Google ha decidido recordar la vida de Adolphe (ex Antoine) Sax en la portada de su buscador. Por ese motivo, aprovechamos para recrear un capítulo de Historia de las Palabras en donde contamos su historia:
Más allá de nuestras nacionalidades, de nuestra edad, posición económica, nuestros gustos e intereses, todos tenemos, en definitiva, un mismo objetivo: nos ocupamos de vivir. La excepción fue el pequeño Antoine Joseph Sax, quien dedicó su infancia a sobrevivir. Y no lo decimos solo por la elevada tasa de mortalidad en los nacimientos de los poco higiénicos primeros años del siglo XIX. Antoine Joseph llegó el 6 de noviembre de 1814, luego de un parto complicado que tuvo lugar en la ciudad de Dinant, en Bélgica. Su madre lo vio desde el primer día como una persona predestinada a una corta existencia.
Sus roces con la muerte comenzaron cuando aún estaba aprendiendo a gatear: cayó desde un tercer nivel y golpeó su cuerpo en una piedra. Desvanecido por el impacto, lo creyeron muerto. Nada que ver: ese era apenas el comienzo en la vida (mejor dicho, sobrevida) de A. J. Sax, quien con apenas tres años resolvió saciar su sed tomando todo el líquido de un vaso de agua que contenía un compuesto químico peligrosísimo. Este “fondo blanco” casi lo mata.
El pequeño Sax superó este escollo con enorme trabajo, sobre todo, visceral. Su próximo enfrentamiento con la muerte fue a los pocos meses, cuando se tragó un alfiler. Sí, a esta altura uno se pregunta si no debería haberse considerado la legitimidad de la tenencia de los hijos -once en total- depositada en mamá Sax. Sin embargo, ella tenía muy claro que no se trataba de cuidarlo más o menos que al resto. Con cierta resignación, decía acerca de su hijo: “Él es un niño condenado a la desgracia, no vivirá mucho”.
Semejante presagio iba acompañado de negligencias constantes: tres veces el jovencito Antoine estuvo a punto de morir asfixiado mientras dormía debido a la toxicidad de las ceras que empleaba su padre carpintero para barnizar los instrumentos musicales que fabricaba. Aunque, mirándolo en perspectiva, fueron incidentes menores si se los compara con el día en que el infortunado belga voló por los aires debido a una explosión de pólvora. Cayó encima de una olla donde se fundía hierro. Si hubiera caído adentro de la vasija, aquí terminaba este capítulo. Sax quedó encima del recipiente. Se quemó todo un costado del cuerpo y las marcas lo acompañaron toda su sobrevida. El permanente contacto del niño con la muerte era bien conocido en el barrio, donde pasó a ser denominado “el pequeño fantasma Sax”.
Nos mantenemos en Bélgica y el escenario nos muestra un puente en construcción que atraviesa un río. De repente, un adoquín se desprende y cae al vacío. ¿Es usted capaz de decirme la cabeza de quién atrajo al adoquín descontrolado? ¡Exacto! Tiene usted razón: era la cabeza de Antoine Joseph Sax. Perdió el conocimiento, cayó al río y fue rescatado en el último segundo posible. La madre insistía en que estaba condenado a la desgracia. Nosotros preferimos acudir a la alegoría de Eduardo Duahlde: Sax estaba condenado al éxito.
Mientras superaba todas estas pruebas, el pequeño fantasma colaboraba con su padre carpintero. Atraído por los instrumentos musicales que se elaboraban en el taller de su padre, optó por aprender a tocar la flauta traversa y tomar clases de canto. Su infancia, entonces, fue un compendio de actividades que incluía lecciones básicas de formación: escritura y lectura con un tío profesor, clases de canto y flauta, trabajos de carpintería y pulseadas con la muerte.
El espíritu del luthier estaba presente. A los 16 años diseñó nuevos modelos de flautas y clarinetes de marfil. Fue ahí cuando emergió su talento, heredado de su padre. Ambos dejaron de lado los muebles y concentraron fuerzas en el mundo de los instrumentos musicales de viento, sobre todo, de madera y metal.
De la castigada cabeza del joven, quien abandonó el Antoine Joseph para convertirse en Adolphe, surgieron nuevos diseños y, por lo tanto, nuevos sonidos. La complicación surgía a la hora de comerciarlos. La única forma de que un instrumento se hiciera popular era insertándolo en bandas militares y orquestas. A la vez, era necesario obtener algún tipo de difusión en la prensa para despertar el interés de los directores de las bandas y las orquestas. Nadie iba a comprar una flauta que no pudiera integrarse al conjunto. Con el tiempo, este ejercicio cotidiano de marketing le dio la experiencia suficiente a Adolphe Sax, quien encaró la fabricación de instrumentos muy diferentes de los habituales.
Creó el saxohorn (en español, bombardina), las saxtrombas, las saxtubas y su invento más preciado: el saxofón que nació en 1841. Por supuesto, Adolphe Sax se convirtió en el primer saxofonista de la historia. Su debut en un escenario, con el fin de promocionar el aparato, fue detrás de los telones de un teatro de Bruselas. Tocó un rato con el fin de interesar al público, pero los asistentes a la función no podían verlo, sino solo escucharlo. Esto se debía a que no quería revelar su identidad y menos aun, su diseño.
Entusiasmado por la aceptación del público, decidió trasladarse a París al año siguiente, 1842. En junio logró su primer objetivo: que un crítico de música dedicara unos minutos de su valioso tiempo a escuchar los sones del saxo. Ese hombre se llamaba Hector Berlioz y sus comentarios muy auspiciosos se esparcieron por Francia y Bélgica.
El próximo paso fue convencer a las autoridades militares de Francia de que había que reformar las bandas musicales. Se topó con la encendida oposición de los músicos que no querían abandonar las tradiciones. Todo terminó en un duelo público, en el Campo de Marte, el 22 de abril de 1845, cuarenta y cuatro años antes de que allí se construyera la torre Eiffel.
¿En qué consistía el duelo? De un lado, una banda tradicional; frente a ellos, los valientes músicos de Sax. Decimos valientes porque varios de los convocados desertaron a último momento, debido a que sentían que harían el ridículo. Sin embargo, esa tarde los parisinos ovacionaron a Sax y se aprobó la reforma musical, lo que en definitiva significaba la incorporación de nuevos sonidos y nuevos instrumentos, entre ellos, el saxofón.
En 1858, cuando el preciado saxo ya era reconocido por su peculiar sonido, se le diagnosticó cáncer de labio al músico inventor. ¿Perdió esta batalla? No: durante cinco años, un médico (los biógrafos de Sax aclaran “un médico negro”) le hizo un tratamiento a base de plantas de la India que lo curó por completo.
Recién el 7 de febrero de 1894, en París, pudo comprobarse que Adolphe Sax, el inventor del saxo, no era inmortal. El pequeño fantasma fue enterrado en el cementerio de Montmartre.