
“I made it to a dinner date, my teardrops seasoned every plate, I tried to dance but lost my nerve…”
Atención: se revelan algunos detalles del argumento
Cada vez que Sue Bridehead aparece en la vida de Jude Fawley, Thomas Hardy hace salir el Sol. Lo que podría tratarse de una metáfora lisa y llana sobre el efecto que tiene esa mujer en la vida de su primo gana otra dimensión por todo lo que se está tejiendo detrás de ese vínculo. Sí, el Sol tiene correlación inmediata con el temperamento de Sue, quien se empecina en traer de vuelta a la vida a un hombre quien pensaba que no podía tenerlo todo. Sin saberlo, es ella quien lo va alejando de esa mediocridad en la que él falsamente se siente embebido para luego, con la misma facilidad, empujarlo de vuelta hacia las tinieblas tan solo porque puede. O porque las circunstancias los llevaron a advertir que su relación nunca podría tomarse de las manos con la sociedad de la que ellos intentaron, fracasando en el intento, excluirse por completo. El amor es un concepto indefinible y ya lo había escrito León Tolstói: “Creo que si es verdad eso de que hay tantas mentes como cabezas, entonces debe haber tantos amores como corazones”. Sin embargo, sí creo que el amor puede emparentarse con esa idea de omnipotencia, de creer que, cuando hay alguien a tu lado que te está sosteniendo, que te está haciendo cobrar brillo, entonces todo parece altamente conquistable. En Jude, Thomas Hardy vuelve a poner en el centro a una de sus heroínas – esas Nuevas Mujeres como se las terminó denominando -. quienes obsesamente buscan encontrar la felicidad, aunque las posibilidades nunca estén a su favor. Eso es curioso, porque no estamos hablando de personalidades débiles o susceptibles ante los impedimentos. Estamos hablando de mujeres que tienen una mentalidad tan poderosa que arrastran a los demás consigo en ese torbellino de ideales. “¡Voy a amarlo! Es terco y complejo, pero sería una locura no permitirme amarlo tan solo por eso. No quiero ser una esclava del pasado, quiero amar donde yo elija hacerlo”, exclama Sue. Exclama. Jamás susurra. No podríamos pedirle a una heroína de Hardy que desnude sus sentimientos con medias tintas. Todo, absolutamente todo en ellas está regido por lo ingobernable, indefinible, inevitable: ese amor que está condenado, pero al que se lo quiere padecer igual. Y ahora hablo de padecer y no, por ejemplo, de disfrutar. Porque en todas las novelas de Hardy al amor se lo sufre, no solo por el destino trunco que sabemos que es inherente a él sino por las caras visibles de ese sentimiento. Personas que se ven desbordadas por nuevas sensaciones, palpitaciones, reacciones. Personas que quieren, casi caprichosamente, que el Sol siempre se pose sobre ellos, aunque la realidad los conduzca a las penumbras.
“If it’s not asking too much, please send me someone to love”

Anna Karenina salió de la pluma de Tolstói, pero se me hizo imposible no asociarla a la pluma de Hardy. En ambos autores, las/sus mujeres son presas de una fijación. Es ese carácter de Anna – compartido con el de Sue Bridehead – el que la lleva a sucumbir a Vronsky, a sucumbir a esos encuentros donde Tolstoi halla en la luz, en el Sol y en todo ese campo semántico infinitamente explorable la mejor manera de describir cómo la presencia de otro puede calar tan hondo en la de uno, invitando a la fusión irremisible de ambos: “Cada vez que lo veía, su alma se iluminaba con el mismo sentimiento de ánimo del primer día que lo vio en la estación de tren. Sentía la alegría brillando en sus ojos y sus labios formaban una sonrisa, le era imposible extinguir esa expresión de alegría”. Iluminarse. Brillar. Extinguir. Todos conceptos ligados entre sí. Si Tolstói creía que había tantos amores como corazones, por consecuencia debía creer que había tantas maneras de describirlos como palabras existentes. Sin embargo, y a pesar de que la historia de Anna no es la única en la novela en reflejar lo que es el amor, sí es cierto que Tolstói eligió un modo unívoco de narrar. Eligió definir al amor como algo vinculado a una suerte de ceguera, de iluminación del propio cuerpo, de incendio. Un incendio generado por el contacto físico, por el arder de una lengua sobre unos labios; o un incendio generado por los celos, por la desconfianza que hace que las chispas se multipliquen hasta que ya no quede nada más con vida. Ese extinguir sobre el que escribió el autor. Pero el iluminarse tampoco está necesariamente relacionado con lo pasional y desbocado, con lo que parece fuera de control (como ese caballo que se cae cuando unos ojos lo penetran). El iluminarse no tiene por qué llegar a tal grado de fogosidad. Puede, como el bello relato de Kitty y Levin, representar una vida más simple pero no por eso menos sentida; puede, en efecto, representar la candidez en todo su esplendor, otra de las cualidades que pueden desprenderse de esa luz, de ese mirar al Sol, siendo el Sol el rostro de la persona amada. Sabemos que no hay ni un solo rasgo de arbitrariedad en las palabras de un autor, y menos en las palabras, en los detalles tan extraordinarios que se desprenden de la prosa de Tolstói. Porque así como describe el sentimiento de Anna por Vronsky como si conociera la sensibilidad femenina como la palma de su mano (rasgo que indudablemente comparte con el Flaubert de Madame Bovary), remarcando esa iluminación del espíritu; también hace lo propio cuando es hora de contar el desenlace que elige Anna, ya completamente consumida por su miedo a la pérdida de alguien que, paradójicamente, la condujo a perder. “La luz de las velas cerca de las cuales había estado leyendo ese libro se llenó de ansiedad, de decepción, de dolor, demonios, y se encendió más que nunca, encendiendo también todo lo que alguna vez estuvo en la oscuridad; esa luz primero se esparció, luego se volvió sombría, y después se apagó para siempre”. Así, la historia se resume a cómo Tolstói describe la existencia de Anna, una tan tormentosa como plagada de contrastes: “todas las variaciones, todo el encanto, toda la belleza de la vida está conformada tanto de luces como de sombras”.
“Your presence dominates the judgments made on you”

Presumo que a Joe Wright no se le debe haber escapado el concepto de que las luces y sombras están fuertemente ligadas al teatro, a escenas que cobran vida cuando el telón se levanta y que fallecen cuanto éste se cierra, o cuando esas luces son momentáneamente atenuadas. Su ambición, la de adaptar, con guión de Tom Stoppard, la novela de Tolstói mediante una puesta teatral es no solo fidedigna al espíritu de la novela (y no únicamente por ese juego de luces y sombras ya remarcado) sino también una verdadera relectura, término del que a veces es imposible no abusar. Sin embargo, acá la relectura es evidente, insoslayable. A Wright le interesa experimentar con las temáticas que hay de fondo, moldeándolas a su antojo (y al antojo de la historia). Y aquí es donde reside la diferencia entre la ambición vacía o la mera provocación. Lo suyo siempre está vinculado al enorme respeto por el material de base. Respeto que lo lleva a ponerse inventivo, hallando en distintas formas de expresión los vehículos ideales para que las palabras de los autores, como Karenina al observar a Vronsky, puedan cobrar vida. En Orgullo y prejuicio (su base: Jane Austen), Wright opta por omitir los besos entre Elizabeth y Darcy, y lo hace porque él sabe que para esa época un roce de manos era mucho más tormentoso, gráfico y movilizador que un beso. En Atonement (su base: Ian McEwan), configura una escena pesadillesca y dolorosa porque sabe que, mediante esa estructura, mediante el abordaje de un plano onírico, va a poder llegar a la raíz de todo: la imaginación de un mundo paralelo donde Cecilia y Robbie obtienen su final feliz. En Anna Karenina la apuesta es más grande porque el film se inicia con un telón que se abre y que exhibe un ámbito en el que todo parece más asfixiante y confinado, en contraposición con la escena final, mucho más luminosa y delatora, mucho más abierta y, en definitiva, con muchos más interrogantes activados. Al director le encantan los contrastes, le encanta el poder que puede tener la correlación de las secuencias, se regodea en ellas. Así como en Orgullo y prejuicio Lizzie apagaba una vela y la siguiente toma era la de una noche que se encendía con un baile, en Anna Karenina el primer beso (en una mano, porque Wright es un fetichista de las manos y sus planos detalle) es sucedido por un terrible accidente, cuyo ruido ensordece cualquier tipo de sensación de bienestar que los labios de Vronsky sobre la mano de Anna pueda llegar a generarnos. Pero con esa economía de recursos, el director lo dice todo.

El director nos dice que ese amor está inevitablemente condenado a la tragedia. La reescritura, entonces, sigue mirando, si se me permite la redundancia, hacia las miradas. En Anna Karenina todos observan y son observados. Nosotros observamos la propulsión de historias sentados en una butaca, mientras que Anna observa un baile, mientras Vronsky la observa a Anna observar un baile, mientras los demás los observan a ellos observar. Por eso, el primer baile, otro verdadero festín de contrastes (Anna viste de negro, mientras que Kitty permanece de blanco), es una maravilla absoluta. Como aquel de Orgullo y prejuicio donde la luz solo iluminaba a Lizzie y Darcy, aquí el resto de los asistentes se quedan en pausa, se quedan detenidos, mientras el movimiento está solo circunscripto a ese episodio clave en la relación de Anna y Vronsky. El roce, nuevamente, cobra un sentido mayor, el roce también está visto como un arma de doble filo, el roce, como en la novela, puede eventualmente lastimar: “En sus sentimientos hacia ella no había más elementos de misterio, y por eso su belleza, aunque lo atraía mucho más que antes, también le estaba provocando una herida”. Wright, acompañado de intérpretes que tan bien supieron reflejar todas esas aristas de un mismo sentimiento inabordable – especialmente un enorme Jude Law, y la dupla Alicia Vikander-Domhnall Gleeson -, se queda con esa pregunta que plantea Tolstoi en la novela (“¿Es realmente posible decirle a alguien lo que uno siente?”) y despliega las respuestas con distintas armas, desde Vronsky penetrando a Anna, pasando por Karenin y un beso en la mejilla, hasta la declaración de amor de Kitty y Levin mediante el juego literal con las palabras. Entonces, el explicitar el sentimiento no está solo ligado a lo verbal sino también a lo gestual y, por ende, a la propia concepción que uno tiene del amor y de sus límites. “Es posible elegir a una sola persona que cumpla todas nuestros deseos” asegura un imperturbable Levin, mientras alguien lo tilda de ingenuo. En otra realidad se encuentra Anna, quien cree encontrar en una sola persona su propia salvación, y no su propia condena, quien ama apasionadamente y sufre en consecuencia. Y si sufre es, también, porque su idealización le tapó la vista: “Ella lo había imaginado mucho mejor de lo que él era en realidad. Tenía que descender a la realidad para disfrutarlo como era”. Pero no lo logra, no logra escaparle a su complejidad, a su tempestad interior, como trágicamente muestra Wright en una ventanilla de tren que se ilumina con el pensamiento tormentoso de Anna traducido en una imagen que la perturba y la lleva a la muerte.
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Es en esos detalles donde percibimos que Anna Karenina es más que una apuesta. Es un triunfo. Es una obra calculada y al mismo tiempo apasionada, que se presenta a través de las palabras de la Condesa Vronsky en respuesta al interrogante primigenio de Anna (“¿Fue por amor?” – “Siempre”) y arriba de un tren, otro elemento clave (“otra vez mirando las vías del tren, si poder volver atrás pero extrañando volver…”). El film, orquestado como una pieza teatral, nunca se olvida de que es siempre el amor lo que lo atraviesa, y que ese amor implica el poder o no poder perdonarse a uno mismo (“no tiene solución, la respuesta es que uno debe perdonarse y aceptarse día a día”), el poder o no poder aceptar realmente al otro (“siempre te amé, y si alguien ama, lo ama al otro en su totalidad, tal y como es, no como quisiéramos que lo sea”) y el poder o no poder apaciguar/dominar la llama. Como escribió A.S. Byatt en Posesión: “Ningún ser humano puede ir hacia el fuego y pretender no consumarse”. Pero quizás no se trate de ir hacia el fuego con perfecta noción de lo que eso implica, quizás el verdadero amor, ese que busca y anhela perdurar, es el que te toma de imprevisto cuando no estabas prestando atención, cuando la vista estaba en otro lado, cuando, como escribió Tolstói en relación a Vronsky, “él trataba de no mirarla, como si ella fuera el Sol, y sin embargo, como al Sol, pudo verla igual: sin siquiera estar mirando”. ♦
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► Les dejo una escena de Anna Karenina:
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► DE YAPA: Todas las Anna Karenina del cine:
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¿Vieron Anna Karenina? ¿Qué opinan de la peculiar adaptación de Joe Wright y Tom Stoppard? Los invito a explayarse sobre ella y a mencionar otras protagonistas fuertes del cine (y la literatura) que más los hayan cautivado; ¡Espero sus comentarios! ¡Buen miércoles para todos! ¡Hasta mañana!
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