Llueve con la presión de las duchas de los hoteles de categoría, o de esos lavaderos automáticos de auto. Llueve tan fuerte que las gotas duelen. Llueve a lo carioca, de forma extrema, casi brutal. Seguir leyendo
El mundo sin Naná
Juvenal de Holanda Vasconcelos, Naná, como lo llamaba su madre desde chico, partió ayer, a los 71 años. Cinturón negro en música y humanidad, el percusionista pernambucano que alcanzó lo que ningún otro percusionista brasileño en el exterior, murió de cáncer, esa maldita enfermedad que nos está consumiendo y lo seguirá haciendo hasta que cambiemos.
Bienvenida carioca
Volver después de cuatro meses de ausencia. La casa dada vuelta. La moto ahogada. Los tenedores misteriosamente desaparecidos. Las plantas vivas, un milagro. Seguir leyendo
Otro tiempo
–¿Qué hace Ana todo el día?, le pregunta un amigo reciente a un amigo más antiguo. El más antiguo dice algo por confirmar que me conoce, pero ninguno de los dos sabe. Nadie sabe.
El proceso del açaí, de la palma al plato
El açaí, ese súper alimento que ya es un hábito de consumo entre cariocas y gringos, de color bordó, que algunos mezclan con banana, cereales, jarabe de guaraná, y en Bahia, hasta con leche en polvo o leche condensada, es un misterio en términos de procedencia y elaboración.
Como fanática declarada que soy, açainómana compulsiva irreversible, ya en estado avanzado de abstinencia, salí a buscar esta pulpa preciosa y llena de propiedades benéficas y llegué a la fuente, al tesoro mismo, al principio de todo. Encontré a Vivaldo, un marinero bahiano que vivió en Belém do Pará, Amazonas, tierra del açaí, donde se come con pescado y farofa, y se trajo la técnica de preparación y algunos plantines de palmeras de açaí, que en su tierra natal se adaptaron tanto como las palmeras que trajeron los portugueses de Asia.
Corazones involuntarios
Hay una cuenta en Instagram que se llama así: @coraçõesinvoluntarios. O sea, espontáneos, que aparecen en hojas, en manchas de aceite, en lagunas vistas desde el avión, en servilletas tiradas en la calle, en una cebolla, en un coco cortado con machete. Están por todos lados y son muchos los que los notan. Seguir leyendo
Bahia Amado
Era un carnaval como este, en 1943, cuando Vadinho, el primer marido Doña Flor, disfrazado de baiana y sambando borracho en un bloco de rua, se desplomó sin aviso en el piso duro y “desertó para siempre del carnaval de Bahia”. Seguir leyendo
El extraño fenómeno del mosquito reductor de cabezas
Mañana empieza el carnaval, pero nadie habla de eso. A mis amigos corresponsales de medios internacionales les cambiaron las pautas de noticias. Ya no interesa quien será la portabandera de tal o cual escola de samba, ni cuántos millones invirtió la intendencia para el carnaval 2016 en el caso de Río, o cuántos dejó de invertir por falta de fondos la de São Luis de Maranhão, en el lejano norte brasileño. Lo urgente es hablar del zika, el más “reciente” enemigo del planeta y de la preservación de la especie humana.
Las olas, el viento y la basura
Termina enero, el año mal comenzó y ya tiene un mes menos. Último post del mes. Viernes. Foda. Iba a escribir sobre la basura, que últimamente está tan presente en mi vida. En la vida de todos, pero ahora la veo con más frecuencia, en más cantidad y en lugares donde contrasta demasiado. Seguir leyendo
Misterios del manglar
Después de una playa desierta que unos días es paradisíaca y otros se convierte en un cementerio de basura plástica que llega por mar, hay que atravesar un coqueiral. Y al pasar un área de arena blanca que parece una cancha de fútbol empieza el manglar. El secreto es conocer la entrada, si no, esta ciudad de árboles con raíces retorcidas que no tiene fin, un escenario que parece el escenario de un filme de Tim Burton, se convierte en un peligroso laberinto donde ya se perdieron varios.
El manglar: un criadero de vida; una protección natural para huracanes y maremotos, un bosque de barro que esconde unas conchas que se llaman lambretas, moluscos parecidos a la almeja, deliciosos con limón. Welber, un pescador de Boipeba que estaba enterrado en el barro, explicó todo -para la cámara- sobre este bichito que tiene una pata blanca que estira para poder desplazarse y me convidó unas para comer allí mismo, en el medio del barrial, crudas. Tan ricas que ni siquiera necesitan sal. Después le compré cuatro docenas de lambretas para llevar a casa. Ninguna saudade de hacer la fila del supermercado.