La sangre es vida

Hoy en Cinescalas escribe: @enjoyjessica

Culpo a Francis Ford Coppola y a Gary Oldman por mi obsesión con los vampiros y, en particular, por el padre de ellos: Drácula. Fue su película la que me hizo entrar en ese universo tan maravilloso, sensual y misterioso.

La novela de Bram Stoker ha sido una de las más llevadas al cine, en especial su protagonista. Aunque recordemos que en la novela Drácula apenas aparece, más bien la mayor parte del relato se habla de él pero no está, se lo persigue, se lo busca. El cine nos ha presentado diferentes Dráculas: el primero no se llamaba Drácula, era Nosferatu, y era monstruoso, en esa increíble película del expresionismo alemán; Bela Lugosi dio vida a un Drácula más carismático desde 1931; Christopher Lee para la Hammer, la cual probablemente es la que más influencia tiene en el film de Coppola; y se puede mencionar al Drácula de Frank Langella, aunque en realidad éste es un producto basado en una obra de teatro, que difiere bastante de la novela.

Pero la película de Coppola, una película barroca, por lo tanto excesiva y redundante, si bien desde su título declara ser el Drácula de Bram Stoker, tampoco es totalmente fiel a la novela. Por ejemplo, su prólogo, ese hermoso relato que sucede cuatro siglos antes que el resto de la película, en el que vemos a un héroe trágico, el príncipe Vlad, una persona que no tiembla a la hora de matar pero se quiebra ante la muerte de su amada Elizabetta, no aparece en ningún momento de la novela. Sin embargo, para la película es imprescindible. No sólo para presentar a este héroe, encarnado magistralmente por un histriónico Gary Oldman, sino también a la gran historia de amor que va a ser protagonista. Porque Drácula no es una película de terror: es una película de amor, es un melodrama.

“May God Unite Us in Heaven” escribió Elizabetta en su carta suicida. Pero no se unen en el paraíso, y nunca lo harán. Porque Drácula no es un monstruo pero es alguien que ha pactado con el diablo y su principal razón no es vengarse ni tampoco la ambición, sino el amor. Drácula cruza los océanos del tiempo para reencontrarse con la mujer que amó. Pero ahora es Mina (Winona Ryder, divina). Tiene su misma cara y cae ante él del mismo modo que Elizabetta en siglos anteriores, pero no es ella. Drácula idealiza a Mina, y es la construcción que él hace de esa mujer lo que no le permite morderla, condenarla a una vida eterna, sin respirar, sin alma. “Soy nada”, le confiesa en esa hermosa escena que comparten en la cama, donde ella termina bebiendo de él. “Llévame lejos de toda esta muerte”, le suplica ella.

Annie Lennox interpreta “Love Song for a Vampire”:

La sangre es vida. Y en la película, casi todo está teñido de rojo. Los cielos, gran parte del vestuario, destacándose el traje que viste Drácula en la gran escena de la orgía de la que forma parte Jonathan Harker (Keanu Reeves), un personaje inocente que es violado por las hermosas novias del vampiro, víctima de sus propias fantasías. También tenemos a Lucy, la primera víctima, mujer aristócrata y muy abierta con su sexualidad, pelirroja, una Sadie Frost bellísima que tiene a tres hombres a sus pies y contrasta con la pureza de su amiga Mina (al menos en un principio). Renfield (Tom Waits) es quien no está loco, es un hombre sano luchando por su alma. Van Helsing, un Anthony Hopkins que en el prólogo es sacerdote, y que además es narrador, imparte sus conocimientos de ciencias y sobrenaturales, no tienen por qué ser sólo uno de ellos.

La dirección de arte de la película es impecable. El castillo de Drácula, que luce como inacabado, y con clara influencia de la pintura del artista checo Kupka, logra transmitir esa sensación enigmática, misteriosa y aterradora que el mismo “monstruo” provoca.

Por último, creo necesario destacar esa hermosa escena homenaje al origen del cine, en la cual no sólo se habla de él, sino que vemos una imagen como si fuera una película de esa época, filmada por el cinematógrafo, pero a color, antes de producirse el primer encuentro entre Drácula y Mina. “(…) y es todo de una tragedia espantosa, con un destino implacable que marca un final señalado”, escribe Mina en la novela original. Y es trágico el final que tienen. Pero tras tantos siglos vagando, Drácula encuentra la paz.

Por @enjoyjessica

* DE YAPA: Drácula según los estudios Hammer:

¿Qué opinan de la película de Coppola? ¿Cuál les parece el mejor Drácula, la mejor adaptación?; Compartan sus impresiones; Para escribir en Cinescalas solo deben mandar sus notas a milyyorke@gmail.com (gracias por la paciencia a quienes no he publicado todavía)

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La mejor película de…Los hermanos Coen

“I’ve traveled far and I’ve burned all the bridges…”

* Director(es) propuesto(s) por: Nicolás Balduri

“La mente tiene vida propia y no hay un mapa para recorrer ese territorio. Explorarla puede ser doloroso”, dice Barton Fink (el gran John Turturro) en una de las mejores películas de los hermanos Coen. Creo que en más de una oportunidad expresé que, en mi opinión, lo más interesante de Ethan y Joel vino de la mano de un dude y un grupo de nihilistas, pero ya he hablado sobre ese film en este post y hoy me parecía apropiado cerrar la semana con Barton Fink. No solo porque fue una semana donde escribí sobre esas cosas dolorosas a las que se refiere el citado personaje sino donde también debatimos sobre la mente y sus límites. Pero además de todo eso, hay que destacar que este es un film (lisa y llanamente) sobre el cine. Sobre los canallas de la industria, sobre esos hombres detrás del escritorio – marca autoral de los hermanos -, y sobre otro hombre que, en el fondo, busca explicarse (“Yo soy un escritor, ¡yo creo cosas, yo las creo, soy un creador!”) y, en ese ámbito sórdido, ese hotel que no ayuda a superar el bloqueo narrativo, tiene que concebir un guión por encargo. Él. Alguien que defiende el hecho de sacar a relucir lo más oscuro, lo más inabordable. Con algo de Lynch en su claustrofobia, en esa atmósfera que se va enrareciendo, Barton Fink encontraba a los Coen en un momento donde tenían algo para decir. Y lo hacían bordeando la sátira y criticando sin miramientos una forma de encarar el cine donde lo artístico y lo genuino estaban en el último peldaño y donde casi siempre terminaba predominando el desencanto. Es interesante rever la película hoy y pensarla como un manifiesto poético. Porque no vamos a encontrar más poesía en los Coen que en ese final tan hermoso, surreal y deslumbrante.

Les dejo un video tributo a los Coen:

¿Cuál les parece la mejor película de los hermanos Coen? ¿Los bancan todavía o dejaron de hacerlo? ¿De qué otros realizadores quisieran ver post? ¡Comenten! ¡Buen Finde para todos!

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La escena del día: La piel que habito

“¿Hasta dónde puede llegar el amor de un loco?”

En Los abrazos rotos, un hombre ciego toca la pantalla de un televisor con la esperanza de poder captar la imagen de la mujer amada, del último suspiro de la mujer amada, del fatídico último beso. En La piel que habito, otro hombre también observa a una mujer detrás de un velo (de un concepto de velo, mejor dicho), cautivado por las similitudes con su esposa muerta y por sus propias ambiciones perfectamente ejecutadas. Ambas películas de Pedro Almodóvar trabajan sobre los recuerdos y sobre la recomposición de un pasado quebrado. Mientras que en la primera veíamos un puñado de fotos partidas que intentaban reordenarse cual rompecabezas ya rasgado, en La piel que habito este hombre, un doctor que empuja su curiosidad científica hacia los límites  – de ahí el permanente juego del film con lo (in)verosímil -, forja una creación a partir de nuevas partes, con ese pasado que lo aturde y que lo lleva a una obsesión, a obedecer a una ley del deseo omnipresente en la obra de Almodóvar (imposible no evocar Átame), que lo hace moverse en un torbellino en el cual no puede expresarse con el rostro (en ese sentido, Antonio Banderas está perfecto) porque es su imperturbabilidad lo que lo mantiene enfocado.

No hace falta citar la cantidad de influencias subyacentes en La piel que habito. Son muchas y reconocidas por el propio realizador manchego. El acierto radica en cómo llevó ese desafío formal a la propia narrativa. Es decir, el mismo Almódovar está haciendo una película a partir de otros retazos, de otras imágenes; una película que relata justamente eso: la concepción de un cuerpo (casi) tabula rasa. Con Frankenstein como materia prima ineludible, como la citada Los abrazos rotos y como otros tantos films del director, debajo del humor, de lo grotesco, de frases memorables que se ajustan a una pesadilla (“el tigre me ha dejado hecha polvo”), hay una historia de amor fou. Buñuel era un fetichista de los pies, Almodóvar es un fetichista de la piel. De su maleabilidad, de su contracción, de la fascinación al tacto. Y ese amor fou, en consecuencia, se manifiesta con el roce, la penetración, lo ignífugo, lo irreconocible. Incluso, independientemente de que todo parece girar en torno a un hombre que busca recomponer (y vengar) lo perdido, el final de La piel que habito echa por tierra tanto el terror como género revisitado como su precisión narrativa para que el gran giro del guión llegue de modo natural. Es en ese final donde Almodóvar nos conmueve, nos deja con interrogantes sobre la sexualidad, y donde opta por un fundido en negro para darle un cierre sutil a la horrorosa travesía de alguien que, a fin de cuentas, solo quería encontrar el camino de regreso a casa.

Les dejo una breve escena de la película:

 ¿Vieron La piel que habito? ¿Qué opinan de ella? ¿Les interesa el cine español?; de yapa, propongan una secuencia y/o versus para el jueves próximo; ¡Gracias a todos!

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*DE YAPA: La gran banda sonora del film:

La piel que habito OST by Milagros Amondaray on Grooveshark

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La frontera invisible

“I’m not here to know the things I cannot do, we’ve seen the outcome of the boys who didn’t fly”

Supongo que estoy harta de las despedidas. Curiosamente, una de las personas a las que despedí esta semana me regaló La invención de la soledad de Paul Auster y ya desde el comienzo, mientras armaba el post de hoy, volví a asombrarme por la manera en que los puntos se conectan. “(la muerte) sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad. Podemos aceptar con resignación la muerte que sobreviene después de una larga enfermedad, e incluso la accidental podemos achacarla al destino; pero cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte, que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte…”. Auster comienza así su relato, a raíz del fallecimiento de su padre. Me hizo pensar en eso de lo que suelo escribir con frecuencia, acerca de cómo la vida es una sucesión de pequeñas muertes, y que esas pequeñas muertes son, esencialmente, las despedidas. Las buscadas, las que nos encuentran de modo imprevisto e incluso aquellas que son irremisibles, que forman parte de lo cotidiano. Sí, lo lógico sería que esas pequeñas muertes nos hicieran crecer, que en esa frontera invisible entre lo que se tuvo y lo que se perdió encontráramos algo de lo cual sostenernos para no caer en lo inevitable: el pensamiento de que todo pasa a ser un recuerdo. Como dice Auster, enfrentar eso, aún con menos entereza cuando ataca con desconcierto, nos pone en contacto con la mortalidad, nos hace mirar de frente, aunque no queramos, a cómo a medida que uno va despidiéndose se vuelve más consciente del fin de las cosas. No sé, es como si me observara a mí misma una década atrás, cuando la sensación de mortalidad prácticamente no existía porque era siempre reemplazada (o tapada) por otra: la de eternidad. Lo posible. Lo conquistable. Antolín, en su canción “Jóvenes y eternos” también escribió sobre esto: “Estoy cansado de tanta eternidad, prefiero el tiempo que dura un beso en la oscuridad”. Es decir, acabemos con el regodeo en esos desenlaces (“no le demos al final tanta importancia” diría, también, Fito) para que eso conquistable sea nada más y nada menos que lo inmediato. Sí, el presente. El presente y nada más. Antolín, a su vez, enarbola una seguidilla de afirmaciones: “Todos llevamos dentro de un Elliott muerto. Un Cobain muerto. Un Ledger muerto”. La lectura puede ser doble. Todos llevamos dentro a esos jóvenes que murieron pero se volvieron eternos y, también, todos estamos en contacto con la aceptación (mayor o menor) de esa irreductibilidad de la muerte. Debió haber sido esa mención a Ledger la que, inconscientemente, me hizo recordarlo como ya lo había hecho tiempo atrás. Y esa sí que es una pequeña muerte difícil de explicar, porque uno la sufre por lo que disfrutó de ver y por lo que quedó trunco. Pero también por lo que cuesta aceptarla. “Tal vez sea eso lo que cuenta: llegar a lo más profundo del sentimiento humano”, agrega Auster. Heath, en  mi caso, lo hizo. Cuando despide a Jack en Secreto en la montaña se lamenta, como podríamos lamentarnos nosotros, de todo ese futuro que ya no podrá ser. Sus palabras quedan por la mitad. Pero por la ventana se ve el campo, vasto, y un cielo abierto. La posibilidad. La posibilidad de volver a conquistar y de sentirnos, al menos por cuestión de segundos, en amos, en dueños, en conquistadores de lo eterno.

*1. Heath en 10 cosas que odio de ti:

*2. Heath en Secreto en la montaña:

*3. Heath en El caballero de la noche:

¿A qué actores y/o directores les gustaría tener de vuelta para una actuación/película más? ¿Qué “pequeña muerte” del cine los afectó?; Leo sus comentarios… ¡Buen miércoles para todos!

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* DE YAPA: Playlist de jóvenes eternos:

Jóvenes y eternos by Milagros Amondaray on Grooveshark

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