Las Heras: “Traigan vino”

En enero de 1817, el Ejército de los Andes cruzó la cordillera por seis pasos. Las dos columnas principales fueron las que condujeron el coronel Juan Gregorio de Las Heras (por el de Uspallata) y el general Miguel Estanislao Soler (por el de Los Patos), acompañado por San Martín, quien marchaba a retaguardia.

Antes de alcanzar el territorio chileno, los libertadores sostuvieron un par de enfrentamientos con los realistas. El 24 de enero, en Picheuta (Mendoza), los valientes de Las Heras vencieron a una avanzada enemiga. Al día siguiente, el mismo grupo atacó con éxito a enemigos que se habían situado en Potrerillos. Los hombres de Las Heras volvieron a entrar en acción el 4 de febrero en Guardia Vieja. Pero, a diferencia de los sucesos anteriores, en esta nueva contienda ya habían atravesado las altas cumbres y se encontraban en territorio chileno.

Guardia Vieja, el primer puesto custodiado en el camino a Chile, fue tomado por asalto. Los patriotas, encabezados por el teniente Román Deheza y el mayor Enrique Martínez  atacaron la guardia con 150 fusileros y treinta granaderos. Veinticinco de los cien realistas murieron, mientras que 43 fueron hechos prisioneros. El resto huyó (según la versión patriota) o logró escapar (de acuerdo con el parte de los realistas). Los patriotas no tuvieron bajas.

Enterado del éxito de su avanzada, Las Heras le escribió a fray Luis Beltrán, quien esperaba al borde de la cordillera mendocina para iniciar el trayecto. Esta fue, entonces, la primera comunicación que cruzó los Andes con información bélica. Era un parte militar acompañado de una esquela que decía: “Lea usted, carajo, emborráchese y escriba a [la ciudad de] Mendoza. Mándeme víveres, siquiera 10 o 12 cargas de charqui y alguna harina, que necesito para los prisioneros. Estoy sin mulas porque con el trabajo se caen flacas. Y si hay vino, también quiere. Heras”.

Esta pequeña pero sentida esquela fue leída con emoción patriótica y celebrada en la plaza de la ciudad de Mendoza. No era para menos: los logros del Ejército que comandó San Martin se debieron, en gran medida, al esfuerzo descomunal de los gloriosos pueblos cuyanos.

Los músicos del cruce de los Andes

Tres semanas después de que en Tucumán declararan la Independencia, se daba la denominación de Ejército de los Andes a los escuadrones que adiestraba San Martín en Mendoza. Hasta ese momento, se había llamado Ejército de Cuyo. En poco tiempo, uno de los batallones, el glorioso número 11, se convirtió en el primero que tuvo banda musical.

Fue gracias al aporte del hacendado mendocino Rafael Vargas, quien a veces llamaba algo la atención con sus excentricidades. Fue quien introdujo el primer coche de lujo en Mendoza (en realidad fueron dos) y se distinguía por su refinado gusto para adornar su casa.

En 1810 se encargó de importar instrumentos de viento de Bélgica y envió a dieciséis de sus esclavos a Buenos Aires, donde tomaron clases en la Academia de Música Instrumental del maestro español Víctor de la Prada. Después de cuatro años, cuando ya tenían una base suficiente, regresaron a la ciudad de Mendoza con su amo, quien los llevaba a tocar a la iglesia y otros actos públicos.

Una vez que se formó el Ejército de los Andes, Rafael Vargas mandó a hacerles uniformes y donó la banda musical al Batallón 11 que marchó en la columna de Las Heras, por el paso de Uspallata. Con su talento natural, los dieciséis músicos negros le pusieron ritmo marcial a la epopeya de los Andes.

¿Por qué el ombú es el árbol nacional?

Cada comarca en la tierra
tiene un rasgo prominente:
el Brasil su sol ardiente,
minas de plata el Perú.
Montevideo su cerro,
Buenos Aires, patria hermosa,
tiene la pampa grandiosa,
la pampa tiene el ombú.

Con esta poesía de Luis Lorenzo Domínguez, que muchos memorizamos en la escuela, el diario La Razón informó, en diciembre de 1927, los resultados de su encuesta para identificar “el árbol patrio”. Ganó el ombú, con 14.670 votos, aunque ya en ese tiempo generó discusiones. Se planteó que más que árbol es una hierba, que no es autóctono de la pampa argentina y que la distinción debería pasar al caldén, más presente en la zona de la provincia de La Pampa (el ombú, aclaremos, arraigó en toda la región pampeana).

Cosas de las elecciones y del corazón. Durante alrededor de dos meses votaron casi 30.000 chicos. La encuesta se dirigía a ellos, aunque se nota en las respuestas que, muchas veces, escribían los padres, abuelos y hasta los maestros. El escrutinio final arrojó los siguientes resultados:

Ombú: 14.670 votos
Pino: 3.160
Laurel: 2.150.
Ceibo: 2.100
Algarrobo: 1.430

Los demás árboles que recibieron votos fueron: quebracho (570), tala (440), sauce (430), vasco (353, ¿será el retoño del roble de Guernica que había en Buenos Aires?), ñandubay (350), espinillo (300), caldén (290), olivo (240), yerba mate, naranjo y tipa con 200; luego, con números más modestos: palmera y aromo (111), pacará (109), álamo (107), lapacho (106), ciprés, chamiar, eucalipto, urunday, sombra de toro y ubajay (100); araucaria, palo borracho y gualeguay (40); guayacán y cedro (20); paraíso (18), abedul (17), higuera (15), plátano, jacarandá, piquillín (11), magnolia y mistol (10), roble (5) y nogal (3).

Un verdadero muestrario arbóreo de nuestro país. Aunque no era necesario, mucha gente enviaba junto con el cupón la justificación de su voto. Algunos la basaban en la belleza, la densidad de su sombra, la relación con el gaucho y su descanso, y hasta razones históricas, como una joven llamada Ruth Castro Correa, quien recordó algunos ombúes históricos: los de Santos Lugares en los campos de Rosas; el ombú donde descansó el virrey de Sobremonte en su huida a Córdoba, ubicado en la quinta de Zamudio en San Fernando; el de Perdriel, donde se reunieron grupos armados dispersos para defender la ciudad de Buenos Aires en la primera Invasión Inglesa (1806); y el ombú de la Esperanza, en San Isidro, donde los generales Guido, San Martín y Pueyrredon se propusieron independizar a las Provincias Unidas del Río de la Plata.

¿Habrán influido los versos de Luis Domínguez en la elección de los chicos? Sin dudas. Los escribió en 1843, cuando tenía 24 años. El poema, del cual hemos publicado solo un fragmento, le permitió ganar un concurso literario.

Camino a cumplir noventa años con la cucarda de árbol patrio, celebramos la imponente presencia del ombú en la soledad de la llanura, en la vida rural y en la literatura gauchesca.

Reyes Magos en la Publicidad

Aquí, un sencillo paseo por la historia de Melchor, Gaspar y Baltasar en la historia de los avisos en ola Argentina.

1) Una revelación inesperada de la carga de los Magos, Ginebra Kamp, 1913.

2) Locomotoras de lata fuerte, muñecas con cabeza de porcelana, caballos de papel maché… lejos de los juegos electrónicos, 1917.

3) No alcanzaba con el largo listado, ni con los dibujos: había que ir a Florida y Cangallo, 1918.

4) Bicicletas “triple camello” para la realeza “progre”, 1925.

5) ¿Un viajecito a Orlando? No, con Retiro alcanza para pasarla en familia, 1926.

6) Haciéndole un favor a los Reyes Magos, no se hacen gastos inoportunos, 1930.

7) Para Magos con un poquito de atraso, Avelino Cabezas está en oferta y, además, abre el 6 por la mañana, 1933.

8) Fragancias distinguidas. Para el zapato de la dama y del caballero, 1936.

9) Cuando el 6 de enero tenía un tono más familiar… y cervecero, 1936.

10) Un clásico ya frente al Obelisco y con varias sucursales. ¡Joya!, 1941

11) Se lo merecen: había que andar vaya a saber cuántos días en el desierto y con las bolsas cargadas para millones de chicos. ¡Salud!, 1941.

12) Hoy no tienen nada de bulevares, pero en su época de esplendor estas avenidas lucían tan lindas como las roscas de la esquina, 1944.

13) “Llegaron ya los Reyes y eran … ¡cuatro!”. Nada mejor que este milagro monárquico suceda en “Jesús María”, 1973.

Buen humor, variedad de posibilidades, regalos para todas las edades, lo cierto es que la mágica noche de Reyes sirvió, sirve y servirá para lucimientos publicitarios.

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Los nombres de nuestras playas

Miramar, Ostende, Santa Clara del Mar, Claromecó. ¿De dónde surgen los nombres de nuestras playas? Aquí, un breve repaso.

San Bernardo era el nombre de la estancia de Enrique Duhau, propietario de aquellas tierras.

Santa Teresita: Enrique Duhau casó con Teresa Lacroze, sobrina de Federico y Julio (propulsores del tranvía en la ciudad de Buenos Aires). En el límite de la estancia San Bernardo existía un almacén bautizado Santa Teresa en honor a la señora de Duhau. Luego, al crearse un nuevo balneario, los fundadores pensaron llamarlo como al almacén, pero optaron por el diminutivo, Santa Teresita.

La Lucila del Mar: Suele repetirse que su nombre se debe a Lucila, hija de Andrés Zapateiro, quien compró una parte del campo a Duhau. Sin embargo, el lucilense Carlos Abruzzese ha refutado la historia con un argumento simple: Lucila Zapateiro nació unos diez años después que surgiera el balneario. El nombre de La Lucila proviene de la localidad homónima, en el partido de Vicente López, de donde provenían compradores de los primeros lotes. El “del Mar” se agregó más adelante. ¿Y aquella Lucila que inspiró a la localidad en Olivos? Era la propietaria de las tierras y de una espléndida casona: Lucila Anchorena de Urquiza.

Mar del Plata: Si bien es evidente que no evoca a ninguna personalidad, es curioso anotar que fue sugerido por su fundador, Patricio Peralta Ramos. Pero en el debate parlamentario en que se trataba la fundación, el senador bonaerense Carlos Ortiz de Rozas manifestó que le parecía ridículo que una porción de tierra llevara la palabra Mar en su nombre.

Miramar: A través de un telegrama, José María Dupuy le propuso a su cuñado Fortunato de la Plaza, propietario de las tierras que se lotearían, el nombre Mira Mar. En el mismo mensaje daba las opciones de Rómulo Otamendi, asociado al emprendimiento. Las sugerencias de Otamendi eran Trouville o Gijón. De la Plaza optó por Mira Mar.

Santa Clara del Mar: Recibió el nombre por Clara Anchorena de Uribelarrea, quien fuera titular del campo de cuatrocientas hectáreas que contenía esas playas.

Pinamar: Cuando Valeria Guerrero y Jorge Bunge resolvieron asociarse en el proyecto del balneario lo llamaron Pinamar por la abundancia de coníferas junto a la playa. Pero nunca se aclaró quién de los dos creó el nombre.

Ostende: Fue fundado por el francés Jean Marie Boure y los belgas Fernando Robette y Agustín Poli, quienes lo bautizaron con el nombre del balneario homónimo en Bélgica.

Valeria del Mar: Lo propuso la mencionada Valeria Guerrero, tía de la célebre Felicitas. Pero no por ella, sino por su abuela homónima, Valeria Cueto de Cárdenas.

Cariló: Mantuvo la denominación mapuche. Significa “médano verde”.

Villa Gesell: La historia del balneario parte del impulso de Carlos Gesell, lo que despeja cualquier duda. Pero no está de más agregar que el emprendedor se llamaba Carlos Idaho Gesell. El extraño segundo nombre se lo pusieron por un tío que, en vez de probar suerte en nuestra tierra, se dirigió al norte, a los Estados Unidos, y se instaló en el estado de Idaho.

Claromecó, el balneario vecino a la ciudad de Tres Arroyos, también lleva nombre mapuche. Su significado, sobre el cual los especialistas aún no han arribado a un acuerdo, es “tres arroyos” o “tres arroyos con junquillos”.

San Clemente del Tuyú forma parte de una combinación. Su historia se relaciona con la expedición al sur que en 1604 llevó adelante el gobernador de Buenos Aires, Hernando Arias de Saavedra, más conocido como Hernandarias. El grupo de guaraníes que lo acompañó denominaba a estas playas Tuyú, que en su lengua significa barro o charco (ajó es un término emparentado, ya que define a lo blando). Pasaron ciento cuarenta años. En 1744, el misionero jesuita José Cardiel partió a recorrer la Patagonia. A punto de ahogarse en la zona del Tuyú, imploró a San Clemente (cuyo martirio consistió en ser arrojado al mar atado a un ancla). Salvó su vida porque un baqueano lo rescató. Agradecido -al santo- bautizó las aguas con el nombre del mártir.

El tesoro viajero

Sombrero ranchero y traje claro. Ese parecía ser el uniforme de los señores que se movían al ritmo del último domingo de la primavera de 1927. Domingo 19 de diciembre. Esa tardecita, Eduardo Cipollina bajó del taxi en Florida y Tucumán, en la puerta del distinguido edificio del Jockey Club.

El hombre había viajado desde el Hipódromo Argentino de Palermo (era el concesionario del restaurante), llevando un portafolio que no olvidó bajar cuando el automóvil se detuvo en el destino. Apoyó el maletín en el estribo del coche, del lado de la vereda, se acercó a la ventanilla del chofer -recordemos que en ese tiempo se manejaba a la inglesa-, tomó dinero de su saco y le pagó el importe que marcaba el aparato medidor (denominado taxímetro).

Acto seguido, Cipollina entró al Jockey, mientras que el portafolio, con 10 mil pesos, partía apoyado en el estribo del automóvil. El taxista no advirtió que transportaba la valiosa carga. Cuando el empresario gastronómico salió a la calle en persecución del coche, ya era tarde.

Diez mil pesos era una cifra considerable. Quince días en Mar del Plata, en diciembre, con pasajes de tren ida y vuelta en primera clase y hotel de pensión completa, costaban $150. Un traje en Harrods, $70. Un sombrero ranchero, bien a la moda, $6. Con los diez mil pesos de la valija, uno podía comprarse siete hectáreas en la localidad de Morón. Un juego de cama completo (como el que vemos en el aviso) se pagaba $800. Los zapatos de hombre, tenían un valor aproximado de $15, similar precio que las botas de mujer. ¿Un cero kilómetro? Entre dos mil quinientos y cuatro mil quinientos pesos. Sin duda, el maletín contenía un tesoro más que atractivo. Y viajaba en el estribo de un auto cuyo valor era menor que el de su inesperada carga.

Sin nuevos pasajeros, el taxista se alejó del centro. Poco después de las ocho de una noche que comenzaba a asomar, el auto pasó por la esquina de Gaona (hoy Ángel Gallardo) e Hidalgo. El maletín de Cipollina cayó en la avenida, a metros de Antonio Sigimbosco (13 años), estudiante primario que trabajaba de canillita para costearse los estudios. El chico soltó los diarios, tomó el portafolio y empezó a correr. ¿En dirección a su casa por la calle Hidalgo? No, por Gaona, persiguiendo al taxi. Agotado por no poder alcanzarlo, frenó para descansar. Abrió el maletín, vio todos esos billetes, lo cerró y comenzó a correr. ¿Al taxi? No. ¿A su casa? Tampoco. Antonio salió disparado hacia la comisaría 11ª para contar lo que había ocurrido y entregarlo.

A través de una comunicación interna por telégrafo, las comisarías tomaron nota del hallazgo. El preocupado dueño del tesoro había denunciado la pérdida en la 1ª y desde allí le avisaron que había aparecido. A la medianoche ingresó a la comisaría 11ª, que en ese tiempo estaba frente al Parque Centenario. Recuperó la valija y agradeció a Antonio, hermano de Ofelia e hijo de Catalina, a quienes vemos en la foto junto al canillita. Cipollina le entregó su tarjeta personal y le pidió que fuera a verlo al Jockey Club, donde todo había empezado.

El lunes por la tarde, el joven acudió a la cita. Cipollina le dio un sobre con quinientos pesos en señal de agradecimiento. Por otra parte, las autoridades del Jockey Club le ofrecieron trabajo como ayudante del portero. Aclaremos que en aquel tiempo era habitual, y no estaba mal visto, sino todo lo contrario, que los niños trabajaran. Sigimbosco aceptó encantado.

La historia fue reproducida en los diarios de la época. También en la revista Billiken, quien lo premió con un reloj más una cadena de oro, y destacó su “ejemplar honradez”. A casi noventa años de aquellas jornadas, evocamos a Antonio Sigimbosco, el canillita que tuvo un tesoro en sus manos y lo devolvió.

Adiós, don Enrique

Enrique Mario Mayochi, maestro, periodista, historiador, se fue en la madrugada. Tenía 88 años. Consagró su vida al conocimiento de nuestra historia, sabio divulgador de las vidas de José de San Martín y Manuel Belgrano. Admirado por sus investigaciones sobre la ciudad de Buenos Aires. Recordado columnista del diario La Nación, donde también actuó como jefe del Archivo, editor de Cultura y Educación y pro secretario de Redacción. Se jubiló luego de 35 años ejerciendo el periodismo en este diario. Escritor de libros magníficos, entre ellos, la Historia del barrio de BelgranoPresencia de José Hernández en el periodismo argentino.

Miembro de varias academias: Nacional Sanmartiniana, Nacional de Periodismo, de Historia de la Ciudad de Buenos Aires, y de Ciencias y Artes de San Isidro. Fue presidente de la Junta de Historia Eclesiástica Argentina. Participó en los institutos nacionales Belgraniano, Browniano y Argentino de Estudios Artiguistas. También presidió la Junta de Estudios Históricos del barrio porteño de Belgrano.

Antes de haber sumado todos esos galardones y muchos premios y distinciones culturales, fue Maestro Normal Nacional, Profesor en Letras y Director de la Escuela Nacional de Comercio Nº 8. Llevaba a los estudiantes en subte charter (porque los vagones se poblaban exclusivamente de los los chicos de la escuela) a recorrer la Plaza de Mayo y sus alrededores.

Lector, voraz, dedicaba la mañana al diario y luego pasaba a los libros. En menos de dos días, leía una obra de unas doscientas cincuenta páginas. Poseía una memoria envidiable. Y una generosidad inmensa. Quienes tuvimos el orgullo de tratarlo, hemos recibido lecciones inolvidables. Su lucidez, durante las charlas sobre temas de historia y política, causaba admiración. Bastaba hacer una nimia consulta y él reaccionaba con el mejor maestro. Nos ofrecía detalles y señalaba su cargada biblioteca, diciendo: “Traiga aquel libro, el tercero de la segundo estante”. Con el ejemplar en sus manos, como un mago lo abría en la página que deseaba buscar, tocaba un párrafo y, con una sonrisa, nos lo pasaba, mientras aclaraba: “Lea, ahí está la respuesta que busca”.

Vivió en la calle 11 de Septiembre, en el corazón del barrio de Belgrano. Y aún vivirá en sus libros y en la memoria de quienes lo conocimos y lo abrazamos, agradeciéndole, genial maestro, todo lo que nos ofreció. Un abrazo, don Enrique.

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15 consejos para ir a bailar en 1945

En 1938, Editorial Sopena Argentina inició la colección denominada: “Biblioteca de la Mujer Moderna”. Uno de los libros se llamó “Nuevas normas sociales” y contenía: “Reglas de educación. Cómo comportarse en los acontecimientos íntimos. La vida social y sus obligaciones. Normas para cada uno de los miembros de la familia. Consejos morales”.

Tuvo muy buena repercusión y en octubre de 1945 se lanzó una tercera edición con algunas modificaciones post Guerra Mundial. En este caso, conoceremos cómo había que  manejarse en los bailes que, según el manual, “son las reuniones que permiten con mayor frecuencia los conocimientos ocasionales”. Los consejos son los siguientes:

1. La conducta más lógica en toda reunión, con respecto al hombre, consiste en que atienda más a las otras damas, casadas o solteras, que a su propia esposa, cuya atención queda liberada a otro caballero, con lo cual todos colaboran recíprocamente a la mayor animación de la fiesta. En consecuencia, los esposos no deben bailar juntos con mucha frecuencia, pues tal comportamiento sería incorrecto, por infringir las leyes de la sociabilidad.

2. Por lo demás, para evitar ese exclusivismo, la dama casada bailará con todos, al igual que las solteras, aunque eligiendo bien sus compañeros, salvo que poderosos motivos la decidieran a no acceder a la invitación de una persona determinada. Su mayor preocupación consistirá, por otra parte, en no exponerse demasiado a los comentarios alardeando de su belleza o de su coquetería.

3. Todo caballero se halla autorizado a dejar a su ocasional compañera de baile, por un rato, si ha de cumplir un compromiso con otra dama.

4. Una dama invitada a bailar por un caballero que no ha sido presentado, si éste no le agrada como compañero, puede eludir el compromiso aduciendo fatiga, malestar o otra causa momentánea, pues negarse sin justificar tal actitud obligaría a abstenerse de danzar en el resto de la reunión para evitar que se sientan heridos los que sufrieron su negativa.

5. Además, al negarse a bailar una pieza, una dama no debe aceptar la invitación de otro caballero, aunque se haya excusado en el cansancio, lo que expresara sonriendo. En tales casos, el caballero no debe insistir para solicitar la siguiente; pero, después de algunas piezas puede invitarla nuevamente y, si nuevamente le es adversa la respuesta, no volverá a hacerlo con esa dama.

6. Constituye un deber de todo invitado sacar a bailar, una vez cuando menos, a la dueña de casa o a una de sus hijas, si a que ella estuviese imposibilitada por su edad.

7. La dama que, equivocada o distraídamente, concediese la misma pieza a dos caballeros, no debe bailarla, pues su acción ofendería ambos o uno de ellos, pues verían lastimado su derecho. En una ocasión de tal naturaleza se pierde sencillamente la pieza, a menos que uno de los favorecidos ceda espontánea y galante mente al segundo la prioridad.

8. Los familiares de los dueños de casa bailan en todo momento con las que sean menos solicitadas. En cuanto a sus hijas, gozan de toda libertad para bailar cuanto apetezcan, aunque sin descuidar la atención que deben a sus amigas.

9. Ninguna joven debe demostrarse demasiado aguda mirando fijamente a su compañero de baile, ni parecer tan tímida que sufran su cultura y su don de gentes. En cambio, puede también acontecer que sea el caballero de una timidez excesiva. En tal caso, tomará la joven la iniciativa de la conversación.

10. Toda demostración de inmoderada coquetería, de escepticismo o indiferencia, o una actitud demasiado arrogante que impida el cambio de palabras con el compañero, son poco correctas y dan margen a que, por el ansia de lucirse o de parecer más elevada, sea una joven juzgada adversamente.

11. En los bailes de grandes proporciones suelen las damas anotar las piezas que conceden. Negar entonces una pieza concedida o transferirla constituye un desaire tan grave como el que cometería el caballero que no se presenta a reclamar la pieza que le fue acordada. Con todo, este último caso puede ser originado por las dificultades que, dado el gran número de parejas, logren impedir al caballero llegar hasta su ocasional compañera, aunque es su deber el prevenir tan embarazosa situación.

12. La joven, por su parte, esperará su llegada, pues si se apresurara a bailar otro podría desayunar al primero, que instantes después no le encontraría a su disposición. Tal conducta podría acreditarse de ligereza en la joven en desmedro de su prestigio y de su buen nombre.

13. No es posible aprobar la costumbre de bailar aunque no se sepa, pues no se va a un baile a hacer el aprendizaje de la danza, lo que es a todos molesto y causa de vergüenza, aunque el hecho de no saber bailar no sea en sí censurable.

14. Soltura, facilidad y sencillez son las cualidades que se deben reunir para desempeñarse airosamente en esta clase de fiestas. Evítese, además, todo paso nuevo o cortado que desoriente a la compañera y quizás la ponga en ridículo. Además se ha de procurar constantemente no pisarla ni molestarla con posturas inconvenientes.

15. Un caballero pasará por alto el pisotón que reciba de una dama, que es en ellas más perdonable; por lo demás, tal accidente le hará comprender el deplorable sentimiento que causaría si fuera él quien lo provocase.

Por lo general, estos manuales eran muy populares y sus consejos se tomaban al pie de la letra. Eran tiempos de grandes orquestas que interpretaban jazz, foxtrot, blues, swing y tango.

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José Gabriel Brochero, el ensillado

El atuendo lujoso lo incomodaba. La lluvia y la nieve no lo frenaban. Evitaba los discursos pocos comprensibles y empujaba a todos hacia el matrimonio. San José Gabriel del Rosario Brochero, el cura gaucho que predicó en las sierras de Córdoba, no pasaba desapercibido. Gracias a la generosidad de Ercilia Ruiz Moreno, reproducimos una semblanza que trazó su abuelo, Isidoro Ruiz Moreno, destacada personalidad de la cultura y la política de la primera mitad del siglo XX. Veamos cómo nos presenta al cura santificado:

“Era un sacerdote original y estimable. Nos conocimos cuando yo desempeñaba el Ministerio de Hacienda, Colonias y Obras Públicas de la Provincia de Córdoba; y me fue presentado y recomendado por el gobernador don José Vicente de Olmos, con quien aquél tenía tan grande amistad que se tuteaban. Fuimos amigos, y cada vez que iba a la capital de la Provincia, llevado por las exigencias de sus obras, me visitaba.

“El día que lo conocí, el gobernador, al presentármelo, me dijo: ‘Este es el famoso cura Brochero, que se lo pasa pidiendo plata. Si se descuida lo va a dejar sin dinero para pagar el presupuesto‘. Y guiñándome un ojo, agregó: ‘Ya le he dicho que se entienda con usted, en la seguridad de que no le va a dar ni medio’. Con esa guiñada el excelente gobernador Olmos me daba carta blanca.

“El cura, entonces, le dijo: ‘Mira, José Vicente, que con esas dádivas se salvarán muchas almas que podrían ir al infierno, como la tuya’. El hecho es que en lugar de los quinientos pesos que pedía para la puerta de la iglesia de Panaholma, le dimos el doble, pues tenía otros trabajos, entre ellos, un asilo en construcción.

“Era el verdadero cura de campaña, sin mayor instrucción, pero con gran conocimiento de las personas y una real intuición de la psicología popular, que utilizaba en el ejercicio de su ministerio. Dotado de una actividad sin límites, dedicó su vida al servicio de sus semejantes, con entusiasmo y abnegación ejemplares. A cualquier hora del día o noche que llamase a su puerta, el necesitado encontraba en la modesta casa de Brochero el auxilio espiritual o la ayuda material que requería. Muchas veces, lloviendo torrencialmente o nevando, salía a altas horas de la noche en su mula para llevar el consuelo de la fe al moribundo. Hizo que se casasen cientos de juntados; generalmente no cobraba derechos, y vivía de una escasa asignación y de la ayuda de sus parroquianos.

“Ocurrente y sutil, a la par manso y enérgico, Brochero se expresaba frecuentemente con estilo propio, un tanto chabacano, que al decir de algunos, exageraba. Entre otras, ha quedado el recuerdo de la imagen de la gracia de Dios, que explicaba a las gentes sencillas diciéndoles –para que lo comprendieran mejor– que podía alcanzar a todos, ‘como cuando una cabra bostea arriba de un horno’.

“Un día llegó a mi despacho muy preocupado y afligido. Me refirió que lo había designado canónigo de la Catedral de Córdoba y que esa tarde le darían la investidura de tal. Lo felicité, pero me manifestó que era demasiado honor para él, que no había podido rehusar, y temía que eso lo obligase a abandonar su curato. Le solicité que volviese después de la ceremonia; y así lo hizo, entrando todo agitado y diciéndome: Ya le dije, mi amigo, que eso no era para mí. Me han ensillado: me pusieron un apero casi completo: cincha, pretal y sobrecincha; no faltaba más que el bozal y las riendas’.”

Al relato de Ruiz Moreno debemos agregar que el legendario cura gaucho renunció al cargo y regresó a su parroquia. Murió en 1914, a la edad de 73 años, atacado por la lepra que se contagió visitando a los enfermos.

El tenis y sus historias

Además de casarse, Enrique VIII tenía otro pasatiempo: el tenis. La palabra tenis -que originalmente fue un juego de la realeza- proviene del grito que se hacía cuando la pelota era lanzada al sacar: “¡Tenez!” (voz de origen francés equivalente a “¡Ahí va!”, “¡Tenga!”). De todas maneras, no se trataba de un grito lanzado por el jugador, sino por el sirviente, quien además tenía que encargarse de lanzar la pelota al campo contrario para iniciar el juego. Ese es el motivo por el cual se le dice “servicio” al saque.

En la Argentina, este deporte empezó a practicarse entre ingleses, en el último cuarto del siglo XIX. La primera referencia corresponde a partidos disputados en el Rosario Cricket Club, en 1877. Cuatro años después, se fundó en Lomas de Zamora (sur del Gran Buenos Aires) el Lomas Cricket and Lawn Tennis Club (lawn significa césped).

En marzo de 1886 se llevó a cabo el primer torneo. Fue en la sede del Buenos Aires Cricket Club (estaba en Palermo, donde hoy se encuentra el Planetario). A esa altura, ya había tenistas en las provincias de Córdoba y Tucumán. En 1889 se creó el Quilmes Lawn Tennis Club. En 1892, fue el turno del Buenos Aires Lawn Tennis, cuyas canchas construyeron en una propiedad de Federico Leloir, ubicada en Vicente López y Ayacucho, en el barrio de Recoleta. En 1911 inició sus actividades el Santa Fe Lawn Tennis Club. En 1912, a veinte años de su fundación, el Buenos Aires Lawn Tennis ya contaba con quinientos socios. Al año siguiente, un nuevo grupo de entusiastas propuso crear un club “criollo” de tenis. Así nació el Argentino Lawn Tennis Club (hoy, Tenis Club Argentino), otra de las instituciones centenarias de nuestro país. También es de 1913 el Olivos Lawn Tennis Club.

En ese tiempo ya contaban con canchas el Hotel Edén, de La Falda, y varios clubes, entre ellos, el Belgrano Athletic Club, el Lawn Tennis Esperanza de Santa Fe, el Villa Devoto Lawn Tennis Club y el Villa Ballester Lawn Tennis Club. Otras de las grandes instituciones surgidas fueron el Mármol Lawn Tennis Club (1914), el Club de Deportes Discóbolo de Haedo (1916) y el Adrogué Tennis Club, que se fundó en 1919.

Aclaramos que la imagen que ilustra este posteo muestra a un grupo de jugadoras en el Buenos Aires Lawn Tennis, en 1930, lo cual nos permite recordar un torneo para damas que se llevó a cabo en 1908, en la Plaza Colón de Mar del Plata, frente a la playa Bristol. Como vemos, desde los comienzos se sumaron las mujeres a la práctica del deporte de las raquetas, que era el preferido de la actriz francesa Sarah Bernhardt.

Sin embargo, una nota publicada por el diario La Razón, en 1921, aseguraba que muchas señoritas se inscribían en los clubes de tenis para conseguir novio. Semejante comentario coincide con el año en que se conformó la Asociación Argentina de Lawn Tennis, entidad que nucleó a los primeros clubes del país.

Nuestro ingreso a la Copa Davis tuvo lugar en 1923, cuando el equipo argentino viajó a Ginebra para enfrentar a Suiza. Sólo conseguimos un punto de los cinco en juego. La primera victoria no se hizo esperar. Pero quien sí se hizo esperar fue uno de sus protagonistas, el tenista Enrique Obarrio. La historia es la siguiente:

Obarrio vivía en un campo en La Pampa y, como no tenía con quién jugar, solía practicar contra un frontón. Descolló en algunos tornos nacionales y fue convocado para la Copa Davis de 1926. Debía viajar en tren desde Metileo (al norte de La Pampa, cerca de General Pico) hasta Buenos Aires para abordar el barco que lo llevaría, junto con sus compañeros de equipo, a Barcelona. Pero un accidente ferroviario demoró su arribo y estuvo a punto de perder el trasatlántico. Gracias al buen ritmo y velocidad de sus piernas (solía correr en el campo para mantenerse en forma), llegó al puerto en el último minuto. Menos mal, porque fue uno de los hacedores del primer triunfo de los argentinos en la Davis. Vencimos a Hungría, 3 a 2. A partir de entonces, nos dedicamos a ganar y perder en el famoso torneo. A perder y ganar. Y ganar y ganar y ganar.

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