A solas con Tom Cruise

…bueno, en realidad no tan a solas, más bien rodeada de colegas y fanáticos. Pero igual, por al menos unos minutos, se sintió como estar a solas. Les dije que no solo no iba a poder contener las ganas de contar sobre la entrevista a Tom Cruise de anoche y que, en consecuencia, no iba a cumplir con eso de “no poder postear hasta la semana que viene”, así que acá les dejo el mini-post que les había prometido, con la foto que les había prometido. Para ver el video de la entrevista, los invito a ingresar a esta nota en lanacion.com, donde también hay imágenes de las charlas con Olga Kurylenko y Andrea Riseborough, las co-protagonistas de Oblivion, la película cuya premiere mundial (sí, mundial) se llevó a cabo anoche en el Village Recoleta. Voy a ser breve y cursi: esta clase de experiencias tienen un gran significado para mí, no solo por el hecho de tener a una megaestrella tan cerca (aunque yo misma me ría de mi propio cholulismo a veces) sino por el hecho de que crecí viendo películas que lo tenían como protagonista y que son parte de mi vida. Como Jerry Maguire de Cameron Crowe, como Magnolia de Paul Thomas Anderson, como Colateral del gran Michael Mann, como Ojos bien cerrados. Todos los caminos me conducen a Stanley Kubrick, por lo cual de anoche, además de lo llamativo que resultó el ser parte de una alfombra roja, rescato que Tom Cruise me haya hablado de él. Entonces, como ya me conocen, este post tiene menos de autobombo y más de una suerte de fascinación adolescente por estas circunstancias que ocasionalmente me tocan vivir y que me permiten ir al centro de aquello sobre lo que siempre hablamos acá. Sí, las películas. ¿Qué sería de nosotros sin ellas?

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¡Hola muchachada! Hoy los invito a explayarse sobre Tom Cruise y su papel favorito del actor; en su momento (y lo sigo sosteniendo), yo había elegido a Vincent de Colateral; de paso, les quiero dar las gracias por permitirme compartir lo de anoche en este espacio y por la buena onda que recibí antes y después de la entrevista; ahora sí: ¡nos vemos en una semana! 😉

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La mejor película para…conquistar a alguien

La razón por la cual elegí esta película para el post de hoy – contracara del primero de esta sección – no tiene tanto que ver con el hecho de que sea un gran film con propósitos “de conquista” sino más bien con el hecho de que es, en realidad, un film sobre la conquista. Asimismo, la conquista en esta historia es doble (una de las tantas lecturas que podemos hacer del título). En primer lugar, todo pasa por la necesidad de Rose (Barbra Streisand) de emanciparlo a Gregory (Jeff Bridges) de una vida de estructuras prefijadas, logrando así que vea en ella la posibilidad de una cotidianeidad que efectivamente puede ser caótica y no por eso tormentosa, que puede ser intensa y no por eso efímera. Es en su propio ímpetu por despertar a alguien más que Rose se despierta a sí misma y su transformación deja de ser solo física para adquirir otra tesitura, explicitada por ella cuando advierte en qué posición se encuentra: “Yo creo en el amor, en la lujuria, en el sexo, en el romance. No quiero que todo se construya como una ecuación perfecta. Quiero lío, quiero caos. Quiero a alguien que pierda la cabeza por mí. Quiero sentir pasión, calor, sudor, locura, Cupidos y toda esa mierda. Lo quiero todo”. En segundo lugar, en El espejo tiene dos caras también notamos la necesidad de Gregory por (re)conquistar a Rose, no solo para darle todo eso que ella anhela sino también para permitirse a sí mismo ser aceptado por alguien más, sin que eso implique condescendencia. A fin de cuentas, Gregory encuentra en Rose a la mujer perfecta según sus parámetros de perfección: alguien que lo incite, lo desafíe, no le permita agudizar su hermetismo. Lo que fundamentalmente me atrae de esta película es su autorreferencialidad, es la manera en la que habla del amor ficticio y real, poniendo una barrera en medio de ambos, para detonarla sobre el final. “Todos queremos enamorarnos. ¿Por qué? Porque esa experiencia nos hace sentir completamente vivos. Cada sentido se exalta, cada emoción se magnifica y nuestra realidad cotidiana se quiebra. Puede durar un momento, una hora, una noche, pero eso no disminuye su valor” dice Rose, para luego aludir al cine y su fascinante faceta manipuladora: “Es como ir al cine y ver a los protagonistas besarse con música de fondo. Lo compramos. Lo compramos porque, ya sea un mito o una manipulación, todos queremos enamorarnos”. Con El espejo tiene dos caras Barbra Streisand se permite jugar no solo con los distintos arquetipos de figuras femeninas sino también con, y en relación al post del miércoles, el vasto panorama de relaciones y sus particularidades. Todas ellas (la que vivió la madre de Rose, la que vive su hermana, la que vive ella misma) se contrapondrán en sus orígenes, en sus respectivos modos de conquista, en sus conflictos, pero las tres tienen un punto en común: “¿Por qué la gente se quiere enamorar?”. La respuesta que da Streisand suena mejor en su idioma original: “Because, while it does lasts, it feels fucking great”. ¿Alguien puede objetar semejante afirmación? 

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► Mi escena favorita de El espejo tiene dos caras:

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¿Cuál les parece la película ideal para ver con alguien con quien desean empezar un vínculo? ¿Tienen anécdotas de haber visto films/haber sido invitados a ver films que cumplieron esa finalidad? Es decir: ¿conquistaron o fueron conquistados con alguna película en particular?; como siempre, espero sus aportes y los invito a proponer otro “La peor/mejor película para…” para un viernes futuro; por mi parte, les cuento que tengo un trabajo importante para espectáculos los primeros días de la semana que viene (ya les contaré en este espacio :P), por lo cual no podré actualizar; por ende, nos reencontramos el miércoles 3 de abril, después de los feriados; disfruten de los días de descanso, se los va a extrañar, ¡nos vemos pronto, muchachada! 😉

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La última vez hablamos sobre la mejor película para… fanáticos de la música

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Deathmatch: Películas de Richard Linklater

*Deathmatch propuesto por: Te Huel

En una oficina, con voz temblorosa y el teléfono en la mano, le dije: “Hay una frase en Fast Food Nation que me quedó grabada: ‘Soy feliz con lo que estoy haciendo, pero soy aún más feliz con lo que no estoy haciendo’”. Del otro lado, él me respondió: “Esa frase es clave, todos llegamos a una situación en la que no somos felices y en la que nos preguntamos qué es lo que realmente queremos”. ¿Recuerdan cuando en el post del viernes mencioné que mi vida hasta el momento no estuvo dotada de sucesos extraordinarios? Bueno, bajo mi perspectiva, esa conversación telefónica con Richard Linklater en el mes de septiembre de 2008 fue, a su manera, un hecho fuera de lo común. Recuerdo que me fue imposible abordar todos las temáticas que me interesaban porque, ya lo sabemos, estamos lidiando con un director que hizo películas totalmente disímiles, desde Rebeldes y confundidos, pasando por Tape, Escuela de Rock, nuestro querido tríptico Antes del amanecer/atardecer/anochecer, hasta la más reciente (y brillante) Bernie, con muchos otros proyectos en el medio. Sin embargo, él lo dijo: “Estoy interesado en muchísimas cuestiones, así funciona mi cabeza, por eso nunca me limito a un género ni me digo a mí mismo ‘Esto lo hago bien’ o ‘Esto no lo hago bien’”. Linklater es un director libre y, en relación a esto y a pesar de que cueste trazar paralelismos entre todos sus films, hay algo casi irrefutable: cada uno de ellos hablan del uso que hace el individuo de la libertad y de lo efímero que puede ser todo. La libertad de subirse al escenario a cantar con un grupo de chicos o la libertad para darse una segunda oportunidad, también rodeado de chicos, pero ahora en un campo de béisbol. “Me alegra que estés haciendo algo por los demás. Mucha gente, incluido yo mismo, solo se sienta y se queja” le dice Jesse a Celine y acá llegamos no solo a mi elección de hoy (Antes del atardecer, por las razones que ya conocen) sino también al corazón del cine de Linklater. El corazón es el tiempo. El tiempo y cómo todos intentamos no sucumbir a su faz más opresiva. El tiempo y cómo intentamos ponerlo de nuestro lado, en el lugar correcto y para obtener lo más difícil. Sí, eso de lo que habla Ethan Hawke en Fast Food Nation: la felicidad.

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► Una imperdible charla con Richard Linklater:

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Para los ansiosos: entrevista con Linkater, Ethan Hawke y Julie Delpy a propósito de Before Midnight:

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¿Cuál es su película favorita de Richard Linklater? Dejen sus aportes en los comentarios y, de yapa, propongan una secuencia y/o versus para el jueves próximo; ¡gracias a todos! ¡Buen jueves!

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DEATHMATCH WINNER: BEFORE SUNSET

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La última vez enfrentamos a… TODOS LOS PERSONAJES DE WES ANDERSON

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Anna Karenina: Como mirar el Sol

“I made it to a dinner date, my teardrops seasoned every plate, I tried to dance but lost my nerve…”

Atención: se revelan algunos detalles del argumento

Cada vez que Sue Bridehead aparece en la vida de Jude Fawley, Thomas Hardy hace salir el Sol. Lo que podría tratarse de una metáfora lisa y llana sobre el efecto que tiene esa mujer en la vida de su primo gana otra dimensión por todo lo que se está tejiendo detrás de ese vínculo. Sí, el Sol tiene correlación inmediata con el temperamento de Sue, quien se empecina en traer de vuelta a la vida a un hombre quien pensaba que no podía tenerlo todo. Sin saberlo, es ella quien lo va alejando de esa mediocridad en la que él falsamente se siente embebido para luego, con la misma facilidad, empujarlo de vuelta hacia las tinieblas tan solo porque puede. O porque las circunstancias los llevaron a advertir que su relación nunca podría tomarse de las manos con la sociedad de la que ellos intentaron, fracasando en el intento, excluirse por completo. El amor es un concepto indefinible y ya lo había escrito León Tolstói: “Creo que si es verdad eso de que hay tantas mentes como cabezas, entonces debe haber tantos amores como corazones”. Sin embargo, sí creo que el amor puede emparentarse con esa idea de omnipotencia, de creer que, cuando hay alguien a tu lado que te está sosteniendo, que te está haciendo cobrar brillo, entonces todo parece altamente conquistable. En Jude, Thomas Hardy vuelve a poner en el centro a una de sus heroínas – esas Nuevas Mujeres como se las terminó denominando -. quienes obsesamente buscan encontrar la felicidad, aunque las posibilidades nunca estén a su favor. Eso es curioso, porque no estamos hablando de personalidades débiles o susceptibles ante los impedimentos. Estamos hablando de mujeres que tienen una mentalidad tan poderosa que arrastran a los demás consigo en ese torbellino de ideales. “¡Voy a amarlo! Es terco y complejo, pero sería una locura no permitirme amarlo tan solo por eso. No quiero ser una esclava del pasado, quiero amar donde yo elija hacerlo”, exclama Sue. Exclama. Jamás susurra. No podríamos pedirle a una heroína de Hardy que desnude sus sentimientos con medias tintas. Todo, absolutamente todo en ellas está regido por lo ingobernable, indefinible, inevitable: ese amor que está condenado, pero al que se lo quiere padecer igual. Y ahora hablo de padecer y no, por ejemplo, de disfrutar. Porque en todas las novelas de Hardy al amor se lo sufre, no solo por el destino trunco que sabemos que es inherente a él sino por las caras visibles de ese sentimiento. Personas que se ven desbordadas por nuevas sensaciones, palpitaciones, reacciones. Personas que quieren, casi caprichosamente, que el Sol siempre se pose sobre ellos, aunque la realidad los conduzca a las penumbras.

“If it’s not asking too much, please send me someone to love”

Anna Karenina salió de la pluma de Tolstói, pero se me hizo imposible no asociarla a la pluma de Hardy. En ambos autores, las/sus mujeres son presas de una fijación. Es ese carácter de Anna – compartido con el de Sue Bridehead – el que la lleva a sucumbir a Vronsky, a sucumbir a esos encuentros donde Tolstoi halla en la luz, en el Sol y en todo ese campo semántico infinitamente explorable la mejor manera de describir cómo la presencia de otro puede calar tan hondo en la de uno, invitando a la fusión irremisible de ambos: “Cada vez que lo veía, su alma se iluminaba con el mismo sentimiento de ánimo del primer día que lo vio en la estación de tren. Sentía la alegría brillando en sus ojos y sus labios formaban una sonrisa, le era imposible extinguir esa expresión de alegría”. Iluminarse. Brillar. Extinguir. Todos conceptos ligados entre sí. Si Tolstói creía que había tantos amores como corazones, por consecuencia debía creer que había tantas maneras de describirlos como palabras existentes. Sin embargo, y a pesar de que la historia de Anna no es la única en la novela en reflejar lo que es el amor, sí es cierto que Tolstói eligió un modo unívoco de narrar. Eligió definir al amor como algo vinculado a una suerte de ceguera, de iluminación del propio cuerpo, de incendio. Un incendio generado por el contacto físico, por el arder de una lengua sobre unos labios; o un incendio generado por los celos, por la desconfianza que hace que las chispas se multipliquen hasta que ya no quede nada más con vida. Ese extinguir sobre el que escribió el autor. Pero el iluminarse tampoco está necesariamente relacionado con lo pasional y desbocado, con lo que parece fuera de control (como ese caballo que se cae cuando unos ojos lo penetran). El iluminarse no tiene por qué llegar a tal grado de fogosidad. Puede, como el bello relato de Kitty y Levin, representar una vida más simple pero no por eso menos sentida; puede, en efecto, representar la candidez en todo su esplendor, otra de las cualidades que pueden desprenderse de esa luz, de ese mirar al Sol, siendo el Sol el rostro de la persona amada. Sabemos que no hay ni un solo rasgo de arbitrariedad en las palabras de un autor, y menos en las palabras, en los detalles tan extraordinarios que se desprenden de la prosa de Tolstói. Porque así como describe el sentimiento de Anna por Vronsky como si conociera la sensibilidad femenina como la palma de su mano (rasgo que indudablemente comparte con el Flaubert de Madame Bovary), remarcando esa iluminación del espíritu; también hace lo propio cuando es hora de contar el desenlace que elige Anna, ya completamente consumida por su miedo a la pérdida de alguien que, paradójicamente, la condujo a perder. “La luz de las velas cerca de las cuales había estado leyendo ese libro se llenó de ansiedad, de decepción, de dolor, demonios, y se encendió más que nunca, encendiendo también todo lo que alguna vez estuvo en la oscuridad; esa luz primero se esparció, luego se volvió sombría, y después se apagó para siempre”. Así, la historia se resume a cómo Tolstói describe la existencia de Anna, una tan tormentosa como plagada de contrastes: “todas las variaciones, todo el encanto, toda la belleza de la vida está conformada tanto de luces como de sombras”.

“Your presence dominates the judgments made on you”

Presumo que a Joe Wright no se le debe haber escapado el concepto de que las luces y sombras están fuertemente ligadas al teatro, a escenas que cobran vida cuando el telón se levanta y que fallecen cuanto éste se cierra, o cuando esas luces son momentáneamente atenuadas. Su ambición, la de adaptar, con guión de Tom Stoppard, la novela de Tolstói mediante una puesta teatral es no solo fidedigna al espíritu de la novela (y no únicamente por ese juego de luces y sombras ya remarcado) sino también una verdadera relectura, término del que a veces es imposible no abusar. Sin embargo, acá la relectura es evidente, insoslayable. A Wright le interesa experimentar con las temáticas que hay de fondo, moldeándolas a su antojo (y al antojo de la historia). Y aquí es donde reside la diferencia entre la ambición vacía o la mera provocación. Lo suyo siempre está vinculado al enorme respeto por el material de base. Respeto que lo lleva a ponerse inventivo, hallando en distintas formas de expresión los vehículos ideales para que las palabras de los autores, como Karenina al observar a Vronsky, puedan cobrar vida. En Orgullo y prejuicio (su base: Jane Austen), Wright opta por omitir los besos entre Elizabeth y Darcy, y lo hace porque él sabe que para esa época un roce de manos era mucho más tormentoso, gráfico y movilizador que un beso. En Atonement (su base: Ian McEwan), configura una escena pesadillesca y dolorosa porque sabe que, mediante esa estructura, mediante el abordaje de un plano onírico, va a poder llegar a la raíz de todo: la imaginación de un mundo paralelo donde Cecilia y Robbie obtienen su final feliz. En Anna Karenina la apuesta es más grande porque el film se inicia con un telón que se abre y que exhibe un ámbito en el que todo parece más asfixiante y confinado, en contraposición con la escena final, mucho más luminosa y delatora, mucho más abierta y, en definitiva, con muchos más interrogantes activados. Al director le encantan los contrastes, le encanta el poder que puede tener la correlación de las secuencias, se regodea en ellas. Así como en Orgullo y prejuicio Lizzie apagaba una vela y la siguiente toma era la de una noche que se encendía con un baile, en Anna Karenina el primer beso (en una mano, porque Wright es un fetichista de las manos y sus planos detalle) es sucedido por un terrible accidente, cuyo ruido ensordece cualquier tipo de sensación de bienestar que los labios de Vronsky sobre la mano de Anna pueda llegar a generarnos. Pero con esa economía de recursos, el director lo dice todo.

El director nos dice que ese amor está inevitablemente condenado a la tragedia. La reescritura, entonces, sigue mirando, si se me permite la redundancia, hacia las miradas. En Anna Karenina todos observan y son observados. Nosotros observamos la propulsión de historias sentados en una butaca, mientras que Anna observa un baile, mientras Vronsky la observa a Anna observar un baile, mientras los demás los observan a ellos observar. Por eso, el primer baile, otro verdadero festín de contrastes (Anna viste de negro, mientras que Kitty permanece de blanco), es una maravilla absoluta. Como aquel de Orgullo y prejuicio donde la luz solo iluminaba a Lizzie y Darcy, aquí el resto de los asistentes se quedan en pausa, se quedan detenidos, mientras el movimiento está solo circunscripto a ese episodio clave en la relación de Anna y Vronsky.  El roce, nuevamente, cobra un sentido mayor, el roce también está visto como un arma de doble filo, el roce, como en la novela, puede eventualmente lastimar: “En sus sentimientos hacia ella no había más elementos de misterio, y por eso su belleza, aunque lo atraía mucho más que antes, también le estaba provocando una herida”. Wright, acompañado de intérpretes que tan bien supieron reflejar todas esas aristas de un mismo sentimiento inabordable – especialmente un enorme Jude Law, y la dupla Alicia Vikander-Domhnall Gleeson -, se queda con esa pregunta que plantea Tolstoi en la novela (“¿Es realmente posible decirle a alguien lo que uno siente?”) y despliega las respuestas con distintas armas, desde Vronsky penetrando a Anna, pasando por Karenin y un beso en la mejilla, hasta la declaración de amor de Kitty y Levin mediante el juego literal con las palabras. Entonces, el explicitar el sentimiento no está solo ligado a lo verbal sino también a lo gestual y, por ende, a la propia concepción que uno tiene del amor y de sus límites. “Es posible elegir a una sola persona que cumpla todas nuestros deseos” asegura un imperturbable Levin, mientras alguien lo tilda de ingenuo. En otra realidad se encuentra Anna, quien cree encontrar en una sola persona su propia salvación, y no su propia condena, quien ama apasionadamente y sufre en consecuencia. Y si sufre es, también, porque su idealización le tapó la vista: “Ella lo había imaginado mucho mejor de lo que él era en realidad. Tenía que descender a la realidad para disfrutarlo como era”. Pero no lo logra, no logra escaparle a su complejidad, a su tempestad interior, como trágicamente muestra Wright en una ventanilla de tren que se ilumina con el pensamiento tormentoso de Anna traducido en una imagen que la perturba y la lleva a la muerte.

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Es en esos detalles donde percibimos que Anna Karenina es más que una apuesta. Es un triunfo. Es una obra calculada y al mismo tiempo apasionada, que se presenta a través de las palabras de la Condesa Vronsky en respuesta al interrogante primigenio de Anna (“¿Fue por amor?” – “Siempre”) y arriba de un tren, otro elemento clave (“otra vez mirando las vías del tren, si poder volver atrás pero extrañando volver…”). El film, orquestado como una pieza teatral, nunca se olvida de que es siempre el amor lo que lo atraviesa, y que ese amor implica el poder o no poder perdonarse a uno mismo (“no tiene solución, la respuesta es que uno debe perdonarse y aceptarse día a día”), el poder o no poder aceptar realmente al otro (“siempre te amé, y si alguien ama, lo ama al otro en su totalidad, tal y como es, no como quisiéramos que lo sea”) y el poder o no poder apaciguar/dominar la llama. Como escribió A.S. Byatt en Posesión: “Ningún ser humano puede ir hacia el fuego y pretender no consumarse”. Pero quizás no se trate de ir hacia el fuego con perfecta noción de lo que eso implica, quizás el verdadero amor, ese que busca y anhela perdurar, es el que te toma de imprevisto cuando no estabas prestando atención, cuando la vista estaba en otro lado, cuando, como escribió Tolstói en relación a Vronsky, “él trataba de no mirarla, como si ella fuera el Sol, y sin embargo, como al Sol, pudo verla igual: sin siquiera estar mirando”. 

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► Les dejo una escena de Anna Karenina:

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 DE YAPA: Todas las Anna Karenina del cine:

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¿Vieron Anna Karenina? ¿Qué opinan de la peculiar adaptación de Joe Wright y Tom Stoppard? Los invito a explayarse sobre ella y a mencionar otras protagonistas fuertes del cine (y la literatura) que más los hayan cautivado; ¡Espero sus comentarios! ¡Buen miércoles para todos! ¡Hasta mañana!

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¡Qué bien la pasé!

Pensándolo un poco, advertí que me es más sencillo acordarme de las malas experiencias (a la hora de ver en una película, para ser más exactos) que de las buenas. Quizás tenga que ver con el hecho de que soy fácilmente irritable cuando estoy en una sala de cine y mi misantropía está fuera de control. Sobre ese tema hablamos hace un tiempo en este post, en el cual compartimos esos hábitos ajenos molestos que directamente arruinan cualquier chance de que podamos disfrutar de la película que fuimos a ver. Pero, ¿qué pasa cuando la salida al cine se convierte realmente en aquello que promete ser, una especie de ceremonia de la que salimos transformados? ¿Qué pasa cuando el contexto, el film, y nuestras emociones entran en sintonía logrando que recuperemos la fe en el hecho de salir de nuestras casas para detenernos en lo que hay frente a nosotros de manera multisensorial? ¿Cuándo les pasó esto? ¿Cuáles fueron esas ocasiones especiales en las que vieron una película y se levantaron de la butaca sin poder pensar en otra cosa más allá del disfrute? En mi caso, es imperativo mencionar INNI, el documental sobre una presentación en Londres de Sigur Rós. Fue una situación en la que la importancia de la compañía era tan relevante como no relevante en absoluto. Es decir, fui a ver ese registro de un recital sola, pero me sentía igualmente acompañada, aunque no conociera a quienes estaban alrededor. Era la sensación de tener conciencia de que quienes estaban ahí, en esa pequeña sala, estaban ahí por Sigur Rós, dispuestos a entregarse a esa música que jamás podrá ser descrita. Entonces, la emoción fue doble porque no solo me dejé envolver por la voz de Jónsi sino también por ese silencio generalizado, ese silencio que solo podía provenir de quienes estaban tan absortos ante la belleza de INNI como quien les escribe. Quizás por eso recuerde esa noche como una de las mejores en una sala de cine. Porque dice mucho sobre lo que es ir a ver una película: una experiencia individual, que cambia el día, la semana, el mes, la vida de uno, pero que también, sin que quizás lo sepamos, está cambiando la vida de mucha gente más. ♫

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Les dejo algunas imágenes de INNI:

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DE YAPA: Una playlist con canciones de Sigur Rós:

Sigur Rós by cinescalas on Grooveshark

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¿Cuáles fueron las mejores experiencias que tuvieron en una sala de cine, ya sea porque la película los impactó o porque el contexto ayudó a que disfrutaran aún más de la salida? Compartan sus anécdotas, muchachada; ¡Los leo, como siempre! ¡Buen martes!

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