Coronel Díaz: ¿Coronel o Díaz?

Pedro José Díaz (a quien vemos a la izquierda) era mendocino y acumuló actos heroicos, tanto en la Guerra de la Independencia como en la lucha interna entre unitarios y federales. Ya era un hombre mayor cuando, por los méritos de su carrera, le ofrecieron el cargo de general. Pero el hombre respondió: “Creería manchar mi limpia y honrosa foja de servicios aceptando un ascenso no conquistado sobre el campo de batalla”.

Por lo tanto, rechazó el ascenso y siguió siendo coronel. Si lo hubiera aceptado, ¿hoy la célebre avenida porteña que divide Palermo de Recoleta se llamaría General Díaz? Conozcamos la confusa historia de esta calle de Buenos Aires.

Palermo, Recoleta y Retiro (al igual que Almagro, Caballito y Flores, entre tantos otros) fue zona de chacras y quintas. Entre la colección de planos de la ciudad, nos interesa el de 1837 realizado por el agrimensor don Nicolás Descalzi. Aquí, un fragmento:

Pondremos la lupa en una zona específica. Se trata del sector comprendido por las actuales Santa Fe, Austria, Las Heras y Scalabrini Ortiz. Los propietarios de quintas de esos terrenos relevados por el agrimensor italiano fueron los señores Sar, Rivera, Coronel, Bracamonte, Marcó Lon, Holemberg, Vidal y Chichipía. La quinta más pequeña ocupaba un rectángulo muy angosto y pertenecía a la familia Coronel. El rectángulo era el terreno que hoy ocupa la avenida Coronel Díaz.

Cuando se inició la urbanización de la zona, ese terreno quedó como avenida. Se lo llamó: avenida Coronel.

En 1882, el intendente Torcuato de Alvear se ocupó de los nombres de las calles, con la noble intención de rendir homenaje a muchas personalidades de nuestra historia. Por ese motivo, propuso varios nombres, entre ellos, los de los diputados al Congreso de Tucumán, de 1816. Así fue como Laprida, Anchorena, Agüero, Gallo, Sánchez de Bustamante, Salguero, Cabrera, Gorriti, Salguero, Serrano, Uriarte, Oro y el resto de los patriotas tuvieron un lugar en la nomenclatura de Buenos Aires. ¿Cómo se llamaba la avenida en aquel tiempo? Coronel.

En 1893 se oficializaron los nombres propuestos por el intendente Alvear. Allí, la avenida Coronel, que ocupaba los terrenos de la quinta de la familia Coronel, pasó a llamarse: Coronel Díaz. Nadie tenía dudas de que el nombre refería al coronel Pedro José Díaz. Pero tampoco existían certezas.

Pasaron siete décadas y surgió una nueva teoría: el coronel honrado con una avenida no era Pedro José, sino a José Javier Díaz, gobernador de Córdoba en tiempos del Congreso de Tucumán. La teoría nueva intentaba explicar que cuando Alvear le había puesto los nombres a las calles, pudo haber sugerido al gobernador de Córdoba.

¿En qué quedamos? En que el terreno de la quinta de la familia Coronel se convirtió en una avenida que un día pasó a llamarse Coronel Díaz, valga la redundancia (no por los coroneles, sino por los días); y que algunos creen que es por el valiente Pedro José, mientras que otros consideran que es por el artiguista José Javier.

Tal vez, el coronel Pedro José Díaz nos hubiera ahorrado discusiones si hubiera aceptado el ascenso a general.

Extracto de Espadas y corazones – El costado humano de la historia argentina. Editorial Sudamericana.

El día que casaron a Mirtha Legrand

El miércoles 3 enero de 1945, el diario La Razón anunció el casamiento de la joven actriz Mirtha Legrand. La noticia, proveniente de la ciudad de Córdoba, anunciaba:

“Dentro de la mayor intimidad tuvo realización ayer en esta ciudad el enlace de la señorita Mirtha Martínez Suárez, más conocida en el ambiente artístico por Mirtha Legrand, con el señor Julio Alvar DíazAl trascender la noticia del acontecimiento, fueron numerosas y expresivas las demostraciones de felices augurios que recibió la consagrada figura de la cinematografía”.

¿Existió ese casamiento? No. Pero algo hubo. Mirtha Legrand [a quien vemos en la foto entre Duilio Marzio y Lautaro Murúa, protagonizando “En la ardiente oscuridad”, de 1959] había viajado a Córdoba para encontrarse con Julio Alvar Díaz. Allí celebraron su compromiso. El casamiento, que se apresuró en anunciar La Razón, tendría lugar en 1946 porque esperaban que él cumpliera el servicio militar obligatorio (por ese motivo se encontraba en Córdoba) y ella, sus compromisos artísticos. Incluso, la actriz anunció que en cuanto se casara, abandonaría su carrera para dedicarse a formar su hogar.

No sabemos cuándo ni por qué se rompió el compromiso con Alvar Díaz. Sí, en cambio, que ese año, mientras filmaba “Cinco besos”, el director del film, Luis Saslavsky, le presentó al francés Daniel Tinayre.

“Cinco besos” se estrenó en marzo de 1946. Rosa María Juana Martínez (“Chiquita”) y Daniel Andrés Manoli Tinayre contrajeron matrimonio civil el 18 de mayo. Testigo de casamiento: Luis Saslavsky.

Volver al futuro: Buenos Aires 2080

El periodista francés Aquiles Sloen visitó la Argentina en 1879 y escribió un librito donde explicaba cómo sería el futuro. Su novela se llamó “Buenos Aires en el año 2080”. ¿Y cómo imaginaba Sloen esa Buenos Aires?

En las cien páginas de libro, asegura que en la Buenos Aires de fines del siglo XXI habrá dos millones ochocientos mil habitantes y que en toda la Argentina se contarán treinta millones de personas. ¿En qué se desplazarían? Para Sloen el medio de transporte por excelencia será el ferrocarril, que podrá llevar unos cinco mil pasajeros, entre Ushuaia y Río de Janeiro, a 360 kilómetros por hora. Con todas las comodidades del caso, por supuesto, ya que los trenes contarán con bares y restaurantes, baños, bazares, biblioteca, jardín, un teatro y capilla. Lo que significa que se podrán celebrar matrimonios ferroviarios en la Sudamérica de 2080, algo muy necesario si es que justo a uno le toca de compañero de asiento un amor a primera vista y, fundamental, con intenciones de serlo desde ese instante y para toda la vida.

El transporte público dentro de la Buenos Aires del año 2080 será mediante comodísimos tranvías eléctricos con mullidas butacas para ocho pasajeros –nadie viaja parado en la imaginación de Sloen– y también unos magníficos trenes subterráneos que pasarán por las estaciones cada cinco minutos. Esto lo escribió 35 años antes de que en Buenos Aires se inaugurara la primera línea de subtes de Sudamérica.

Con respecto a la información que circulará, es muy interesante la apreciación del novelista. Habrá, dijo, miles de hilos eléctricos que transportarán a Buenos Aires las noticias del mundo entero. Pero no a los hogares, sino a una central telefónica. Una vez obtenida la información, los empleados irán a las casas de los más ricos, aquellos que tendrán una tablilla de noticias en donde podrá escribirse lo que ellos quieran saber.

Además, pensó que Buenos Aires crecería desde lo que hoy son las avenidas Paseo Colón y Leandro N. Alem, hacia el río. En este caso, los forjadores de Puerto Madero adelantaron los tiempos de la novela. De todas maneras, hay un par de vaticinios que aún no se han cumplido. Por un lado, un largo muelle de seis kilómetros que se internará en el río y una colosal estatua de Prometeo en la Boca del Riachuelo. También habrá –si se cumplen las profecías literarias del autor– un hotel de siete cuadras de extensión pero de un solo piso y con jardín colgante, en la avenida Alem, entre Rivadavia y Viamonte.

Otra de las curiosidades del libro “Buenos Aires en el año 2080” es que el escritor imaginó una avenida que estaría situada en donde hoy se encuentra la Avenida de Mayo. Aclaremos que recién en octubre de 1886 caería el primer escombro de la primera demolición con el fin de erigir la avenida. De todas maneras, la avenida del francés tenía 160 metros de ancho, veinte más que la Nueve de Julio.

Uno de los principales edificios de la ciudad del futuro será la Oficina de la Hospitalidad. Según la explicación de Sloen, será una especie de ministerio encargado de anotar a todos los inmigrantes recién llegados y ofrecerles alternativas laborales. ¡Argentina potencia!

No se le ocurrió pensar a Sloen en la invasión de los supermercados chinos. Sin embargo, a su Buenos Aires imaginaria le puso tres pagodas y cuatro teatros chinos, sobre un total de 24 salas. ¿Por qué ese toque oriental a la ciudad? Por dos motivos. Primero, porque dos millones de chinos arribarían al Río de la Plata en 1885 (tal profecía no se cumplió). Segundo, porque en el año 2080, el emperador de China se casará con una porteña recién arribada a Pekín. En este caso, para que tengamos nuestra Máxima Zorreguieta en las tierras de la Gran Muralla, será necesario que vuelva a instalarse la dinastía monárquica en China.

Hay que tener en cuenta que cuando don Aquiles fantaseó la ciudad porteña, aún el empedrado era un símbolo de modernidad: la primera calle con asfalto la tuvimos en 1895. Por eso debe admitirse que estuvo muy acertado al concebir calles de “cemento duro”. Estas calles tendrían –o tendrán– incrustaciones de mármol pulimentado. Y estarían limpias siempre, gracias a las máquinas automáticas que las regarían y barrerían.

Aún Edison no había inventado la lamparita eléctrica, y el amigo Sloen vislumbraba un 2080 en donde las calles estuvieran iluminadas por “picos eléctricos”. Y en cuanto a diversión, sostenía que el teatro llegaría a las casas a través de hilos telefónicos que atravesaban la ciudad en cañerías subterráneas.

En 1930 el notable escritor Roberto F. Giusti –miembro de la Academia de Letras– analizó el libro de Aquiles Sloen en el diario La Prensa para entretenerse, como nosotros, con los escenarios futuros del francés. En aquella nota Giusti señalaba que la vida será más fácil en 2080, cuando logremos el confort presionando botones o timbres. O el maestro Giusti era un adelantado o nosotros somos demasiado obvios. O las dos cosas.

El gato que pes

Foto-LA NACION/Daniel Merle

María Elena Walsh (1930-2011) viajó a Europa en 1952, donde pasó cuatro años cantando canciones folclóricas en dúo con su amiga Leda Valladares. Las jóvenes solían actuar en cafés de París e incluso grabaron sus primeros discos: Chants d’Argentine y Sous le ciel de l’Argentina (Canciones de Argentina y Bajo el cielo de la Argentina).

Durante aquella fructífera estadía, María Elena conoció la calle más estrecha de la ciudad. Vecina a la catedral de Notre Dame, río Sena de por medio, el pasaje se mantiene con sus 28 metros de longitud por 1,80 metros de ancho. Es muy conocida gracias a un extraño cartel “Rue du chat qui pêche” (Calle del gato que pesca). En realidad, el callejón no tenía tal nombre, pero el cartel de un negocio mostraba esa imagen y se volvió popular; a tal punto, que se crearon legendarias historias sobre el mítico gato.

María Elena se inspiró en el cartel y creó, la canción “La calle del gato que pesca” (aquí podemos escuchar 30 segundos de la misma), cuyo estribillo muchos recordaremos: “Lo ves o no los ves, al gato que pes, allí, allí, sentado en su ventaní”.

Siempre acompañada por Leda, grabaron “La calle del gato que pesca” en 1962, junto con otras tres canciones: “Los castillos”, “Manuelita la tortuga” (que, como ellas, se fue a París) y “El twist del Mono Liso”, también relacionado con la capital de Francia, ya que la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci se encuentra en el Louvre, su principal museo, no muy lejos del célebre callejón.

 

 

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Colón: sin joyas y sin huevo

Crédito: Gustav Adolf Closs (1864-1938), via Wikimedia Commons.

¿Cuáles son los mitos de la historia del Descubrimiento de América? Aquí, los más populares:

Flota: La costumbre convirtió en carabelas a los tres navíos de Colón, pero la Santa María era una nao, otro tipo de embarcación. Tenía mayor porte que las carabelas y una gran bodega. Su incorporación a la flota fue acertada. La Pinta y la Niña eran veloces, fáciles de maniobrar, poco calado y susceptibles de encallar sin peligro. La Santa María era más lenta, pero salvaba el problema de la carga de los víveres porque las carabelas, que transportaban doce o quince hombres en sus navegaciones por Europa y África, llevaban el doble de tripulación en el viaje histórico, ocupando así el espacio destinado a pertrechos y víveres.

Naves: La Niña en realidad se llamaba Santa Clara. Del nombre de su propietario, Juan Niño, surgió el mote que la inmortalizó. También la Santa María fue un nombre anacrónico al descubrimiento. En 1492 era la Gallega, o simplemente la “nao capitana”, como la menciona Colón en el Diario de Viaje. El marino la rebautizó con el místico Santa María en 1493, cuando todo lo que quedaba de la nave eran recuerdos.

Presos: ¿Es verdad que Colón y una banda de delincuentes descubrieron América? Es otra fábula histórica. Cuando el genovés llegó al puerto de Palos, a mediados de 1492, no fue bien recibido por los paleños. ¿Quién era ese extranjero al que debían entregarse dos navíos por no haber cumplido con el pago de impuestos a la corona? En vano Colón trataba de convencerlos de que además de darle los barcos, lo acompañaran. Fracasó el reclutamiento y los reyes enviaron una cédula por la cual se otorgaría el perdón a aquellos condenados que participaran del viaje. La convocatoria tampoco tuvo éxito. Pero cuatro presidiarios de la cárcel de Moguer aceptaron el reto. Un tal Bartolomé Torres había matado al pregonero Juan Martín en una riña callejera y fue condenado a la pena de muerte. Sus amigos Alonso Clavijo, Juan de Moguer y Pedro Yzquierdo, todos marinos expertos, intentaron ayudarlo a escapar de la prisión y fracasaron. En aquel tiempo, quienes colaboraban con una fuga recibían la misma pena que el reo. Por lo tanto, los amigos de Torres también debían ser ejecutados. Pero se embarcaron para salvar sus vidas y obtuvieron la absolución en mayo de 1493, al regresar de América. Torres no sólo recibió el perdón oficial. El documento de su indulto dice que “viendo los parientes del pregonero Juan Martín tener él alguna culpa de la dicha muerte, a vos perdonaron y remitieron y se apartaron y quitaron la querella y acusación contra vos interpuesta”.

Joyas: La donación de las joyas de la reina Isabel la Católica para la empresa colombina también forma parte del anecdotario fabuloso del descubrimiento de América. Antonio Ballesteros-Beretta, historiador español que dedicó años al estudio del hecho, concluyó que doña Isabel tuvo esa noble intención; pero el contador de la corte Luis de Santángel le advirtió que habían sido embargadas para obtener préstamos durante la guerra con los moros. El costo de la expedición rondó los dos millones de maravedíes, unos diez kilos de oro. Fue el mismo Santángel quien invirtió, por orden del rey Fernando de Aragón, 1.460 mil maravedíes. El banquero genovés Juanoto Berardi aportó quinientos mil más, y el resto debió ser completado por los sufridos paleños.

Grito: “¡Lumbre, lumbre!”, gritó en medio de la noche Rodrigo, marino de Triana, colgado del mástil de la Pinta, al observar un lejano fuego, señal de que se encontraban cerca de la costa. Con el tiempo se convirtió en “¡Tierra!”, una exclamación más seductora, pero inexacta. Los pleitos colombinos, donde se discutió la herencia de Cristóbal Colón, contienen las declaraciones de varios testigos que participaron del viaje y atesoran el verdadero y olvidado grito del viernes 12 de octubre a las dos de la mañana.

Huevo: El cronista milanés Girolamo Benzoni escribió en su “Historia del Mundo Novo” (1565) que cuando Colón regresó de América fue agasajado por el cardenal Pedro de Mendoza (homónimo del que anduvo por Buenos Aires en 1536). Durante el banquete, un cortesano le habría manifestado a Colón que su descubrimiento había sido casual y que, en caso de no haber conseguido el éxito, otro lo habría hecho. Colón, según Benzoni, mandó traer un huevo y dijo: “Deseo, señores, apostar con vuestras mercedes que no haréis este huevo en pie como lo haré yo, sin ayuda de cosa alguna”. Nadie lo logró. Con un golpe en la tabla, el Almirante rompió la punta y lo dejó parado en la mesa, para indicar que después de haber enseñado el camino, nada había más fácil que seguirlo.

En realidad, Benzoni trasladó a la vida de Colón la historia del arquitecto y escultor florentino Felipe Brunelleschi. En Vida de los pintores, escultores y arquitectos ilustres, que publicó Jorge Vassari en 1550 (15 años antes del libro de Benzoni), se cuenta que en 1408, abierta a propuesta pública la construcción de la cúpula de la Catedral de Florencia, Santa María del Fiore, Brunelleschi presentó su proyecto de edificación sin soportes. Hasta ese momento, las construcciones de esas cúpulas eran montadas sobre grandes y costosas estructuras de madera. Todos afirmaron que era imposible y exigieron al arquitecto los planos. Brunelleschi se negó, hizo la treta del huevo y dijo: “Así como les enseñé este truco, cualquiera sería capaz de armar la cúpula si yo mostrase mis cálculos y maquetas”.

La de Colón y la de Brunelleschi son leyendas. Pero si se quiere otorgar a alguno de ellos el mérito, corresponde al florentino, quien murió antes de que el genovés naciera. Y la construcción de la gran cúpula se adelantó al descubrimiento de América en más de ochenta años.

Ni el grito de “¡Tierra!”, ni tres carabelas, ni joyas, ni presos, ni huevo. La historia del Almirante es un océano de mitos y leyendas. Su verdadera vida, mucho más apasionante y colorida que la que se presenta en manuales, navega a la deriva.

El casamiento de Borges

A mediados de los años 60, Borges comenzó a estrechar distancias con Esthercita Zemborain Dose, viuda de Eduardo Torres Duggan. Cultísima mujer, madre de cinco hijos, amiga de Victoria y Silvina Ocampo, atractiva, elegante y muy estimada en la sociedad porteña, daba la sensación de ser la compañera ideal para el poeta. Todos parecían verlo de esa manera, salvo Borges, quien seguía obsesionado con Elsa Astete, su novia en 1927, una mujer sencilla de inmensa bondad y muy apreciada por todos. El escritor llamó a Alicia, la hermana de su ex, para averiguar un poco. Se enteró de que había enviudado y vivía en Tigre. No perdió el tiempo. Convenció a Alicia de que organizara un sábado el té del reencuentro. Tuvo lugar en febrero de 1967.

Aquel sábado, luego del té y café con leche con masas en lo de Alicia, el escritor invitó a Elsa a comer al restaurante Pedemonte y luego fueron al cine. El agitado primer día terminó cuando ella acompañó a Borges a su casa en Maipú y Marcelo T. de Alvear (vivía con su madre Leonor) y después se dirigió sola hasta Retiro donde abordó el tren a Tigre. Los encuentros se multiplicaron. Borges le propuso casamiento a su antigua novia. La escena tuvo lugar mientras caminaban por la calle. Sin separar la vista del horizonte le soltó: “Podríamos casarnos”.

El próximo paso fue poner en autos a Madre, como él la llamaba. A partir de ahí, Elsa iba a almorzar todos los domingos a la casa de su suegra. Contó James Woodall -biógrafo de Borges- que en una oportunidad, Leonor convocó a ocho amigas para que estudiaran a su futura nuera. Parece que superó la prueba. El 4 de agosto, Elsa (57 años) y Borges (67) se presentaron en el registro civil y se convirtieron en marido y mujer. Para la unión por Iglesia hubo que esperar unas semanas. Dieron el sí en la Iglesia Nuestra Señora de las Victorias (Paraguay y Libertad), el 21 de septiembre. La ceremonia se inició con el ingreso del novio a las 16:20 (del brazo de Madre). La novia se presentó con un vestido negro y un sombrero de tul rosa. A dos cuadras, el contraste era elocuente. En aquel tiempo, se celebraba la llegada de la primavera y el Día del Estudiante a lo largo de la avenida Santa Fe. Por lo tanto, aún en medio de la solemnidad del casamiento (donde se escuchó la célebre marcha de Mendelssohn y en la salida la de Wagner), el bullicio primaveral no pasaba desapercibido.

Elsa vivía entonces cerca de allí, en Talcahuano y Marcelo T. de Alvear, pero la fiesta íntima fue en lo de Borges. Hubo brindis combinado con entretenidas conversaciones sociales hasta que los invitados comenzaron a retirarse.

Por fin quedaron solos: los novios, la madre del novio y Fanny, quien trabajó en casa de los Borges durante treinta años. Gracias a la entrevista que le hiciera Alejandro Vaccaro a Fanny (plasmado en el libro El señor Borges), podemos reconstruir lo que ocurrió en las últimas horas del día. Mamá Leonor le dijo a Georgie que debía ir con su flamante mujer a pasar la noche de bodas al hotel Dorá, vecino a la casa. Borges tenía otros planes: dormiría en su cama y lo haría solo. La madre insistía en que fuera al hotel, con un único argumento: “Para eso se casó”. Ganó el hijo testarudo y la madre acompañó a su nuera a la parada del colectivo que la llevó a su casa.

A la mañana siguiente, Fanny despertó al señor Borges y, divertida, le preguntó cómo había pasado la noche de bodas. El escritor no se hizo cargo de la broma y respondió que durante toda la noche había soñado que viajaba colgado en un tranvía.

Con Borges soñando que viajaba en tranvía mientras que Elsa Astete se alejaba en colectivo. Así se inició la historia de esta pareja de novios de 1927 que contrajo matrimonio en 1967.

El secreto de la punta del obelisco (1936)

El 3 de febrero de 1936, cuando se cumplían cuatrocientos años del arribo de Pedro de Mendoza a Buenos Aires, el intendente Mariano de Vedia y Mitre encargó al arquitecto Alberto Prebisch un monumento en la Plaza de la República (un espacio generado por el cruce de la avenida Diagonal Norte con el ensanchamiento de Corrientes y las demoliciones por la creación de la avenida 9 de julio), para rendirle un homenaje a la ciudad. Prebisch resolvió que montaría un obelisco.

La obra comenzó el 19 de marzo. Participaron 157 obreros que trabajaron con prisa, empleando cemento de endurecimiento rápido, porque el objetivo era terminarlo antes del 25 de mayo. Lo lograron. La inauguración tuvo lugar el 15 de mayo. Esa noche, las autoridades y los referentes de la cultura porteña agasajaron a Prebisch en el Hotel Alvear.

Los críticos advirtieron que podía desplomarse con la primera sudestada. Antes de que pudiera verificarse la solidez del monumento frente al potente viento, la obra fue puesta a prueba: el 21 de mayo, Buenos Aires padeció un pequeño movimiento sísmico. Los porteños corrieron al centro para ver si el obelisco, que había costado cerca de doscientos mil pesos, se había caído. Pero se mantenía en pie. Firme, junto al pueblo. Como hasta hoy.

La punta del obelisco tiene su propia historia. Temeroso de que alguna vez se destruyera su obra, el jefe de máquinas de la empresa constructora Siemens Bauunion colocó una foto matrimonial y una carta en una caja de hierro con un mensaje para los demoledores. La dejó empotrada en la punta del obelisco. ¿Seguirá allí?

En tren, como en avión

En 1896, cuando la creciente Buenos Aires se planteó contar con transporte subterráneo, Juan Lacaze le propuso a la Municipalidad y al Concejo Deliberante construir un tranvía eléctrico (hasta ese momento eran de tracción a sangre). Pero no subterráneo, sino elevado. Se había inspirado en el sistema de transporte de Nueva York (que era a vapor), en funcionamiento desde finales de 1860. Lacaze rechazaba la idea de un “subterráneo”, al estilo del de Londres. Lo consideraba costoso, además de no contar con una vista agradable, y peligroso por la supuesta falta de aire.

El tranvía de Lacaze viajaría por vías ubicadas a unos 5,5 metros de altura. Para facilitar los accesos, la mayoría de las estaciones (plataformas entre las dos vías, escaleras y los novedosos ascensores eléctricos) se construirían en plazas o parques. Para aquellos casos en que la calle fuera demasiado angosta y resultara imposible la construcción de una estación, Lacaze proponía acceder a los vagones desde el pulmón de manzana de propiedades particulares.

¿Qué pidió para llevar a cabo su proyecto? Que le otorgaran la concesión por cincuenta años, libre de impuestos.

¿Cuáles sería las líneas y sus recorridos? Tres líneas, una al sur, otra al oeste y la restante al norte.

– La del Oeste (o Central): Partiría de Plaza Victoria (actual plaza de Mayo) por Avenida de Mayo hasta Plaza Lorea y luego por avenida Rivadavia hasta Plaza Flores.

– La del Norte (o de Belgrano): Desde Plaza Lorea, por Paraná hasta la actual Plaza Vicente López, luego por Juncal hasta Malabia, Las Heras y Plaza Italia. De ahí, un ramal iría por Santa Fe y la actual Cabildo hasta Juramento. Mientras que el otro bajaría por avenida Sarmiento, tomaría Libertador (que se llamaba Alvear) y terminaría el recorrido en el Hipódromo de Palermo.

– La del Sur (o de Barracas): Desde Plaza Lorea, por Avenida de Mayo hasta Buen Orden (actual Bernardo de Irigoyen), Independencia, Lima, Plaza Constitución, General Hornos, plaza Herrera, calle Herrera, hasta el Riachuelo.

Como parte de la prestación, Lacaze ponía a disposición del gobierno porteño el tendido eléctrico que instalaría para sus coches. Era una atractiva propuesta porque colaboraría con la extensión de la iluminación eléctrica en las calles, que recién se iniciaba.

A pesar de las ventajas, el proyecto fue rechazado. El cuerpo legislativo fue terminante: “Hay más carencia de explicaciones y planos que en un permiso para edificar un simple galpón o caballeriza”. Sin embargo, sirvió para apuntalar el debate sobre la conveniencia de un sistema de vías subterráneas o elevadas.

Entonces, Lacaze dejó de lado sus prejuicios y propuso construir vías subterráneas en la zona céntrica. Una vez alejados del núcleo de la ciudad, un sistema eléctrico que armaría iba a elevar el vagón, con pasajeros incluidos, para continuar su recorrido por las alturas. Esta variante, tampoco fue tenida en cuenta.

Al año siguiente, en 1897, comenzó a experimentarse con tranvías eléctricos, pero a ras del piso. En 1909 se aprobó el contrato con la Compañía de Tranvías Anglo Argentina (CTAA) para que construyera y explotara tres líneas subterráneas. En 1913 se inauguró la Línea A, la primera de América Latina y del hemisferio sur. El tranvía eléctrico elevado nunca circuló por Buenos Aires.

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Sarmiento y el espejo asesino

Hubo tres Isidoros en la vida de Leonor Suárez. El primero, su padre: Isidoro Suárez (el célebre coronel Suárez). El segundo, su marido: Isidoro Acevedo Laprida. Y el tercero, su nieto: Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (el aún más célebre escritor). Pero nosotros vamos a ocuparnos del menos conocido, Acevedo Laprida.

Había nacido en San Nicolás (provincia de Buenos Aires) en 1828 y si bien no tuvo formación militar, fue soldado en los conflictos internos, como en Cepeda y Pavón. Por ser considerado un vecino respetable, fue ungido como comisario en el importante Mercado de Frutos de la Plaza Once.

Más adelante, en 1880, cuando se creó la Capital Federal, surgió la nueva Policía, y Acevedo fue nombrado a cargo de la Comisaría 3ra., una de las más importantes de la ciudad de Buenos Aires. Había sido alsinista, pero también había estado cerca de Sarmiento. Y le salvó la vida.

En sus diarios, Adolfo Bioy Casares escribió que Borges le contó la siguiente anécdota:

“En una reunión, un negro quiso voltear un espejo sobre Sarmiento para matarlo. Acevedo se interpuso y evitó el hecho. Años después, cuando en una reunión Sarmiento refería estas cosas, Acevedo le confesó: “Yo fui el que lo salvó”. “Entonces usted es un jodido -respondió Sarmiento con su provinciana voz de boca abierta-. ¿Por qué no me lo dijo?“.

Así fue como Isidro Acevedo le salvó la vida a Sarmiento y se ligó un reto del temperamental sanjuanino.

Dos lanzas quebradas

Dos bandos antagónicos chocaron en el Río de la Plata durante la década de 1840: los blancos, acaudillados por Manuel Oribe, aliados de los federales rosistas; se enfrentaron a los colorados de Fructuoso Rivera junto con los unitarios exiliados en Montevideo.

Entre los conflictos que se generaron, el Sitio de Montevideo ocupa un lugar relevante. Durante nueve años, entre 1843 y 1851, Oribe sitió la ciudad.

En noviembre de 1848, Francisco Tajes (colorado) marchó con ochenta infantes y 20 montados a emboscar a cien enemigos. Se escondieron para dar la sorpresa y una equivocación en las señas hizo que se lanzaran sobre apenas siete jinetes del ejército blanco que pasaban por el camino.

El dato curioso figura en el parte de acción que Tajes entregó a sus superiores:

“Se han tomado al enemigo tres caballos ensillados pertencientes a los muertos, y un número de armas y ponchos igualmente que no puedo en este momento precisar, pero en cuanto a las armas, son más que las que corresponden a los muertos; uno de estos es oficial, como lo prueban su gorra y su arma”.

“Nuestra pérdida consiste en un soldado muerto, dos heridos, dos caballos y dos lanzas que los enemigos han llevado quebradas dentro del cuerpo“.

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