Rompiendo a llorar en jardines de rosas

“He visto las mejores mentes de mi generación (…) quienes dieron vueltas y vueltas en la medianoche por el patio de trenes preguntándose adónde ir (…) quienes eyacularon en la mañana en jardines de rosas (…) quienes rompieron a llorar (…) quienes gritaron con alegría” Allen Ginsberg (“Howl”)

En el prólogo a Los subterráneos de Jack Kerouac, Henry Miller explicitó la génesis de las obras del novelista emblemático de la generación beat: “Cuando alguien pregunta ‘¿de dónde saca todo eso?’ La respuesta es: ‘de ti'”. Imposible discutir con Miller, imposible no absorber la obra de Kerouac, William S. Burroughs, Allen Ginsberg y compañía como vómitos de las experiencias que presenciaban y de las que también formaban parte. Antes que escritores, fueron observadores. O necesitaron ser observadores para poder escribir así como lo hicieron, con la sangre goteando. Porque no hace falta un explícito examen de la toxicidad para aprehender esa propia naturaleza tóxica. Lo descarnado indudablemente es parte inherente del contenido, pero primero viene con los autores como forma, con su modo de vivir con esa intensidad a la que aludía Ginsberg en “Howl/Aullido”, cuando apelaba a lo particular y sórdido para configurar el prototipo de mente al borde de la locura. Para Ginsberg, se trataba de quienes no se permitían hacer nada a medias. Llorar no es lo mismo que romper a llorar. Romper a llorar indica una explosión, ese reviente, ese estar al borde todo el tiempo sobre el que también escribieron Kerouac y Burroughs. Dar vueltas y vueltas no es lo mismo que salir a caminar. El errante no tiene rumbo. El que sale a caminar tiene un lugar al que volver. Eyacular en jardines de rosas no es lo mismo que el sexo en una cama. El sexo, así, no se esconde. Ginsberg, a través de esas descripciones, refleja hasta qué punto la generación beat hacía romance de la tristeza, un romance violento y desencajado; ese en el cual, para Burroughs y en relación a su obra Queer, “las tripas se desatan y se dan vuelta”, con hábitos que “arrastran las tripas al salir”. La libertad que fuera el signo vital de esa generación era disfrutable y, en simultáneo, una suerte de condena, una garantía de la incomprensión de los otros, de la masa, de quienes nunca llegarían a entender cabalmente cómo el concepto de hambre podía ir más allá de lo básico. Esos “haraganes hambrientos” que entrecruzan todo “Howl” no solo buscan sopa. Buscan noche, sexo, jazz, drogas, movimiento. En eso reside la bruma narcótica. En eso reside el viaje. En la insaciabilidad. En ver en la oscuridad general y las lágrimas puntuales una forma de belleza. Porque si se llora es porque se siente. Y si se siente, es porque hay un corazón latiendo. Y eso es bello.

“Thinking is not enough. There is no final enough of wisdom, experience any… thing” – William S. Burroughs

El primer disco de Lana Del Rey se llamó Born To Die. El regodeo en el denominado “club de los 27”, en el suicidio como respuesta a lo mucho que duele el mundo, se transformó en una impronta de la cantante, tanto así que le valió una dura respuesta de Frances Bean Cobain, hija de Kurt, quien le pidió que no haga de la acción de quitarse de la vida un hecho susceptible al romanticismo (curiosamente, Burroughs conoció a Cobain y lo definió como alguien que “ya estaba muerto antes de suicidarse”). El segundo disco de Lana – si no contamos el EP Paradise – es el flamante Ultraviolence. Mucho se analizó ese nombre en relación al la jerga nadsat inventada por Anthony Burgess para A Clockwork Orange; sin embargo, si Lana eligió esa palabra, pienso que su decisión no tuvo tanto que ver con esa novela sino con un homenaje más o menos velado al movimiento beat (el prefijo “ultra” como indicativo de ver más allá de todo tampoco es casual). “He hurt me but it felt like true love” es la frase distintiva de la canción que da nombre al disco, y donde mejor se evidencia hasta qué punto el dolor, como diría Rimbaud, va de la mano con el amor. Lo de Lana oscila entre lo valiente y lo kamikaze. Todo Ultraviolence es un manifiesto sobre la locura (“Cruel World”), sobre el consumo de drogas (“Pretty When You Cry”), sobre cómo sufrir puede ser hermoso (“Sad Girl”) y sobre cómo la raíz de la satisfacción está en la juventud, en lo salvaje y, claro, en la libertad sexual (“West Coast”). Por lo tanto, no solo es extraño encontrar a una artista doliente que no hace de eso una pose (esa lectura sería simplemente superficial y errónea) sino una expresión fidedigna de épocas pasadas que muchos (y afortunadamente) no pisaron del todo. El disco, desde su portada en blanco y negro, casual y despreocupada, es reflejo de esa neblina narcótica en la que Kerouac hacía hincapié. Ultraviolence es nostálgico (“the kids were young and pretty” canta Lana en la brillante “Old Money”, siempre reminiscente, siempre con verbos en pretérito) pero no es fácil de escuchar. Nunca es fácil de escuchar una rapsodia azul tan melancólica y brumosa. “My baby lives in shades of blue, blue eyes and jazz and attitude” yace en “Shades of Cool”, donde se abraza la tristeza de manera íntima y envolvente. Lana no se defiende: Lana se hace cargo (“If you don’t get it, then forget it, so I don’t have to fucking explain it”, otro guiño beat). “No hay nada limpio, nada saludable, nada prometedor en esta época de prodigios; nada, excepto seguir contando lo que pasa” escribió Miller sobre Kerouac y otras fascinantes personalidades hipersensibles que supieron registrar el entorno. Lana explota si es necesario, escribe sobre bailar como hecho análogo al demostrar la felicidad que provoca el sentirse enamorado. No tanto de alguien, sino de las cosas que operan como ese alimento para un espíritu hambriento. Enamorarse de la felicidad misma en un grito de alegría. La felicidad de leer poesía beat, como dice en la extraordinaria “Brooklyn Baby”, donde proclama su amor por Lou Reed, quien murió horas antes de encontrarse con ella, una anécdota que define a Lana y su contacto permanente con la tragedia. Ultraviolence no es un disco en el que Lana llora. Es un disco en el que Lana rompe a llorar. “Procura primero satisfacerte a ti mismo, que luego el lector no podrá dejar de recibir la comunicación telepática y la excitación mental, pues en su cerebro actual actúan las mismas leyes que en el tuyo” aconsejaba Kerouac. No digo que Lana sea su discípula, pero su revisionismo beat la acerca bastante a la concepción que el autor de On the Road tenía de los subterráneos, de los incomprendidos, de los que sufren: “son hipsters sin ser insoportables, son inteligentes sin ser convencionales y son intelectuales como el demonio”.

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► [DE YAPA] “Tropico”, el cortometraje de Lana Del Rey dirigido por Anthony Mandler:

Lana Del Rey - Tropico from exquisite.corpse on Vimeo.

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► [PLAYLIST] 10 hermosas canciones de Lana Del Rey:

Lana Del Rey by Cinescalas on Grooveshark

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN] 60 canciones de músicos a los que nos gustaría ver actuando; ¡just push play!:

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¡BUEN MIÉRCOLES PARA TODOS! Tomando a Lana como mi respuesta a la consigna, les dejo este interrogante a ustedes: ¿A qué músicos les gustaría ver actuando en cine? Los invito, además, a sumar canciones de ellos para armar una nueva playlist; como siempre, gracias por leer y comentar; ¡que tengan un excelente día! ¡hasta mañana, muchachada!

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En estado de alerta

rojo, ja.

(Del lat. russus).

1. adj. Encarnado muy vivo. U. t. c. s. Es el primer color del espectro solar.

2. adj. rubio (‖ de color parecido al del oro).

3. adj. Dicho del pelo: De un rubio muy vivo, casi colorado.

4. adj. En política, radical, revolucionario. U. m. c. s.

1. locs. adjs. De color encendido de brasa.

1. loc. adj. Dicho del hierro o de otra materia: Que por el efecto de una alta temperatura toma dicho color. U. t. c. loc. adv.

2. loc. adj. Muy exaltadas las pasiones. U. t. c. loc. adv.

1. loc. adj. Dicho de una materia incandescente: Que por la elevada temperatura se torna blanquecina.

1. loc. adj. Dicho de una materia incandescente: Que presenta un color rojo oscuro semejante al de las cerezas.

1. loc. adj. al rojo (‖ muy exaltadas las pasiones). U. t. c. loc. adv.

En un momento definitorio de Take This Waltz (paradójicamente ubicado en su inicio), la vemos a Margot aludiendo a una de sus principales inquietudes (o traumas, dependiendo de su capacidad de control), que es, en esencia, el miedo al miedo. Mientras lo dice, está en el aire, especificando esa fobia en su particular manera de evitar las conexiones en los vuelos. ¿De dónde proviene esa fobia? Podríamos leerla (a la fobia y a Margot) en relación a la frase que acompaña esa confesión: “I don’t like being in between things”. El término medio le aterra porque le aterran las posibilidades perdidas. A Margot no le gusta elegir. Cuando elige, automáticamente está contemplando la opción anulada. Todo eso se percibe en su mirada final al vacío (el vacío que quiere llenar porque no tolera una vida de insatisfacción momentánea), cuando sin escucharla sabemos que está hablando, nuevamente, de cómo detesta el terreno intermedio, de cómo detesta no poder disfrutar del lugar elegido. Margot, en la secuencia del vuelo, viste de rojo. Margot y sus miedos. Margot en estado de alerta. Margot y su búsqueda de seguridad. El rojo, así como el azul era significativo en La vida de Adèle, es la clave de Take This Waltz (y en menor grado el amarillo), su omnipresencia es notoria, como en esa campera de Margot en el avión, como en esa remera cuando ella se enfrenta a lo vacuo, como en esas sillas donde analiza su presente escindido entre su marido Lou y su amante Daniel.

Según Matthew Davies, el diseñador de producción del film de Sarah Polley sobre el que me explayé por acá, la decisión de que la casa de Margot fuera tan vibrante, con una paleta de colores tan amplia y acogedora, provino directamente de la realizadora. La finalidad no la explicó pero podemos intuirla. Take This Waltz es una película sobre la falsa sensación de comodidad. Todo lo idílico que tiene esa casa – y por lo cual la elegí para ilustrar mi respuesta a la consigna – poco importa en función de lo que sucede allí dentro. Así, esa cocina llena de utensilios hermosos es testigo de una discusión iniciada por una desencantada Margot. Así, ese baño de cerámicas impecables presencia el momento del derrumbe. Así, ese living cálido se convierte en el escenario de esa oscilación entre dos polos. Creo que eso es precisamente lo que me atrae del film por sobre cualquier otro aspecto: su modo de poner el foco en los detalles de una casa donde todo está aparentemente en el lugar correcto. No es arbitrario que cuando Margot abandone esa acumulación de objetos propia de todo matrimonio lo haga yéndose a un espacio diametralmente opuesto. A un lugar menos personal, más amplio, menos abarrotado, menos sentimental. Un lugar que se va llenando de recuerdos a medida que Leonard Cohen canta, pero que no termina de complacer a Margot, quien apoya sus pies en una mesa cubierta por una manta roja, moviéndolos de un lado al otro, como aseverando que ese movimiento pendular es (y será siempre) un reflejo de sí misma.

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► [ESPECIAL] Las casas más emblemáticas del cine:

DESIGN IN FILM: THE MODERN HOUSE from James Munn on Vimeo.

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► [GALERÍA] Las casas de película en las que les gustaría vivir (no son tontos para elegir):

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¡BUEN MARTES MUCHACHADA! Tres consignas para el post de hoy: 1. ¿En qué casa de película les gustaría vivir? 2. ¿Qué otras casas icónicas del cine podrían mencionar para armar una galería? 3. Por último, me gustaría que me cuenten cuál es el rincón favorito de sus casas y si son de estar pendientes de hacerle arreglos, reformas, decoraciones, cambios, etc.; ¡gracias por estar y, como siempre, los leo! ¡buen martes para todos! PD. Mi casa, acá

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Mel Brooks: Cartas de amor al cine clásico

Ilustración: Drew Friedman

Hoy en Cinescalas escribe: Jorge Bernardez

Max: La culpa de todo es de los actores, ve y mátalos
Leo: ¿Cómo vas a decir eso? Los actores son seres humanos
Max: ¿Comiste con alguno? – The Producers

Cuando me enteré que Seth McFarlane había filmado una película tomando como tema el Viejo Oeste lo primero que pensé fue que desde Locuras en el Oeste que no se había vuelto sobre ese género para parodiarlo. En realidad, eso no es del todo cierto porque en los ochenta Steve Martin, Martin Short y Chevy chase perpetraron una comedia menor llamada Tres amigos. El resultado quizás haya sido simpático pero no llegó a clásico. El paso siguiente fue buscar la caja de Mel Brooks y no dejar de ver sus películas. Cuando le preguntan por sus días en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, Brooks dice que se lo pasaba en la cocina hasta que lo escucharon cantar y hacer bromas. De ahí pasó directamente a la radio de esa fuerza. Parece ser que el fuerte del marino Brooks era parodiar los informativos del Tercer Reich. Cuando la guerra terminó, entró a la televisión y no paró de hacer humor. En los cincuenta trabajó como guionista en una serie de programas que hoy son clásicos de la comedia y formó parte de equipos que uno quisiera haber visto en acción y por los que pasaron desde Neil Simon y Carl Reiner hasta Woody Allen. Luego creó junto a Buck Henry Get Smart, la parodia definitiva de James Bond y de sus imitadores.

Brooks llegó al cine en 1968 con The Producers, una comedia absolutamente disparatada que no dejaba títere con cabeza. Un decadente productor de teatro vive estafando ancianas millonarias que lo utilizan como objeto sexual de sus calenturientas fantasías a cambio de cheques con los que Max Byalistock (un extraordinario y libidinoso Zero Mostel) produce obras de poca monta que no duran nada en cartelera. Una tarde llega a la oficina un empleado de la compañía que le lleva la contabilidad, un empleado gris, lleno de complejos, inseguro y bastante esquizo, Leo Bloom. El contador de poca monta (Gene Wilder, no menos extraordinario que Mostel), estudiando la contabilidad del productor, descubre que si en lugar de sacarles unos pocos miles a las ancianas pudiera recaudar un millón de dólares y estrenar un fiasco, se podría hacer millonario sin tener que responderles a quienes aportan el dinero. El productor hace suya la idea del contador al que halaga hasta convencerlo de dejar su vida insignificante para pasar a ser un productor de Broadway. Ambos se asocian, buscan la peor obra posible, contratan al peor director y eligen el peor elenco. La obra es una “oda homosexual a Hitler” escrita por un nazi que vive cuidando unas palomas en la terraza de un viejo edificio. Su título: Primavera para Hitler. La obra, dice Max: “bajará en la página cuatro”. El director es un gay experto en comedias musicales sin ningún éxito en su haber y el protagonista, un hippie cuyos amigos llaman “LSD”. El fracaso está asegurado pero, por supuesto, se transforma en un éxito. La película fue recibida con críticas muy duras pero Brooks ganó el Oscar a Mejor Guión Original venciendo entre otros a John Cassavettes por Faces y a Stanley Kubrick por 2001: Odisea del espacio.

Su siguiente película fue la fallida Las doce sillas, una adaptación de un cuento clásico de origen ruso que cuenta las vicisitudes de un aristócrata en los primeros días de la revolución bolchevique. Las doce sillas del juego de living de la familia son repartidas por todo el territorio soviético y en una de ellas están escondidas las joyas de la familia. Frank Langella es el aristócrata que persigue a las sillas en una carrera enloquecida con el tiempo y con un cura ortodoxo interpretado por Dom DeLuise. Hay grandes momentos de comedia física, gags por todos lados y un criado interpretado por el propio Brooks, que no deja de besar las manos de su ex amo cuando éste llega a la mansión donde solía vivir. La curiosidad del caso es que hay una película cubana de 1962 con el mismo tema. Después de esa experiencia, Brooks se tomó unos años y en 1974 filmó dos de sus mejores películas. Una la hizo solo, Blazzing Saddles, y la otra la escribió con su amigo Gene Wilder, Young Frankenstein. Las dos se transformaron en clásicos. Las dos son cantos de amor al cine clásico. De hecho, para parodiar a Frankenstein consiguieron la escenografía original y llamaron a varios técnicos ya jubilados para lograr la imagen exacta de las películas originales. Todos recordamos sus frases y si hay alguien leyendo que no la haya visto, debe hacerlo ya. En 1977, el cineasta se mete en camisa de once varas con el proyecto se llama High Anxiety, y con el objetivo de parodiar/homenajear al cine de su amigo y vecino Alfred Hitchcok. El film es muy divertido y respetuoso y cuentan que cuando Mel lo llamó para mostrarle la película, el voluminoso “rey del suspenso” se cayó de la risa del cómodo asiento que le habían puesto en la sala.

La trilogía de películas que acabo de mencionar era apenas el aperitivo de la que es su obra maestra: Silent Movie. Un director (el mismísimo Brooks) y sus colaboradores (interpretados por Marty Feldman y Dom DeLuise) recorren Hollywood tratando de convencer a directivos y a estrellas de filmar una película muda. El film no da respiro y el hecho de que participen desde Paul Newman y Liza Minnelli, pasando por Burt Reynolds hasta el mimo Marcel Marceau, es apenas un detalle para una comedia que vuelve a demostrar que Mel Brooks ama el cine y que, en ese momento, estaba en un pico creativo. La siguiente película es un poco despareja y acaso lo venció al realizador la intención megalómana: History of the World Part I. El hecho de que no haya existido una segunda parte indica que la primera no fue el éxito que se esperaba. Sin embargo, el arranque con la voz de Orson Welles, la parodia a los monos de 2001: Odisea del espacio, el momento de la última cena, el monólogo del humorista del Imperio romano, nada menos que en el Ceasar’s Palace, el lanzamiento de pobres para practicar puntería en los días previos a la Revolución francesa y el musical sobre la inquisición salvan a la película a la que se puede acusar de ser episódica y un poco torpe en su realización. La idea de esta nota no es reseñar todas la películas de Brooks, sino resaltar lo bueno de su cine y, en todo caso, guiar al lector. Es común que viendo alguna de las películas posteriores del director uno piense: “¿no podría haber pulido un poco esto?”. Por suerte, siempre que uno empieza a pensar en algún gag, un one-liner o una animalada volvemos al camino de la comedia, que es el territorio de Mel Brooks.

Por si quedaban dudas del gusto por el cine clásico del humorista, su siguiente proyecto fue producir y protagonizar la remake de un clásico de Ernst Lubitsch, To Be or Not to Be, la historia de un grupo de teatro polaco conocido “por hacer con Shakespeare lo que los nazis le hicieron a Polonia”. Brooks es Frederick Bronsky, el director de la compañía en la que trabaja su mujer que en esta película resultó ser quien era su pareja en la vida real, Anne Bancroft. La remake es casi calcada de la original y quizás su mejor aporte sea el extraordinario número de apertura en el que Brooks y Bancroft canta en polaco y bailan el clásico “Sweet Georgia Brown”, junto al momento en que el actor, suplantando a Hitler, saluda a sus subordinados diciendo “Hail Myself!” Lo que sigue en la carrera cinematográfica de Brooks es apenas relevante, una parodia a Star Wars llamada Spaceballs con algunos momentos rescatables, una parodia a Robin Hood y un Drácula con Leslie Nielsen para cerrar con Life Stinks, una comedia de dura crítica social de 1991 con Los Ángeles plagado de homeless y ricos desalmados. Muchos pensaban que ya no había más de Mel Brooks para ver pero en 2007 reapareció con su vieja historia de los productores que plantan en Broadway una comedia llamada Primavera para Hitler, pero esta vez la historia se presentó en forma de comedia musical que arrasó y que incluye varios números musicales divertidos, donde se amplían los chistes. La obra tuvo su versión argentina protagonizada por Guillermo Francella y Enrique Pinti. Asimismo, Brooks puso su voz en distintas películas animadas, fue el tío de Paul Raiser en algunos capítulos de Mad About You y casi protagonizó una temporada de Curb Your Enthusiasm, en la que David Schwimmer y Larry David ensayaban una puesta de The Producers, producida por Brooks y Wilder.

El humor de Mel Brooks es salvaje, sutil, elegante, procaz, clásico y moderno al mismo tiempo, y con un increíble sentido del timming. La comedia, al fin y al cabo, necesita de eso: de ritmo y de elegancia. Aunque un pedo bien tirado o una torta de crema arrojada con ganas también ayudan bastante.

Por Jorge Bernardez

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► [TOP TEN] Las mejores películas de Mel Brooks:

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► [UNA YAPA] Un imperdible tributo musical al realizador:

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► [OTRA YAPA] Mel Brooks y Anne Bancroft interpretan “Sweet Georgia Brown”:

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¡BUEN LUNES PARA TODOS! Arrancamos una nueva semana del blog con dos consignas: 1. ¿Han visto algo de Mel Brooks? Si es así, ¿cuál es su película favorita del realizador? 2. La idea de este post es que rescatemos las mejores citas y/o secuencias cómicas que ha dado el cine; yo voy con una más actual: “stop fucking with korean Jesus, (…) he’s busy…with korean shit”; ¡los leo a ustedes, que tengan un excelente comienzo de semana!

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—> La última vez escribió Ezequiel Saul sobre… X-MEN: DAYS OF FUTURE PAST

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Tom à la ferme: El presente insostenible

“La ausencia del otro me mantiene la cabeza bajo el agua; poco a poco, me ahogo, mi aire se rarifica: en esa asfixia reconstruyo mi ‘verdad'” – Fragmentos de un discurso amoroso (Roland Barthes)

*Atención: se revelan algunos detalles del argumento

Nos aferramos al lenguaje para poder sobrellevar la angustia cotidiana, para poder suprimirla. Lo hacemos incluso sin advertirlo. Mediante el lenguaje corporal, por ejemplo, a veces se busca aplacar el dolor, depositando en otros cuerpos el nuestro, en medio de un lapso de profunda soledad. Con ese mismo cuerpo, cuando percibimos que ese dolor no pudo ser aplacado, lloramos. Porque no se llora solo con los ojos. Mediante el lenguaje discursivo, mediante la palabra, también es posible (si no imperativo) hallar consuelo y lidiar con esa angustia. Y por angustia se entiende aquella que no es necesariamente opresiva sino la cual proviene, paradójicamente, de una sucesión de momentos de éxtasis. ¿Qué se hace entonces con la palabra? ¿Qué valor encuentra la palabra oral o escrita en medio del caos? Sade solía aludir a un estado que denominaba “efervescencia de la cabeza”, un estado con el que la mayoría de nosotros convivimos porque podemos, en mayor o menor medida, volcarlo en algún plano. Es ahí donde el lenguaje hace su entrada, permitiéndonos la expresión, haciendo de esa expresión el único mecanismo posible para entendernos. En una carta (o en sus derivados más modernos), es factible que nos encontremos con la versión más depurada de nosotros mismos. El llevar un diario, asimismo, cumple una función similar. Si me preocupa no entenderme, entonces al menos me valgo de palabras que me permitan definir qué es todo eso que me sucede. Lo mismo ocurre cuando oralmente desnudamos esa efervescencia de la que habla Sade. Encontrar un interlocutor en quien recaer, encontrar un interlocutor atento a ese ejercicio de poner en voz alta lo inaudible, es lo más cercano a la escritura que puede estar alguien que no escribe. Habría que pensarlo de este modo: la recepción ajena, los consejos, la repreguntas, el ahondar del otro en la narración de uno, obliga a que nos ordenemos. Porque, esencialmente, todos queremos entendernos y ser entendidos, ya que el desconocimiento provoca miedo. ¿Porque acaso se puede sobrevivir sin aferrarse al lenguaje? ¿Acaso las experiencias no nos están llevando, tarde o temprano, a un deseo de introspección, a buscar la palabra justa para racionalizar lo emocional? Nadie le escapa a querer explicarse. Por más que a veces resulte más saludable ignorar (ignorarse uno, ignorar al otro, ignorar la raíz misma de un sentimiento), esa suerte de empresa volcánica de analizarse es lo que descomprime la confusión, por más pánico que suscite. Tom à la ferme, la cuarta película de Xavier Dolan, es esencialmente lingüística. Comienza con un plano cerrado de Tom (el propio Dolan, con sus cabellos rubios y desprolijos, consecuentes con el quiebre que produjo este film en relación al predecesor Laurence Anyways) escribiendo una carta. “Today a part of me has died. And I cannot mourn, because I’ve forgotten all the synonyms of ‘sadness’. Now, all that I can do without you is replace you”. Dolan lo hace escribir a Tom con tinta pesada y sobre una servilleta blanca, haciendo del dolor de la pérdida el sentimiento más duro de sobrellevar (“cuento los instantes que gotean y son de sangre densa” decía Clarice Lispector). La palabra, de este modo, llora a la par de su hacedor.

La ausencia y la narración de esa ausencia son ubicadas por Dolan en un mismo nivel. Tom le escribe una carta a Guillaume, su novio recientemente fallecido, y lo hace, en primera medida, buscando la palabra que precise su estado. La decisión no podría ser más acertada. Si Tom olvida todos los sinónimos de “tristeza” es porque con esa muerte del amor, comienza una muerte nueva: la de él mismo adherido a ese otro. Contrario a lo que él explicita, no murió solo una parte de él. El Tom ligado a Guillaume murió en su totalidad. Por lo tanto, si no puede encontrar en otra palabra la herramienta adecuada para definir su situación es porque está perdido y, en consecuencia, su imprecisión lingüística tampoco es arbitraria. En segunda medida, y tomando al apartado de “La carta de amor” de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes como texto fuertemente ligado a la narrativa de Dolan (así como en Los amores imaginarios había una influencia, consciente o no, de El arte de amar de Erich Fromm), que Tom decida ponerse a escribir está hablando de su marcada idealización de esa pareja que ya no está. Tom le advierte algo a su destinatario, consciente de que ese destinatario no podrá reaccionar ante su decisión. Así, se pone en contra del verdadero sentido de una carta: “como deseo, la carta de amor espera su respuesta” escribió Barthes. Entonces, ¿Tom qué espera? Tom, en realidad, no espera nada. Se habla, se escribe, se aclara a sí mismo. Elige a otra clase de lenguaje (reemplazar un cuerpo por otro, entregarse literalmente a manos de otra persona que entrará luego en escena) como única manera de que su presente se vuelva menos insostenible. Por lo tanto, cuando Tom baja del auto y llega a esa granja, Dolan, absolutamente despojado del deleite visual por el deleite mismo (un recurso que en Los amores imaginarios usó astutamente a su favor), Tom à la ferme, sostenida por la música de Gabriel Yared, se convierte en una obra de terror, una mirada aplastante a la psiquis y su fragilidad. El realizador se toma su tiempo en esa introducción para mostrarlo a Tom solo en esa granja a la que acude para el velorio de su novio, donde va a conocer por primera vez a la mamá y al hermano del mismo, quienes parecen no estar al tanto de la sexualidad de Guillaume. Tom se baja del auto, busca señal en su celular (gran pequeño momento alegórico de cómo un hombre se adentra en terreno virgen), ingresa a esa casa y se queda dormido. Horas más tarde, la madre de Guillaume lo encuentra, lo despierta e inicia una conversación como si la intrusión de un extraño en su casa no fuera motivo de alerta. “Debería haber hecho algo, ¿no?” le pregunta posteriormente. Excepto que no, que todos los protagonistas de Tom à la ferme van a contramano de la conducta social “normal” o “aceptada”, porque estructuralmente el film se erige en los principios de la colisión de lenguajes aparentemente incompatibles. Si no, sería imposible de explicar cómo la irrealidad de algunas de sus secuencias más extraordinarias (la corrida por el maizal) está retratada con una inverosimilitud en relación al proceso emocional de los personajes (acá el correr implica huir de uno mismo, escaparle a lo que tenemos enfrente por miedo a lo que nos revela) que es esencialmente reconocible. Dolan hace una película con todo el cuerpo, con ese cuerpo que siente, se mueve y se doblega con una alarmante maleabilidad. El renacimiento de Tom llega, precisamente, al conocer a Francis, el hermano de su novio, un homofóbico de honestidad brutal, violento y tosco, a quien conoce por primera vez en penumbras (otro detalle de gran relevancia) y con quien entabla una relación catastrófica (en oscuridad, bajo la lluvia, con humedad, siempre en climas opresivos, opuestos a la paleta más viva de Los amores imaginarios y Laurence Anyways). “Un día, después de no sé qué incidente, me encierro en mi habitación y rompo en sollozos: me lleva una ola poderosa, asfixiado de dolor; todo mi cuerpo se resiste y se revuelve: veo, como un relámpago claro y frío, la destrucción a la que estoy condenado” escribe Barthes, justamente en el capítulo que liga al amor con la catástrofe. El renacimiento de Tom, entonces, entra en simbiosis con el descubrimiento de su atracción inexplicable por alguien que está todo el tiempo sometiéndolo, ya sea golpeándolo como forzándolo a tomar cocaína, la cual Tom consume (como él mismo se consume) a pesar de su taquicardia crónica (un dato tampoco menor: la película habla de cómo el corazón se altera por los motivos más irracionales). Sin embargo, es la brillante escena del tango la que mejor sintetiza el vínculo entre Tom y Francis y por algo Dolan la ubica en la mitad de la narración. Es una escena violenta y al mismo tiempo romántica, donde uno y otro se estudian, y donde Francis pone en palabras (oralmente, como si hubiese estado esperando toda su vida la llegada de un interlocutor que lo despierte del letargo) su hastío por tener que cuidar a su madre y dejar escurrir el presente en una sucesión infinita de miradas a los campos de maíz y de jornadas interminables de ordeñar vacas y espantar coyotes. “A veces una idea se apodera de mí: me pongo a escrutar largamente el cuerpo amado. Escrutar quiere decir explorar: exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro” escribió Barthes en el apartado “El cuerpo del otro”. La exploración implica la posibilidad de encontrar en la piel ajena algo que nos está arrojando luz sobre nosotros mismos. Ahí empieza a nacer Tom: al descubrirse a sí mismo en su atracción por Francis. La verdad, para él, es ese hombre que tiene al lado.

“La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a manipularla”

“Cuando me ocurre abismarme así es porque no hay más lugar para mí en ninguna parte, ni siquiera en la muerte. La imagen del otro – a la que me adhería, de la que vivía – ya no existe; tan pronto es una catástrofe (fútil) la que parece alejarla para siempre, tan pronto es una felicidad excesiva la que me hace reencontrarla; de todas maneras, separado o disuelto, no soy acogido en ninguna parte” escribía Barthes en relación a cómo la palabra “abismo” nació para ser más verbo que sustantivo. Su conjugación dice mucho de ese instante de total consumación personal por la pulsión externa. “Me abismo, me consumo”, me disuelvo en un viaje permanente entre lo que creo que soy y lo que soy realmente, como si efectivamente fuera posible conocernos a nosotros mismos del todo, como si el lenguaje, como escribí al principio de esta nota, nos pudiera explicar en un ciento por ciento. Sobre el final de Tom à la ferme, Dolan lo pone a su protagonista nuevamente arriba de un vehículo (esta vez no suyo sino de Francis, figura omnisciente en ese revivir) para alejarse tanto de ese ámbito que entiende como peligroso como para alejarse de sí mismo (de algún modo, está volviendo a correr, como también corre Francis de sus deseos, al negar su evidente atracción por Tom). Dolan no nos subestima, Dolan nos ahorra un flashback que nos recuerde que momentos antes Tom había intentado huir de esa granja fallando en el intento. Al verlo escaparse, podemos precisar que ese escape no será tan catártico sino que estará digitado por el velo de la duda. “¿Cómo rechazar un demonio (viejo problema)? Los demonios, sobre todo si son de lenguaje (¿y de qué otra cosa serían?), se combaten con el lenguaje”. Así como Tom había combatido con su cuerpo (en el baile), con sus ojos (en un intento de asfixia de Francis) y con sus manos (cuando percudidas, las deja a merced de la curación de ese otro hombre) el demonio que representa la figura de Francis, hace lo mismo sobre el final, también con los ojos y también con las manos. Primero, se desprende de sus pertenencias (otra clara alegoría, esta vez sobre la identidad), mira por el espejo retrovisor (es decir, mira hacia atrás) y luego apoya las manos en el volante cuando Rufus Wainwright termina de cantar “Going To A Town”, una de las canciones más perfectas sobre los viajes internos y el alterable concepto de hogar (“tell me, do you really think you go to hell for having loved? Tell me, and not for thinking every thing that you’ve done is good? making my own way home, ain’t gonna be alone…”). Con esas manos de Tom en el volante, Dolan vuelve a mostrar su eficacia para concluir sus películas (imposible no evocar el hermoso final de Laurence Anyways), siendo Tom à la ferme la más breve, discutiblemente menos “personal” (está basada en una pieza teatral de Michel Marc Bouchard) y con una visión del amor mucho más retorcida. Desde el inicio, cuando Tom dice que solo puede combatir la ausencia llenándola con otra presencia (hasta ese momento sin rostro), sabemos que su viaje para lidiar con el presente angustioso estará poco ligado a Guillaume y más a una clase de demonio (Francis y él mismo, uno como espejo del otro) que es insensato a su mirada y un delirio “irrazonable a los ojos de los demás”. Tom à la ferme es precisamente eso. Una obra sobre cómo el reconocer nuestras distorsiones nos vuelve más humanos. Ya lo había escrito Bianca en Una novelita lumpen de Roberto Bolaño: “nada se aclaraba en el interior de mi cabeza, pero el solo hecho de hacerlo, de pensar en los sueños y en la vida, aligeraba de un peso incierto mi corazón o lo que yo llamaba mi corazón, el corazón de una delincuente, de una persona sin escrúpulos o con unos escrúpulos tan distorsionados que me costaba reconocer como míos”. Sí, nos aferramos al lenguaje para poder sobrellevar la angustia, pero en esa búsqueda constante de supervivencia advertimos que el único modo de soportar la ausencia, como diría Barthes y como demostraría Tom, es olvidando. No tanto al otro, a ese que se fue, que ya no está, que es inasible. Más bien a nosotros mismos, a quien matamos y revivimos día a día, sol a sol, en el presente insostenible.

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► [TRAILER] Las poderosas imágenes de Tom à la ferme:

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► [ESCENA] Un gran momento del film de Xavier Dolan:

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 ► [PLAYLIST] Canciones para bailar de a dos:

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¡BUEN MIÉRCOLES PARA TODOS! Retomamos la semana del blog con dos consignas: 1. ¿Cómo continuarían sus películas favoritas con final abierto? ¿Cómo fantasean que siguen esas historias? 2. Me gustaría armar una nueva playlist con la propuesta de mejores canciones para bailar de a dos; dejo mi primer aporte: “Ultraviolence” de Lana Del Rey; como siempre los leo y, quienes quieran, pueden explayarse sobre Xavier Dolan, por supuesto; ¡nos reencontramos mañana con un Deathmatch!

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Podcast Cinescalero Volumen VI: Sobre Orange Is the New Black

Buen lunes para toda la muchachada. Abrimos una nueva semana del blog de manera diferente: con un podcast. Gracias a José Tripodero y a Milagros Barcala por juntarse conmigo para debatir sobre Orange Is the New Black, la gran serie de Netflix. A quienes hayan visto la creación de Jenji Kohan los invito a comentar sobre la misma. A quienes no, los invito a responder una consigna sobre series: ¿CUÁLES FUERON Y/O SON LAS SERIES QUE MÁS ADICCIÓN LES GENERARON? Como siempre, espero sus comentarios. ¡Gracias por escuchar! PD1. Una advertencia: este podcast tiene spoilers a partir del minuto diez. PD2. Mañana me será imposible publicar, así que nos reencontramos el miércoles sin falta. Gracias de nuevo.