“It’s so effortless to let my loneliness defeat me, make me mold myself to whatever would (in some way – but not wholly) relieve it. I am infinite – I must never forget it…I want sensuality and sensitivity, both…I was more alive and satisfied with Harriet than I have ever been with anyone else…Let me never deny that…I want to err on the side of violence and excess, rather than to underfill my moments…” – Reborn (Susan Sontag)
*Atención: se revelan algunos detalles del argumento
Therese Belivet formula y reformula preguntas que no pueden venir desde otro lugar más que la plena ingenuidad ante lo que le está sucediendo. ¿Qué son estas cosas que siento? En una de esas preguntas, que contiene la respuesta en el interrogante mismo, pone al amor y al miedo en la misma posición, casi como queriendo describir un estado de incomodidad. “How was it possible to be afraid and in love…the two things did not go together; how was it possible to be afraid, when the two of them grew stronger together every day? And every night; every night was different, and every morning; together they possessed a miracle”. Hace unos meses, me tomé un micro para, entre otras cosas, hablar con una mujer sobre esas que cosas que sentía. Como Therese, pensaba que tenía un pequeño milagro entre mis manos, uno conformado por el amor y el miedo, cualidades que no llegaban nunca a anularse mutuamente. Es que esas cosas sí van juntas, cada noche, cada mañana, indisolubles. Era extraño pero no quería que el viaje se termine. Una parte de mí necesitaba, para mantener el control, estar en movimiento constante. La imagen simbólica de poner los pies en el asfalto como forma de ilustrar el enfrentarse a la realidad se volvía cada vez más vívida con cada paso que daba hacia ese encuentro inevitable. Mientras caminaba, recordé un mail que le había mandado a otra mujer, algunos años atrás, y en un estado de semi-inconsciencia. Un mail que envié sin censurarme y que se me hizo presente al día siguiente, cuando la resaca me obligó a lidiar con esa acción que podía parecer insignificante. El punto es que no, que de insignificante no tenía nada. Tres palabras se me confundían, se me mezclaban, como si no supiera de dónde habían salido, como si otra persona las hubiera escrito. “I like you”. ¿Por qué había pensado eso y por qué me había animado a ponerlo por escrito? ¿Qué son estas cosas que siento? Con su respuesta (“me too, but not in that way”), paradójicamente, llegó el alivio. Listo, ya está. Fue una confusión, ¿no? No importa si esos días con ella, días de aprender sus costumbres finlandesas, de planear una visita a Helsinki y de sentirnos solas en la multitud, habían despertado algo nuevo, desconocido. O algo conocido que yo no estaba dispuesta a conocer. Algo que apareció súbitamente para hacerme cuestionar mis necesidades. An angel, flung out of space. Cuatro años después, a medida que me iba acercando a esa segunda mujer a la que le había dicho algo mucho más que “me gustás”, empecé a calcular cada movimiento. ¿Ahora cómo la miro? ¿Qué digo? ¿Tengo que hacer algo? ¿Quién va a decir la primera palabra? A veces estamos bajo la falsa impresión de que las grandes decisiones que tomamos se ejecutan del mismo modo, en enorme escala, con declaraciones pulcras a las que no se les corre una coma de lugar. No sé si es tan así. Es en las sutilezas, es en los gestos, en donde nos escondemos tanto como nos proclamamos. Ese mediodía, mi gesto fue dar un abrazo y alegar, una vez más, confusión. Claro que uno alega confusión cuando más seguro está. Saberme/sentirme bisexual o saberme/sentirme enamorada de una mujer y no hacer nada al respecto me parecía una hipocresía. Uno siempre suele aconsejar a un amigo, un hermano, un conocido, la trillada composición de palabras “tenés que hacer lo que sentís”. Pero al estar en la misma encrucijada, ese miedo del que habla Therese, desembocaba en esas preguntas que se hace, desembocaba en ese “¿y qué pasa si hago esto?”. Y si me sentía extraña, si había algo de temor en mí, no era tanto por la reacción de terceros. Siempre me sentía rara pero por no saber qué hacer conmigo, o conmigo en función del alguien más. Hasta que volví a hacer eso que hacemos todos sin notarlo. Llevé a cabo un gesto. Dejé de dar la espalda, me di vuelta y di un beso. Ese gesto, uno que había hecho muchas veces antes sin atribuirle valor, de repente era el gesto más valiente que me podían pedir. Y me sentí un poco orgullosa. Porque sabía que el amor y el miedo iban a andar juntos por un tiempo más, pero no me importó. Del otro lado estaba ella. My angel, flung out of space.
En Reborn, su colección de diarios, Susan Sontag escribe, entre otras cosas, sobre su resignación a experimentar una falsa idea de amor, a un amor que no la colmara o que la colmara de a ratos, a uno que la enviara de vuelta a un estado de reclusión, de familiar misantropía. Sin embargo, Sontag no iba a permitir que la soledad la derribe e iba a seguir buscando esa clase de sentimiento en el cual también convivieran dos polos (¿acaso el amor no es siempre una conversación entre dos rivales que buscan la conciliación?), la sensualidad y la sensibilidad. La primera, como forma de reconquista diaria, observando al otro, reconociéndolo con el cuerpo (los pequeños gestos, otra vez), sucumbiendo a una mirada o a una media sonrisa reveladora. La segunda, como forma de padecer, con los brazos desplegados, todo aquello que el otro entrega, desde la lectura de un libro hasta una discusión que exude una necesidad de llegar a un punto en común. Para Sontag y durante el año 1957, Harriet Sohmers Zwerling era esa persona que no estaba ahí en su cama, en su mesa, para matar el tiempo sino para vivirlo. Vivirlo como lo quería vivir Therese con Carol Aird: “I feel I stand in a desert with my hands outstretched, and you are raining down on me”. Patricia Highsmith, por su parte, las concibió a Therese y a Carol en el invierno de 1948. En plena Navidad, deprimida y pasando sus días en un departamento chico (quizás también sin calefacción, como la propia Therese), comenzó a trabajar en una tienda de Manhattan, en la sección de juguetes. Highsmith describiría posteriormente ese constante ir y venir de personas que observan y compran o compran sin siquiera observar como una suerte de frenesí de caos y confusión. En ese contexto dolorosamente rutinario donde la nieve dejaba de representar el romanticismo para ser un factor más de entumecimiento ante el entorno, apareció una mujer. Highsmith no hizo más que anotar sus datos en un papel para realizar el envío de un regalo pero esa breve interacción la dejó en un estado febril. An angel, flung out of space. Cuando llegó a su departamento, y luego de rebobinar y reproducir mil veces el episodio en su cabeza, empezó a escribir la novela The Price of Salt (posteriormente retitulada Carol y publicada en 1952 bajo el seudónimo Claire Morgan), cuyo manuscrito fue terminado en dos horas. “Me sentía mareada y nuevamente con fiebre, como si hubiese sido testigo de una aparición” contaría luego Highsmith. Sin quererlo (o probablemente intencionalmente, quién lo sabe), estaba comparando el arte de escribir con el amor a primavera vista. La escritora nunca emplea la palabra “musa” pero ésta se siente en sus palabras, yace entrelineas, es casi palpable. Highsmith, al contemplar a esa mujer, padeció lo mismo que al concluir su novela. La salvación en estado puro. La exaltación en estado puro. Eso que escribiría Sontag en sus diarios. “An unreasonable passion”. Por lo tanto, The Price of Salt es mucho más que una historia de amor prohibida entre dos mujeres. Esa descripción no alcanza (ni siquiera comienza) a rascar la superficie de su núcleo. The Price of Salt es una historia sobre el ser observado en la multitud, sobre dos personas que se miran dentro de la vorágine, y se rescatan de ese estado que nuevamente podría ser abordado por la prosa de Sontag: “I don’t want to underfill my moments”. ¿Se puede disentir con ese manifiesto? Es así. Los días avanzan con demasiada presura como para llenarlos a medias.
Somos accidentes esperando a suceder. Somos infinitos. Como dice Carol en su declaración epistolar a Therese: “Dearest, there are no accidents and everything comes full circle”. La guionista Phyllis Nagy adaptó la novela de Highsmith con unas ligeras variaciones en función de que prevalezca lo cinematográfico, detalles como que Therese quiera ser fotógrafa y no diseñadora teatral, o como que Therese regale un vinilo y no una cartera (lo personal derrotando a lo impersonal), o como abordar a Carol como una mujer más terrenal, lejos de la figura idealizada en la que Therese la convierte en la novela, que está narrada enteramente bajo su perspectiva. Sin embargo, quien mejor supo captar el espíritu cíclico de The Price of Salt fue Todd Haynes. Su película empieza (casi) como termina. Con Carol (Cate Blanchett) y Therese (Rooney Mara) sentadas en una mesa. Sabemos que algo sucedió entre ellas, algo que generó una tensión que emana de los labios apretados de Therese y de la risa nerviosa de Carol. Cuando se está a punto de desgranar el conflicto, Haynes interrumpe la conversación haciendo entrar en escena a Jack, un hombre que solo conoce a Therese tangencialmente, un actante que está en un plano muy inferior, alguien que interrumpe una gran decisión con un ingenuo saludo. Nuevamente estamos ante otra evidencia de cómo un simple gesto de un tercero (el grito de “Therese, is that you!?”) puede invadir una situación clave para la vida de dos personas. Con esa elección narrativa que le sugerió a Nagy, Haynes no está solo homenajeando a dos películas claves para el universo Carol (especialmente por sus finales) como lo son Brief Encounter de David Lean y Lovers and Lollipops de Morris Engel y Ruth Orkin – la primera, sobre un tercero que irrumpe; la segunda, sobre un gesto que reemplaza las palabras – sino también mostrando esa naturaleza cíclica de las relaciones, sobre cómo es imperativo denotar el recorrido para resignificar un momento. De esta manera, la resignificación llega en Carol con una escena que es el colmo de lo climático por el brillante uso que hace Haynes de dos recursos: las miradas de sus protagonistas y la música de Carter Burwell. Luego de haber sido abandonada por Carol en pleno viaje idílico, y luego de que Carol advierte que el precio de la libertad puede ser la infelicidad (para ella, disfrutar de su sexualidad implica estar lejos de su hija), Therese se arrepiente de negarse/negarle una segunda oportunidad y va a buscarla. La tensión previa a ese cruce final de miradas es una obra de arte en sí misma, con la lenta caminata de Therese hacia Carol, una Carol que se confunde entre la gente hasta el momento mismo del contacto visual. “Carol brushed her hair and Therese smiled because the gesture was Carol, and it was Carol she loved and would always love, in a different way now, because she was a different person, and it was meeting Carol all over again and no one else”. Las palabras de la novela que prefiguran ese recorrido que dura segundos (pero que se siente interminable) son reemplazadas por los precisos gestos de Blanchett y Mara (su química llega hasta esos extremos, hasta esos detalles imperceptibles), quienes se unen sin siquiera besarse, o al besarse con los ojos, con la sonrisa, con todo el cuerpo, con un mundo de gente de por medio. La resignificación, asimismo, permite que veamos ese vínculo especular entre Therese y Carol. Ed Lachman fotografía de manera impecable actos que se repiten en circunstancias contrapuestas. Es Therese quien inicialmente observa a Carol a través de vidrios (esperándola en un restaurante, viéndola irse en auto con su amiga Abby) y luego es Carol quien, al despedirse de Therese (“I should have said ‘wait…'”), la ve cruzar las calles neoyorkinas con un corte de cabello más adulto y un atuendo acorde. Así como en The Price of Salt el proceso de madurez le pertenece solo a Therese – podemos interpretar a la novela como una coming of age similar al comic de Julie Maroh Le bleu est une couleur chaude -, en el film de Haynes son ambas mujeres las que se devuelven a la vida mutuamente (“I’ve never been more awake in my life!” le grita Therese a su novio Richard / “I wanted it and I will not deny it” le dice Carol a su marido Harge), las que deben vencer sus propios impedimentos. Los cambios – como todo lo que sucede en el film – son intangibles. Los cambios provienen de una Therese que dice que no por primera vez en su vida con total convicción (“how should I know what I want when I always say ‘yes’ to everything?”) y de una Carol que por primera vez se permite mostrarse vulnerable (“I love you”).
En Carol, cada palabra, cada prenda que se remueve, cada sonrisa ante un regalo, cada lágrima que cae, golpea, resuena, remueve. Carol se te mete bajo la piel con tanta sensualidad como sensibilidad, justamente por esa valentía de mostrar al amor a la par del miedo, a la par del sufrimiento, como yace en otro pasaje del diario de Sontag: “It hurts to love; it’s like giving yourself to be flayed and knowing that at any moment the other person may just walk off with your skin”. Creo que todos tenemos una Carol. Y no hablo solo de mi experiencia con otra mujer. Hablo de cualquier género, de cualquier relación, de cualquier identidad sexual. Todos tenemos a ese ángel que cayó del espacio para cambiarnos la vida. Alguien que nos vio en nuestros más mínimos detalles, con nuestros accesorios (“I like the hat”) y con nuestros cuerpos al desnudo (“I never looked like that”), alguien que dejó un guante atrás porque quiso retomar el contacto. Carol me hizo notar todas las veces que maté el tiempo en lugar de vivirlo, todas las veces que caminé segura pero sin el miedo que conlleva el desafío, todas las veces que besé de manera insignificante; y al mismo tiempo me hizo notar que lo que tengo ahora, eso que me asusta y que al mismo tiempo me eleva, fue un accidente esperando a suceder, algo tan indetenible como ese tren omnipresente en el film de Haynes. “I see her the same instant she sees me, and instantly, I love her. Instantly, I am terrified, because I know she knows I am terrified and that I love her” escribe Highsmith en The Price of Salt hablando un poco de ella, un poco de Therese, un poco de todos. De todos los que alguna vez hemos sido observados.
“I’ll be seeing you in all the old familiar places that this heart of mine embraces, all day and through”. ◄
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► [SECUENCIA] Anatomía de una escena, por el New York Times:
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► [DE YAPA] La banda sonora de Carol, a cargo de Carter Burwell:
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¡BUEN MIÉRCOLES PARA TODOS! Hoy les dejo dos consignas: 1. Por un lado, dejar sus impresiones sobre Carol de Todd Haynes 2. Por el otro, y como previa al Día de los Enamorados y en el contexto de este post, me gustaría que mencionen esas películas románticas que han tenido un cierto parecido con sus propias experiencias; como siempre, gracias por leer; nos reencontramos mañana con un nuevo podcast para debatir la vigencia de Clueless; ¡hasta entonces!
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