manuel Belgrano se mantuvo al frente de las responsabilidades asumidas.

En 1813 recibió un premio de cuarenta mil pesos (un sueldo alto en ese tiempo equivalía a ocho mil 8000 pesos anuales) y lo donó para la dotación de cuatro escuelas. A él le debemos la escarapela, la bandera, los dos triunfos más importantes (Tucumán y Salta) en el actual territorio argentino durante la Guerra de la Independencia y su devoción por la Patria y por su gente. Aquí reunimos quince conceptos del magnífico prócer, Manuel Belgrano:

1. “El miedo sólo sirve para perderlo todo”.

2. “Ni la virtud ni los talentos tienen precio, ni pueden compensarse con dinero sin degradarlos”.

3. “Nuestros patriotas están revestidos de pasiones, y en particular, la de la venganza. Es preciso contenerla y pedir a Dios que la destierre, porque de no, esto es de nunca acabar y jamás veremos la tranquilidad”.

4. “El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al inocente”.

5. “El camino seguro de la libertad es la lucha por la libertad social”.

6. “Fundar escuelas es sembrar en las almas”.

7. “Trabajé siempre para mi patria poniendo voluntad, no incertidumbre; método, no desorden; disciplina, no caos; constancia, no improvisación; firmeza, no blandura; magnanimidad, no condescendencia”.

8. “No es lo mismo vestir el uniforme militar, que serlo”.

9. “La vida es nada si la libertad se pierde”.

10. “No busco el concepto de nadie, sino el de mi propia conciencia, que al fin es con la que vivo en todos los instantes y no quiero que me remuerda”.

11. “Mucho me falta para ser un verdadero Padre de la Patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.

12. “Lo que creyere justo lo he de hacer, sin consideraciones ni respetos a nadie”.

13. “Parece que la injusticia tiene en nosotros más abrigo que la justicia. Pero yo me río, y sigo mi camino”.

14. “Renuncio a mi sueldo de vocal de la Primera Junta de Gobierno porque mis principios así me lo exigen”.

15. “Un pueblo culto nunca puede ser esclavizado”.

Al morir Belgrano, por falta de dinero, su lápida se hizo con el mármol de la cómoda de uno de sus hermanos.

La reconstrucción del rostro de Güemes

Martín Miguel Juan de la Mata de Güemes Montero Goyechea y la Corte nunca fue retratado. La prematura muerte del prócer salteño, a los 36 años, nos privó de contar con una imagen real para la posteridad.

Entonces, ¿de dónde provienen los retratos que conocemos? Derivan de las narraciones más o menos imprecisas de los contemporáneos del héroe. Bernardo Frias, primer biógrafo de Güemes, recaudó información consultando a compañeros y amigos. Así pudo saber que cuando era niño cayó del caballo y el golpe le dejó una cicatriz en el párpado derecho. Por su`parte, Dionisio Puch, cuñado del general muerto en acción en tiempos de la Guerra por la independencia nacional, dijo que “su mirada expresaba la firmeza del guerrero y la benevolencia del filósofo”.

Gracias a las descripciones, puede concluirse que Güemes era alto, superando el metro ochenta, de cabellera abundante y ondulada, frente espaciosa y nariz recta, perfil delicado, ojos almendrados y una barba abundante que cuadraba con el rostro.

Pero cuando se decidió contar con una imagen oficial, lo que definió el enigma fue un daguerrotipo de su hijo, Martín del Milagro Güemes Puch (a quien vemos en el óleo de la derecha). Su mujer -y además prima-, Adela Güemes Nadal aseguraba que su marido era muy parecido a su suegro. Algunos paisanos que conocieron al caudillo confirmaron su versión.

La imagen del patriota, casi de cuerpo entero, fue realizada por Eduardo Schiaffino en el año 1902, ochenta y un años después de su muerte. Schiaffino compuso el rostro basándose en los relatos recopilados por Frías y en la imagen del hijo parecido. Pero además reunió a tres nietos del héroe gaucho quienes posaron para el artista. De cada nieto tomó un detalle: la frente de uno, la nariz y boca del siguiente, y la barbilla y orejas del otro.

Este retrato del caudillo se encuentra en el Museo de Bellas Artes de la provincia de Salta.

Brown y el entierro de dinero en 1812

En el desolado camino –hoy avenida Quintana– que unía la Recoleta con la parte poblada de la ciudad de Buenos Aires, en la noche del 14 de abril de 1812, una partida celadora comandada por el capitán Juan José Ferrer detuvo a tres sujetos que evidenciaban conductas sospechosas. El trío estaba conformado por:

Un inglés alto y pelirrojo, ataviado con un poncho pampa, un joven criollo de condición humilde y un moreno aún más pobre.

Nada inocente podría estar haciendo el grupo en la Calle Larga (Quintana, de 400 metros, iba desde las actuales Libertad hasta Callao sin ser cruzada por ninguna otra calle) a partir de las ocho, cuando el sol se había puesto y la oscuridad ofrecía amparo.

La partida celadora los detuvo. El inglés del poncho protestó por dos motivos: era súbdito británico y, además, no había hecho nada malo. Sin embargo, su inocencia estaba muy en duda. En cuanto al criollito y al negro, su único delito era haber obedecido a su amo. ¿Qué habían hecho estos tres hombres? Sepultar un tesoro junto a unos sauces.

Tanto los empleados como el inglés – Irlandés en realidad – fueron alojados en el Cuartel del Regimiento de Patricios, en la Manzana de la Luces. El enigmático sepulturero era Guillermo Brown, de 25 años, comerciante en ese entonces, y futuro almirante y prócer de las fuerzas navales de la Patria.

Todo el día 15 estuvo en la prisión del cuartel. El 16 le escribió al cónsul. capitán británico Peter Green: “Como vasallo de Su Majestad Británica me tomo la libertad de dar parte a usted que entre las 7 y 8 de la tarde del 14 del corriente, estando en el camino que tira de la Recoleta a la ciudad, sin armas ni nada con que defenderme, un oficial con su partida me hicieron prisionero y me condujeron a la cárcel de donde escribo ésta (…). El motivo que me instaba pasar por este destino era el entierro de unos quinientos pesos, que había mandado por mi criado y un negro, y que iba a efectuar en algún lugar seguro de la playa por el camino de San Isidro, para quedar allí hasta que se me presentara la oportunidad de un buque mercante que los condujera a mi mujer y familia en Inglaterra, a fin de que participara conmigo una parte de lo que con tanto trabajo he ganado”.

¿Era delito sepultar dinero? No. Hasta era habitual hacerlo: la gente no guardaba sus valores en el colchón, sino que los enterraba. Pero se presumía que quién lo hacía en la costa quedaba a la espera de una noche propicia para embarcarlo. Cuando las condiciones del tiempo lo permitieran (baja visibilidad y aguas calmas) era desenterrado y cargado a un bote que lo transportara hasta un buque, salteando los controles de la Aduana.

Cabe preguntarse por qué no guardaba uno el dinero en su casa y lo transportaba al bote en la noche ideal. Eran varios los motivos. Uno de ellos, la seguridad. Brown había terminado un negocio nada fuera de lo común (llevaba mercadería a Chile en un barco que se averió y terminó cruzando los Andes con mulas cargadas). A Buenos Aires regresó con buena cantidad de dinero. Él no vivía en una casa propia, sino en la Fonda de los Tres Reyes. Estaba muy expuesto a que le robaran la recaudación. Debe notarse qué, según declaró, él no llevaba el dinero, sino que lo había pasado al criado y al negro para que lo transportaran. Era una manera de proteger sus ahorros, porque si lo asaltaban en el camino, sólo a él lo revisarían.

Ese tipo de depósito era común y se denominaba entierro o tapado.

El capitán Green logró convencer a las autoridades de que el irlandés había actuado con desconocimiento de las normas aduaneras y que en todo caso su idea era pagar el viaje a su familia para que se radicaran en Buenos Aires. Fue liberado bajo promesa de que no volvería a hacerlo.

¿Cómo fue el 25 de mayo de 1810?

En las primeras horas de la madrugada, algunos patriotas se dirigieron a la casa del síndico Leiva para anunciarle que Saavedra y Castelli renunciaban a la flamante junta que presidía Cisneros. El amanecer del 25 frío y lluvioso no invitaba a salir a la calle. Sin embargo, los capitulares acudieron al edificio del Cabildo bien temprano y se encerraron en la planta alta.

A las 9:30 consultaron a los jefes militares: no respaldarían el sostenimiento del virrey. Mientras tanto, hombres dirigidos por French ocupaban sectores de la plaza de la Victoria, entre el Cabildo y la Recova. Saavedra y Beruti ingresaron a entrevistarse con los cabildantes y les entregaron la lista con los nueve nombres que debían conformar la nueva Junta.

El Alcalde Juan José Lezica les agradeció el listado y dijo que sería tratado por el cuerpo capitular. La puerta se cerró. Era tiempo de esperar. Muchos de los postulados para gobernantes se reunieron en la casona de Azcuénaga, frente a la Recova, en las actuales Rivadavia y Reconquista.

El hermetismo en la sala de reuniones, el frío mediodía y la lluvia atentaron contra la paciencia de los hombres. Desde la Plaza gritaban: “¡El pueblo quiere saber lo que se trata!”, intentando apurarlos. French arrimó al Cabildo varias hojas con firmas de vecinos que reclamaban la instalación de la Junta y aclaró en términos nada confusos que el tiempo de las decisiones se agotaba.

A las tres de la tarde, Saavedra, Paso, Moreno, Alberti, Azcuénaga, Belgrano, Castelli, Larrea y Matheu se hincaron frente al crucifijo y juraron “desempeñar legalmente el cargo”. Fue el acta de defunción del virreinato, el gobierno patrio había nacido.

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¿Qué pasó el 24 de mayo?

El voto de los asistentes al Cabildo Abierto del 22 había sido contundente: el virrey debía cesar en el mando. Pero los funcionarios querían mantenerlo. Resolvieron encontrar cuatro aceptables integrantes para completar una junta que presidiría el (no tan) depuesto virrey. La cuidada elección recayó en tres criollos (Saavedra, Castelli y el sacerdote Juan Nepomuceno Solá) más el español José Santos Inchaurregui.

A las tres de la tarde los cinco integrantes de aquella primera Primera Junta se arrodillaron frente al crucifijo, en el piso superior del Cabildo, y juraron fidelidad al rey. Cisneros dijo palabras de rigor y, una vez concluida la ceremonia, el flamante quinteto se dirigió al fuerte, su sede de gobierno. Los capitulares se abrazaron: aun frente al avasallador resultado electoral del Cabildo Abierto, el virrey seguía a la cabeza.

Los promotores de la Revolución, en cambio, no celebraron. Esa noche, Saavedra y Castelli fueron increpados en la casa de Rodríguez Peña. Dos decisiones fundamentales se tomaron esa madrugada: los vocales renunciarían al amanecer y se presionaría al Cabildo para que aceptara la creación de una nueva Junta. Estaría integrada por un presidente y ocho vocales; dos de ellos, vocales secretarios.

La idea de un gobierno de nueve hombres fue de dos de los participantes en esa reunión secreta: el sacerdote Manuel Alberti y su amigo, el comerciante catalán Domingo Matheu.

Con la lista definida en aquella casa, partieron con sigilo a sus casas. Los esperaba una complicada jornada el viernes.

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Los 100 años de la Torre porteña

El 6 de mayo de 1910, cuando la comitiva británica se aprestaba para viajar a la Argentina con motivo del centenario de la Revolución de Mayo, murió el rey Eduardo VII. Por el luto, la nación inglesa no participó de las actividades en Buenos Aires. Hubo que suspender uno de los principales actos: el 24 de mayo iba a colocarse frente a la estación Retiro la piedra fundamental del monumento que nos regalaba la colectividad inglesa en el país, una columna conmemorativa.

La ceremonia suspendida tuvo lugar a fines de 1910. A esa altura, la columna había quedado en el camino porque en el concurso de maquetas se eligió el proyecto del arquitecto sir Ambrose Macdonald Poynter: una magnífica torre con un reloj que replicaba, a menor escala, el del Big Ben de Londres.

La construcción se retrasó debido a la Primera Guerra Mundial. Se completó a comienzos de 1916 y se resolvió inaugurarla el 24 de mayo, día en que los británicos festejaban el Empire Day (Día del Imperio). Lo celebraron con un almuerzo en el Plaza Hotel, en Plaza San Martín. A las tres de la tarde, encabezados por el ministro plenipotenciario Reginald Tower -curiosamente su apellido significa “torre” en inglés-, bajaron la barranca y acudieron a la Plaza Britania (recibió ese nombre en 1914), donde los aguardaban el vicepresidente (en ejercicio de la presidencia) Victorino de la Plaza y el intendente Arturo Gramajo. Los discursos fueron en el interior de la torre.

Durante veinte años, hasta que se construyó el obelisco, la Torre de los Ingleses fue el símbolo de Buenos Aires. Incluso sus agujas marcaron durante un tiempo la hora oficial de la ciudad.

Como curiosidad agregamos que durante la convalecencia del presidente Roberto M. Ortiz, cuya residencia se encontraba en Suipacha y Santa Fe, a pocas cuadras de la torre, se resolvió que un empleado concurriera por la noche para impedir que las campanas sonaran y de esta manera permitir que el presidente descansara mejor.

Durante el conflicto de Malvinas, precisamente el 24 de mayo de 1982 (es decir, en el día de su aniversario), se decretó que la plaza pasara a llamarse Fuerza Aérea Argentina. En cuanto a la torre, recibió la denominación de Monumental. Poco tiempo después, sufrió un atentado. Los destrozos continúan siendo restaurados mientras la centenaria torre se mantiene en pie marcándole, con ritmo pausado, las horas a su ciudad.

Qué pasó el 22 de mayo de 1810

El Cabildo comenzó a poblarse a partir de las ocho de la mañana. Asistieron 251 vecinos de los 450 que habían sido convocados. Entre los ausentes habría que considerar a algunos que fueron disuadidos de concurrir cuando ya estaban en las cercanías del edificio. El inicio de la reunión se demoró porque tres asistentes plantearon la nulidad de la asamblea por falta de quórum. El reclamo no prosperó.

La imagen de una reunión muy formal y organizada que conocimos a través de las láminas escolares se contrapone al contenido de las cartas y relaciones que fueron escritas en los días posteriores. En el gran salón improvisado en el largo balcón (se usaron tapices para cerrarlo y protegerlos del frío y los curiosos) hubo empujones, gritos y hasta insultos para algún orador poco convincente. La ovación de la jornada fue para la propuesta de un español: el general Pascual Ruiz Huidobro planteó que el virrey Cisneros debía renunciar de inmediato.

Los discursos secaron las gargantas y fue necesario ir en busca de provisiones. Diez botellas del básico vino de carlón, seis botellones del buen tinto de Cádiz, más chocolate caliente y bizcochos sirvieron como refrigerio a los hombres que tomaban, además de una copita, graves decisiones.

Se resolvió que cada uno emitiría su voto en voz alta, dando todas las razones que considerase. Fue un desfile interminable de votos escuetos y exposiciones sobrecargadas. También se encargó comida al fondero Andrés Berdial, por lo tanto, el martes 22 de mayo tuvo lugar el primer delivery de nuestra historia patria.

Un detalle: el gobierno le pagó dieciocho pesos a quienes hicieron trámites de cafetería durante la maratónica sesión y además cuidaron un par de galeras que, por el frío, habían sido utilizadas para desplazarse. Fue el primer antecedente de los trapitos.

El Cabildo Abierto terminó a la medianoche, cuando se emitió el último de los votos. Los capitulares volverían a reunirse al día siguiente para el escrutinio que definiría la continuidad del virrey o su destitución.

Qué pasó el 21 de mayo de 1810

España estaba invadida por los franceses y en Buenos Aires se discutía la legitimidad del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros (ver imagen). El gobernante no estaba dispuesto a escuchar reclamos. Sin embargo, el lunes 21 de mayo, al cerciorarse de que Saavedra (jefe del Regimiento mayor, el de Patricios) no lo apoyaba, el virrey dio autorización para que se organizara el Cabildo Abierto (es decir, la clásica reunión de los funcionarios más la participación extraordinaria de los principales vecinos de Buenos Aires).

Se imprimieron 450 invitaciones y se entregaron a 50 celadores que se ocuparon de repartirlas. Cada uno de los improvisados carteros cobró un peso por su tarea. También pegaron los bandos en las esquinas, un trabajo que hacían con gran destreza, sin desmontar.

 

Además, se contrataron carretas para transportar bancos de la Catedral y de las iglesias de Santo Domingo, San Francisco y la Merced. De esta manera resolvían el problema de la cantidad de vecinos que acudirían al día siguiente. Para reunir los escaños se hicieron doce viajes a las cuatro iglesias.

Por la cantidad de gente fue necesario acondicionar el balcón mediante lonas y tapices que cerraran el lugar para disimular el frío de mayo, y darle privacidad de la reunión.

No descuidaron la iluminación. Por lo general, el Cabildo sesionaba a la luz del día y en todo caso, con un par de velas se resolvía el problema. Pero esta vez serían varias horas de debate. Se envío por una provisión importante de velas e hilo.

Mientras tanto, ese lunes, en la casa de Nicolás y Casilda Rodríguez Peña, situada en las actuales Suipacha y Bartolomé Mitre, los patriotas Castelli, Vieytes, Belgrano, Saavedra y varios más debatían una estrategia a seguir en la Asamblea del martes 22.

La reunión terminó después de la medianoche. Amparados por la oscuridad, partieron cada uno rumbo a su casa. Se reencontrarían a partir de las ocho de la mañana en el Cabildo Abierto.

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