Prohibido bañarse desnudo

Fue la Meca del vacaciones del siglo XX. Pero como todo gran emprendimiento, tuvo sus primeros paso. La ciudad de Mar del Plata se fundó en 1874. Su popularidad y el intenso tráfico de turistas en sus playas hizo necesario dictar normas de conducta. Por encargo del presidente Miguel Juárez Celman, en enero de 1888 se estableció el “Reglamento de baños para el Puerto de Mar del Plata”:

Artículo 1º-Es prohibido bañarse desnudo.

Artículo 2º-El traje de baño admitido por este reglamento es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla.

Artículo 3º-En las tres playas conocidas por del Puerto, de la Iglesia y de la Gruta no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras a no ser que tuvieran familia y lo hicieran acompañando a ella.

Artículo 4º-Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras que estuvieren en él, debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros.
Las primeras bañistas

Artículo 5º-Se prohíbe en las horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla cuando se bañen señoras.

Artículo 6º-Es prohibido bañar animales en las playas destinadas para el baño de familias.

Artículo 7º-Es igualmente prohibido el uso de palabras o acciones deshonestas o contrarias al decoro.

El próximo artículo trata de las penas: multas de dos a cinco pesos o arresto de 24 a 48 horas. Reincidentes: 5 a 10 pesos o arresto de 48 a 96 horas. Una nueva falta le provocaría al infractor la expulsión de la playa durante un mes.

Hubo multas, detenciones y expulsiones. Pero tal vez el caso más comentado fue el del hombre que en el verano de 1901 se disfrazó de mujer y se metió al agua en la Bristol, en la zona de damas.

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“No seas cruel, mi cielo”

Además de ser el día de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre (de 1786) nació uno de los dieciséis descendientes del virrey del Pino: Juana. Unos veinte años después, durante una misa, la señorita se sintió perforada por la mirada de Bernardino Rivadavia.

El 14 de agosto de 1809, en la iglesia de la Merced se celebró el matrimonio de Juana (22 años) y Bernardino (28). En 1814, el gobierno resolvió enviar a Bernardino, junto a Manuel Belgrano, en misión especial a Brasil y Europa.

Además de ser el día de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre de 1814 a las 6.45 de la tarde partía la corbeta Zefir que transportaba a los dos embajadores. Ese día en que Juana cumplía los 28 años, su marido se le iba rumbo a Río de Janeiro, Londres y Madrid. Tres semanas antes de la partida, el Director Supremo Gervasio Antonio de Posadas dispuso una asignación de dos mil pesos anuales para Juana que incluía una cláusula de viudedad, “en el caso que [Rivadavia] fenezca en el servicio de dicha Comisión”.

No hizo falta echar mano a la cláusula, pero sí a la paciencia. Bernardino regresó siete años después. En el medio, Juana le rogó de mil maneras que abandonara las cuestiones de Estado y regresara. También le reclamó al Director Supremo Pueyrredon en 1816 que le devolviera el marido o le financiara el viaje a ella y sus hijos.

La correspondencia de Juana demuestra que no estaba acostumbrada a bajar los brazos y que amaba a su marido. Hay un texto imperdible de 1819, que vale la pena compartir:

“Bernardino de mi alma; antes de ésta te despaché una… nada tengo que agregar; y sólo te pongo estas cuatro letras para que no te suceda lo que a mí: al llegar una porción de buques y no tener carta ninguna, ni aún noticias, que muchas veces creo desesperarme… Lo que te pido, repito en todas, aunque sepa que te incomodas es que tomes un medio para que nos unamos, mira que esto no se puede tolerar, no seas cruel, mi cielo, que cinco años para una persona que aún no es vieja y que te adora es demasiado. ¡Ay, hijito! Estas separaciones que tantos matrimonios han hecho desgraciados en nuestro país se ven bastantes en el día; yo estoy muy distante de pensar que a nosotros nos suceda lo mismo, pero unámonos, mi Dictateur, y sigamos siendo tan felices como hasta aquí”.

El “hijito”, el “Dictateur”, el “Bernardino de su alma”, regresó por fin en 1821. Juana, la empecinada, recuperó a su marido.

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La Quinta de Olivos

Antonio Olaguer, solterón y ciego, había heredado una importante chacra en la zona denominada de los Olivos, en el camino a San Isidro. La obtuvo luego de una fuerte disputa con sus tres hermanas mayores: Ana, Manuela y la paquetísima María. La quinta de la discordia era histórica, ya que ahí había muerto Azcuénaga en 1833.

En sus últimos días, Antonio legó la quinta a un sobrino, Carlos José Villate Olaguer Feliú (hijo de María y, además, bisnieto del virrey Olaguer y del miembro de la Primera Junta Miguel de Azcuénaga). El nuevo propietario fue uno de los jóvenes codiciados de su época, pero no nació la mujer que lograra atraparlo. Buen mozo y refinado, viajaba en forma continua a París. Cuando visitaba Buenos Aires, anclaba su lujoso yacht en el puerto de Olivos y pasaba temporadas de fiestas donde tiraban la casa –o la quinta– por las ventanas. Y decimos por las ventanas porque tenía muchísimas. La había diseñado Prilidiano Pueyrredon, el hijo del Director Supremo. La casa de los ventanales de Olivos era conocida como “la pajarera de Pueyrredon”.

Tantas noches de fiesta, tabaco y alcohol parecen no haberle hecho bien a la salud del millonario. Carlos Villate murió en 1918, a los 46 años, y en su testamento cedió el terreno y la casona con el exclusivo fin de que fuera residencia de los presidentes argentinos. La donación fue aceptada por Hipólito Yrigoyen, pero nunca la utilizó. Apenas la visitó una vez. El primer presidente que se instaló una temporada corta allí fue Agustín Pedro Justo, en 1932. Al año siguiente,se instaló una colonia de vacaciones en su extenso terreno. Miles de niños han disfrutado de sus vacaciones en la quinta de Olivos. También se usó para albergar a los chicos que padecieron inundaciones.

Al igual que Azcuénaga, Juan Domingo Perón murió en ese lugar.

Dentro de la célebre quinta presidencial hay una estatua del benefactor. Y la calle lateral a la residencia, en su costado norte, tiene nombre de playboy: se llama Carlos Villate.

Carlos también, se unió en matrimonio a María de Olaguer Feliú y Azcuénaga, nieta del virrey Olaguer y del brigadier patriota –miembro de la Primera Junta– Miguel de Azcuénaga.

Nuestro primer arbolito de Navidad

Michael Hines tenía 18 años cuando llegó a Londres, en septiembre de 1806, proveniente de Dublin, con el anillo y la cédula que certificaban que era hijo bastardo del futuro rey de Inglaterra, Jorge IV. Su arribo coincidió con festejos porque en la principal ciudad británica paseaban el botín que Beresford había capturado en Buenos Aires. Entusiasmado, Hines tiró el anillo al Támesis y se alistó entre los soldados que partirían en la segunda expedición. Decidió que con una espada, y no con el anillo, le mostraría a Inglaterra quién era.

Buenos Aires ya había sido reconquistada por Liniers, pero los ingleses no lo sabían y partieron rumbo a lo que creían era su nueva colonia. No fueron bienvenidos. El hijo del príncipe heredero integró las tropas rechazadas en las jornadas de la Defensa de Buenos Aires. Cayó herido a cinco cuadras de Plaza de Mayo. Un vecino, Jorge Terrada, lo levantó de la calle y ordenó que lo curaran. El joven fue empleado en el comercio de Terrada. Casó con María Josefa González en 1814. Se quedó en el Plata para siempre. 

La tradición lo señala como un precursor navideño. La costumbre en nuestro territorio, consistía en armar el pesebre. Pero en diciembre de 1828, Hines agregó un nuevo accesorio: montó el el primer arbolito de Navidad en la ciudad. Era un abedul lleno de velas, adornos y regalos para sus tres hijas que instaló en el patio de su casa, ubicada frente a la célebre Manzana de las Luces (Alsina y Perú).

Un presidente insultado por teléfono

Susana “Pototo” Torres (17 años) se casó con Mariano Castex (28) y comenzó desde temprano con los deberes conyugales y familiares. Así y todo, se convirtió en la mujer más influyente de su tiempo. Cocinera expertísima, tiradora de puntería envidiable, consumidora de rapé, imbatible en la mesa de billar y gran amiga de presidentes. Tuvo excelente trato con Roca, Mitre, Juárez Celman, Pellegrini, Figueroa Alcorta, De la Plaza, Alvear y Justo. La lista prosigue con obispos, artistas, ministros y todo aquel que pretendiera ser alguien en el mundo social de Buenos Aires. Como dato anexo, agregamos que enviudó en 1919.

En su casa de Callao 1730 (barrio de Recoleta) se tomaron decisiones de Estado, como así también en Villa Susana, la propiedad que tenían en Mar del Plata. Pero el grado de familiaridad con las principales figuras de la política argentina nos permite rescatar un par de anécdotas en donde los vemos actuando de manera muy distendida.

En cierta oportunidad que el confesor de Pototo murió, la dama se vio en la necesidad de conseguir un nuevo sacerdote con quien entenderse. Duró poco tiempo, ya que también partió de este mundo. Por supuesto, no hay dos sin tres: el próximo confesor de Susana Torres tampoco tuvo mucho resto de vida. Cuando la noticia de que este buen hombre —el Padre Peligra de la Iglesia del Pilar— había muerto, sonó el teléfono en la casa de Callao.

Era un caballero que pidió, por favor, que le informaran a la señora, de parte del arzobispo, monseñor José María Bottaro, que para preservar el clero, dejara de confesarse por un tiempo, ya que con sus confesiones los estaba matando a todos.

Cuando su nieto Mariano Apellaniz le comunicó a Pototo el mensaje, la señora soltó una carcajada y dijo: “Ese es el bestia de Marcelo”. Y no se equivocaba, era el bromista Marcelo T. de Alvear. Mejor dicho, el presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear.

Los Castex se la devolvieron con una broma clásica de aquel tiempo. Consistía en molestar durante un par de días a un pobre abonado hasta sacarlo de las casillas y luego hacer que un incauto lo llamara, por algún motivo. En Callao, Jorge Castex, hijo de Pototo, le pidió a Alvear que por favor se comunicara con un pintor a cierto teléfono. Alvear llamó, preguntó si estaba el pintor y la respuesta furiosa fue: “¡Sí, el que te pintó el c…, hijo de p…!”. Alvear colgó de inmediato, y sin parar de reírse, dijo: “Si supiera que ha puteado al Presidente…”.

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Conflictos protocolares (1870)

Antes de que se creara la Capital Federal, en 1880, la superficie de la actual ciudad de Buenos Aires pertenecía a la provincia. Por lo tanto, el presidente administraba los destinos de la Nación desde Buenos Aires, una provincia que tenía un gobernador con poder supremo sobre su territorio. En ese escenario, el primer mandatario del país pasaba a ser un huésped del gobernador bonaerense.

Esta situación generó algunos inconvenientes. Por ejemplo, en el transcurso del mandato de Sarmiento hubo cruces con el gobernador bonaerense Emilio Castro. Uno de los conflictos tuvo lugar en medio de un acto al que tanto Sarmiento como el gobernador Castro concurrieron con sus respectivos carruajes y los dos ordenaban a sus cocheros pasarse para tomar la delantera. Cada uno consideraba que el protocolo le daba prioridad. Y así fue cómo un simple acto se convirtió en una carrera de carrozas.

Otro de los enfrentamientos se dio el 2 de enero de 1870, con motivo del desfile de las tropas que habían combatido en la Guerra del Paraguay. Durante los últimos días de diciembre de 1869 se habían organizado los detalles de la bienvenida. Los veteranos desembarcados se formarían en el largo muelle de Viamonte y la Alameda (actual, Alem). Iban a desfilar por:

1) Alameda hacia la Plaza de Mayo. 2) Rivadavia, pasando por la puerta de la Catedral, hasta Florida. 3) Florida rumbo a Retiro, donde estaban los cuarteles (en la zona de Plaza San Martín).

Para Sarmiento era una complicación porque necesitaba estar en un lugar en el cual sobresaliera para que se le rindieran honores. El edificio del gobierno bonaerense, que se hallaba junto al Cabildo en el espacio que ahora ocupa la Avenida de Mayo, tenía una ubicación privilegiada.

Castro invitó a Sarmiento a presenciar el desfile desde los balcones de la gobernación. El sanjuanino respondió que era un acto nacional, que él mismo debía presidirlo y no podía ser huésped de nadie. Incluso le pidió al gobernador que le cediera el edificio a la Nación para que Sarmiento invitara a quien quisiera. El gobierno provincial se excusó alegando que ya había cursado las participaciones a los vecinos ilustres.

El 1 de enero de 1870, una numerosa cuadrilla construyó un estrado de madera junto a la Recova (que cortaba a la actual Plaza en dos). Ese sería el placo oficial. Las tropas llegaron ese día, por la noche. Se resolvió que aguardaran en los barcos hasta el amanecer. Al día siguiente, pocos minutos antes de que se iniciara el apoteótico desfile –Buenos Aires era celeste y blanca, nunca se habían visto tantas banderas argentinas adornando la ciudad–, Sarmiento ordenó un cambio de ruta. Las tropas, entonces, ingresaban a la Plaza de la Victoria y no bien cruzaban el arco principal de la Recova, viraban hacia la derecha, abandonaba la Plaza y tomaban por Reconquista hacia Retiro. Esto hizo que el balcón del gobernador Castro, plagado de invitados, quedara fuera del recorrido. Tuvieron que contentarse con ver a los veteranos a cien metros de distancia.

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Disturbios en la transmisión del mando (1928)

El sube-y-baja del poder es implacable. El 12 de octubre de 1916, Hipólito Yrigoyen asumió la presidencia de la Nación. Una multitud lo acompañó desde el Congreso hasta la Casa Rosada, donde Victorino de la Plaza le entregó el bastón de mando. Seis años más tarde, aguardaba en la semi vacía Casa de Gobierno la llegada de su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, quien arribó en medio de una multitud que daba vivas al flamante presidente.

Junto con sus ministros, Yrigoyen se dirigió al Salón Blanco, donde recibió al nuevo mandatario y le entregó los atributos de poder. Le colocó mal la banda, pero pudo subsanarlo mientras lo acompañaba a la puerta.

Yrigoyen estrechó la mano de Alvear y se retiró de Balcarce 50. Caminó entre la masa convocada hasta alcanzar el auto que lo llevaría. No bien fue reconocido, lo ovacionaron. En la imagen que pertenece al Archivo General de la Nación y fue publicada en Buenos Aires en la mira, lo vemos confundido en la multitud. Se encuentra delante del auto que tiene el neumático de repuesto en el techo (lo hemos marcado con una x blanca). El sombrero no alcanza a tapar su ancha frente. A corta distancia, por delante y por detrás de don Hipólito, se advierten dos radicales con sus características boinas blancas. Tomó un tranvía rumbo a Palermo, dispuesto a pasear. La publicidad en el tranvía, Flor de Siria, promocionaba ese anís que era muy consumido en ese tiempo).

A las ocho de la noche, el flamante presidente tomó su auto y partió velozmente hacia el barrio de Constitución. Se presentó en casa de Yrigoyen: se había invitado a comer.

Seis años después, Alvear fue el encargado de recibirlo en la Casa Rosada y entregarle el bastón y la banda. El presidente saliente Alvear se encaminó hacia Paseo Colón. En el trayecto, un grupo de radicales yrigoyenistas le gritó “¡Traidor!” (no le perdonaban su pasividad cuando en el partido se creó la facción de los antipersonalistas). Poco dispuesto a tolerar los gritos, Alvear se fue encima del grupo, dispuesto a pelearse con todos. Hubo que sujetarlo y por ese motivo, se evitó lo que seguramente hubiera sido una batalla campal.

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Martín Fierro y las elecciones

En un pasaje del Martín Fierro, José Hernández relata lo mal que la pasó el gaucho por no votar por el candidato impuesto para ocupar el cargo de Juez de Paz. Terminó en el cepo:

Me le escapé con trabajo
en diversas ocasiones;
era de los adulones;
me puso mal con el Juez;
hasta que al fin una vez
me agarró en las eleciones.

Ricuerdo que esa ocasión
andaban listas diversas;
las opiniones dispersas
no se podían arreglar:
decían que el Juez, por triunfar,
hacía cosas muy perversas.

Cuando si riunió la gente
vino a proclamarla el ñato,
diciendo con aparato
“Que todo andaría mal,
si pretendía cada cual
votar por un candilato”.

Y quiso al punto quitarme
la lista que yo llevé,
mas yo se la mesquiné,
y ya me gritó: “!Anarquista!
Has de votar por la lista
que ha mandao el Comiqué“.

Me dio verguenza de verme
tratado de esa manera;
y como si uno se altera
ya no es fácil que se ablande,
le dije: “Mande el que mande,
yo he de votar por quien quiera”.

“En las carpetas de juego
y en la mesa eletoral,
a todo hombre soy igual,
respeto al que me respeta,
pero el naipe y la boleta
naides me lo ha de tocar.”

Ahi no más ya me cayó
a sable la polecía;
aunque era una picardía
me decidí a soportar,
y no los quise peliar
por no perderme ese día.

Atravesao me agarró
y se aprovechó aquel ñato;
dende que sufrí ese trato
no dentro donde no quepo;
fi a jinetiar en el cepo
por cuestión de candilatos.

Injusticia tan notoria
no la soporté de flojo;
una venda de mis ojos
vino el suceso a voltiar:
vi que teníamos que andar
como perro con tramojo.

Dende equellas eleciones
se siguió el batiburrillo;
aquél se volvió un ovillo
del que no había ni noticia,
¡Es señora la justicia.
Y anda en ancas del mas pillo!

¿Conocés a José Hernández?

Desde 1939, los 10 de noviembre se celebra el Día de la Tradición. Se decidió esa fecha para rendir homenaje a José Rafael Hernández. Conozcamos un  poco más al autor del Martín Fierro:

1. Nació el 10 de noviembre de 1834. La familia de su padre era federal, mientras que la de su madre era unitaria.

2. Vivió una temporada en Sierra de los Padres (a 25 km de Mar del Plata), donde conoció la actividad de los hombres de campo.

3. Desde muy joven, la política lo sedujo: fue urquicista y luego jordanista, cuando se sumó al bando de López Jordán, enemigo de Urquiza y Sarmiento. Ejerció el periodismo y se alistó en las filas del partido autonomista de Adolfo Alsina.

4. Era corpulento, medía un metro noventa. Tenía un vozarrón llamativo: le decían que su voz sonaba como el órgano de la Catedral. Por su voz grave lo apodaban “Matraca”.

5. Poseía una memoria asombrosa: en las reuniones acostumbraban leerle listas de números pensados por los invitados, y él los repetía luego, en perfecto orden o al revés. Asimismo, el propio Hernández leía la página de un libro seleccionada al azar, luego cerraba el libro y repetía el texto para regocijo de todos.

6. Casó en 1863 con Carolina González del Solar, en Paraná. Fueron padres de seis mujeres y un varón.

7. Obtuvo una banca de diputado y, más adelante, de senador. Sostuvo intensos debates con Sarmiento por la defensa del gaucho, a quien consideraba sometido al poder de los terratenientes y postergado de cualquier beneficio que recibiera el resto de la población.

8. Durante aquellos combates políticos sufrió el destierro en Brasil. Regresó en forma clandestina a Buenos Aires para visitar a su familia. Se alojó en el hotel Argentino. En una habitación con vista a la Plaza de Mayo escribió gran parte de “El gaucho Martín Fierro”, que se publicaría en el verano de 1873.

9. La primera edición fue de un papel de baja calidad y parecía más un cuadernillo que un libro. El éxito fue notable, a pesar de que sus lectores pertenecían a la clase humilde y el poema no era visto como aceptable en los círculos literarios. Sólo en 1873 vendió 64.000 ejemplares.

10. El relato del Martín Fierro finalizaba cuando el gaucho se internaba en la pampa, junto a su compañero Cruz, huyendo de la justicia para unirse a los indios. Muchos entusiastas lectores le preguntaban a José Hernández si Martín Fierro volvería de aquel viaje. Por ese motivo, la segunda parte se llamó “La vuelta de Martín Fierro”, publicada en 1879.

11. Con el dinero que obtuvo con la venta de sus libros compró una quinta en el pueblo -hoy barrio- de Belgrano, que se extendía desde el bajo hasta Cabildo y Olleros.

12. Además de ser recordado por su obra literaria, es necesario acotar que José Hernández, siendo senador, le dio el nombre a la nueva capital para la provincia de Buenos Aires, en 1882, al proponer que la ciudad se llamara La Plata.

Las mil y una vidas de Sax

Google ha decidido recordar la vida de Adolphe (ex Antoine) Sax en la portada de su buscador. Por ese motivo, aprovechamos para recrear un capítulo de Historia de las Palabras en donde contamos su historia:

Más allá de nuestras nacionalidades, de nuestra edad, posición económica, nuestros gustos e intereses, todos tenemos, en definitiva, un mismo objetivo: nos ocupamos de vivir. La excepción fue el pequeño Antoine Joseph Sax, quien dedicó su infancia a sobrevivir. Y no lo decimos solo por la elevada tasa de mortalidad en los nacimientos de los poco higiénicos primeros años del siglo XIX. Antoine Joseph llegó el 6 de noviembre de 1814, luego de un parto complicado que tuvo lugar en la ciudad de Dinant, en Bélgica. Su madre lo vio desde el primer día como una persona predestinada a una corta existencia.

Sus roces con la muerte comenzaron cuando aún estaba aprendiendo a gatear: cayó desde un tercer nivel y golpeó su cuerpo en una piedra. Desvanecido por el impacto, lo creyeron muerto. Nada que ver: ese era apenas el comienzo en la vida (mejor dicho, sobrevida) de A. J. Sax, quien con apenas tres años resolvió saciar su sed tomando todo el líquido de un vaso de agua que contenía un compuesto químico peligrosísimo. Este “fondo blanco” casi lo mata.

El pequeño Sax superó este escollo con enorme trabajo, sobre todo, visceral. Su próximo enfrentamiento con la muerte fue a los pocos meses, cuando se tragó un alfiler. Sí, a esta altura uno se pregunta si no debería haberse considerado la legitimidad de la tenencia de los hijos -once en total- depositada en mamá Sax. Sin embargo, ella tenía muy claro que no se trataba de cuidarlo más o menos que al resto. Con cierta resignación, decía acerca de su hijo: “Él es un niño condenado a la desgracia, no vivirá mucho”.

Semejante presagio iba acompañado de negligencias constantes: tres veces el jovencito Antoine estuvo a punto de morir asfixiado mientras dormía debido a la toxicidad de las ceras que empleaba su padre carpintero para barnizar los instrumentos musicales que fabricaba. Aunque, mirándolo en perspectiva, fueron incidentes menores si se los compara con el día en que el infortunado belga voló por los aires debido a una explosión de pólvora. Cayó encima de una olla donde se fundía hierro. Si hubiera caído adentro de la vasija, aquí terminaba este capítulo. Sax quedó encima del recipiente. Se quemó todo un costado del cuerpo y las marcas lo acompañaron toda su sobrevida. El permanente contacto del niño con la muerte era bien conocido en el barrio, donde pasó a ser denominado “el pequeño fantasma Sax”.

Nos mantenemos en Bélgica y el escenario nos muestra un puente en construcción que atraviesa un río. De repente, un adoquín se desprende y cae al vacío. ¿Es usted capaz de decirme la cabeza de quién atrajo al adoquín descontrolado? ¡Exacto! Tiene usted razón: era la cabeza de Antoine Joseph Sax. Perdió el conocimiento, cayó al río y fue rescatado en el último segundo posible. La madre insistía en que estaba condenado a la desgracia. Nosotros preferimos acudir a la alegoría de Eduardo Duahlde: Sax estaba condenado al éxito.

Mientras superaba todas estas pruebas, el pequeño fantasma colaboraba con su padre carpintero. Atraído por los instrumentos musicales que se elaboraban en el taller de su padre, optó por aprender a tocar la flauta traversa y tomar clases de canto. Su infancia, entonces, fue un compendio de actividades que incluía lecciones básicas de formación: escritura y lectura con un tío profesor, clases de canto y flauta, trabajos de carpintería y pulseadas con la muerte.

El espíritu del luthier estaba presente. A los 16 años diseñó nuevos modelos de flautas y clarinetes de marfil. Fue ahí cuando emergió su talento, heredado de su padre. Ambos dejaron de lado los muebles y concentraron fuerzas en el mundo de los instrumentos musicales de viento, sobre todo, de madera y metal.

De la castigada cabeza del joven, quien abandonó el Antoine Joseph para convertirse en Adolphe, surgieron nuevos diseños y, por lo tanto, nuevos sonidos. La complicación surgía a la hora de comerciarlos. La única forma de que un instrumento se hiciera popular era insertándolo en bandas militares y orquestas. A la vez, era necesario obtener algún tipo de difusión en la prensa para despertar el interés de los directores de las bandas y las orquestas. Nadie iba a comprar una flauta que no pudiera integrarse al conjunto. Con el tiempo, este ejercicio cotidiano de marketing le dio la experiencia suficiente a Adolphe Sax, quien encaró la fabricación de instrumentos muy diferentes de los habituales.

Creó el saxohorn (en español, bombardina), las saxtrombas, las saxtubas y su invento más preciado: el saxofón que nació en 1841. Por supuesto, Adolphe Sax se convirtió en el primer saxofonista de la historia. Su debut en un escenario, con el fin de promocionar el aparato, fue detrás de los telones de un teatro de Bruselas. Tocó un rato con el fin de interesar al público, pero los asistentes a la función no podían verlo, sino solo escucharlo. Esto se debía a que no quería revelar su identidad y menos aun, su diseño.

Entusiasmado por la aceptación del público, decidió trasladarse a París al año siguiente, 1842. En junio logró su primer objetivo: que un crítico de música dedicara unos minutos de su valioso tiempo a escuchar los sones del saxo. Ese hombre se llamaba Hector Berlioz y sus comentarios muy auspiciosos se esparcieron por Francia y Bélgica.

El próximo paso fue convencer a las autoridades militares de Francia de que había que reformar las bandas musicales. Se topó con la encendida oposición de los músicos que no querían abandonar las tradiciones. Todo terminó en un duelo público, en el Campo de Marte, el 22 de abril de 1845, cuarenta y cuatro años antes de que allí se construyera la torre Eiffel.

¿En qué consistía el duelo? De un lado, una banda tradicional; frente a ellos, los valientes músicos de Sax. Decimos valientes porque varios de los convocados desertaron a último momento, debido a que sentían que harían el ridículo. Sin embargo, esa tarde los parisinos ovacionaron a Sax y se aprobó la reforma musical, lo que en definitiva significaba la incorporación de nuevos sonidos y nuevos instrumentos, entre ellos, el saxofón.

En 1858, cuando el preciado saxo ya era reconocido por su peculiar sonido, se le diagnosticó cáncer de labio al músico inventor. ¿Perdió esta batalla? No: durante cinco años, un médico (los biógrafos de Sax aclaran “un médico negro”) le hizo un tratamiento a base de plantas de la India que lo curó por completo.

Recién el 7 de febrero de 1894, en París, pudo comprobarse que Adolphe Sax, el inventor del saxo, no era inmortal. El pequeño fantasma fue enterrado en el cementerio de Montmartre.

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