El pañuelo criollo

Una reciente edición de “Pilchas criollas”, el libro que publicó Fernando O. Assunçao en 1975, con ilustraciones de Federico Reilly, nos invita a abordar un aspecto del mundo del gaucho a través del tiempo. Nos referimos al pañuelo, prenda indispensable de su atuendo. Al respecto, Assunçao escribió:

Repetidamente en nuestras propias observaciones o en las transcripciones y citas de documentos y viajeros nos hemos referido al uso, por parte de nuestros hombres de campo, de un gran pañuelo (cuadrado de 75 a 85 centímetros de lado), estampado o liso, de seda u otra tela liviana, llamado, en el primer caso “pañuelo de hierbas”, siempre de colores muy vivos: rojo, azul-cielo, verde, amarillo, blanco.

Este pañuelo tenía varios usos. Generalmente colocado sobre la cabeza, atado a ésta, a la marinera o corsaria o anudado bajo el mentón, serenero, siempre bajo el sombrero, o como vincha para sujetar las largas guedejas [es decir, largas cabelleras]. En el primer caso hacía las veces del gorro o red, que el hombre de pueblo, rural o urbano, español, gastaba para mantener sujetos, cubiertos y protegidos del polvo y el sol y, si se quiere, ordenados, los cabellos, peinados generalmente con una trenza o coleta atrás, cuyo largo variaba de acuerdo a la longitud de aquéllos.

Este modo de usarlo es herencia tanto de los marinos como de los campesinos peninsulares.

El otro modo de uso, de herencia también campesina con reminiscencias árabes, protege cabeza, mejillas y nuca del sol durante el día, y, a las orejas, del rocío y el frío en las madrugadas y atardeceres; también de la lluvia, el viento y el frío invernales. Siempre del polvo.

En ambos casos, cuando no se trataba de hacer largas marchas que era cuando se llevaba de “serenero”, o de realizar duras faenas a caballo (boleadas, enlazadas, desjarretamientos) o en la guerra o en el duelo, o en faenas y cuadreras (que era cuando se le colocaba a la marinera o como vincha) el pañuelo se dejaba caer, simplemente, alrededor del cuello cubriendo hombros y espalda como un simple adorno, para el paseo, la pulpería, o el bailongo de candil, o en faenas a pie, yerra, etc., para atajar el sudor del rostro y enjugárselo. Puesto así al cuello se le dio en llamar de golilla o golilla, pues equivalía al gran cuello clásico español, plano y ancho, blanco y almidonado, de uso desde fines del siglo XVII, entre los militares, alcaldes, cabildantes, noble y burgués […]

Un viajero inglés, en época bastante posterior a la que nos ocupa, nos dejó no obstante, una fiel descripción del modo de llevar el pañuelo nuestros gauchos. Se trata de Thomas Woodbine Hinchliff (Viaje al Plata en 1861, Ed. Hachette, Buenos Aires, 1955), que se expresa así (cap. XI, pág. 242): “Con todo, yo anduve varias veces a caballo, a punto de las doce, y en los días más calurosos, sin sentir ninguna molestia, para lo cual me arreglé la cabeza a la moda gaucha, que consiste sencillamente en doblar diagonalmente un pañuelo y atarlo flojo bajo la barbilla, dejando las otras puntas que cuelguen sobre la nuca. Encima se pone el sombrero, y el pañuelo, al moverse con la brisa, produce un aire fresco muy agradable”.

“Pichas criollas” (Editorial Claridad) repasa la vestimenta del hombre de campo, los recursos femeninos y las costumbres en la nada monótona vida rural. Fernando Assunçao nació en Montevideo, en 1931. Murió hace diez años, en mayo de 2006.

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La bandera diferente de Belgrano

Una reliquia de la historia de la Guerra de la Independencia es noticia. Nos referimos a una de las dos banderas de Macha, cuya conocida historia hemos publicado en el blog hace unas semanas.

Macha es una ciudad altoperuana que tuvo protagonismo porque allí estableció Belgrano el cuartel central en las semanas que corrieron entre los enfrentamientos de Vilcapugio (octubre de 1813) y Ayohuma (noviembre del mismo año). Ambos sellaron el triste final de la segunda campaña al Norte.

Dos banderas del Ejército que comandaba Belgrano reaparecieron en 1881. Las encontró un sacerdote de la capilla de Titirí -a pocos kilómetros de Macha- dentro de unos cuadros, donde habían sido prolijamente escondidas.

Una era celeste, blanca y celeste, mientras que la otra era blanca, celeste y blanca. En 1896, el gobierno boliviano entregó la primera de las mencionadas a la Argentina. Hoy se encuentra en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires.

La segunda bandera hoy es noticia. Cuatro restauradoras argentinas del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco que viajaron a Bolivia para trabajar en la bandera blanca-celeste-blanca, han completado la tarea. Las expertas son Patricia Lissa, Ivana Rigacci, María Dora Lasalandra y María Sol Balcarde.

Una institución argentina, el Fondo Argentino de Cooperación Sur Sur y Triangular, que depende de la Dirección General de Cooperación Internacional de la Cancillería, fue quien implementó un programa de “Capacitación en Conservación y Restauración de Textiles Históricos”. A través de dicho programa, las restauradoras argentinas capacitaron a sus pares en Bolivia, mostrándoles de qué manera trabajaban sobre el género que fue protagonista de nuestra historia.

Completada la tarea, a comienzos de esta semana, la bandera se entregó a las autoridades de la Casa de la Libertad, situada en Sucre. Es la institución que ha venido custodiando la reliquia, pero además tiene un valor simbólico muy grande: para el pueblo boliviano representa lo mismo que la Casa Histórica de Tucumán para nostros, porque allí declararon su Independencia.

Las imágenes que acompañan la nota nos muestran a las argentinas en plena tarea y el acto de entrega formal del peculiar pabellón argentino a la Casa de la Libertad.

La enseña diferente -que tanto debate ha generado por sus colores invertidos- luce renovada gracias al trabajo de cuatro profesionales que con su talento, han rendido el siempre merecido homenaje a Manuel Belgrano, el creador de la bandera argentina.

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Los sesenta granaderos

La genial estrategia militar de José de San Martín consistía en asentar al Ejército Libertador en Chile y desde allí navegar al Perú. Luego del triunfo de abril de 1818 en los campos de Maipo –o Maipú– logró consolidarse la primera etapa. Sin embargo, los graves acontecimientos políticos que sucedían en ambos lados de la cordillera ponían en riesgo la campaña a Lima. Más aun, el gobierno de las Provincias Unidas ordenaba el regreso de los hombres que habían partido de Mendoza en 1817.

Con gran esfuerzo debido a su salud seriamente quebrantada, San Martín repasó los Andes el 14 de febrero y se instaló en Mendoza el 23. Su intención era destrabar el conflicto generado con su ejército por quienes se disputaban el poder.

En octubre, San Martín partió rumbo a Buenos Aires con el objetivo de entrevistarse con el flamante Director Supremo, José Rondeau. Sin embargo, las noticias recibidas en el trayecto –referidas a levantamientos insurgentes en Tucumán y Córdoba– lo hicieron volver sobre sus pasos. Regresó a Mendoza donde sufrió un serio desmejoramiento de su salud. Envió una carta a Rondeau manifestándole que estaba muy enfermo para seguir al mando del Ejército. Le recomendó que encontrara un sustituto de inmediato y le anunció que pasaría a Chile, para tomar baños termales.

Estaba dispuesto a cruzar la cordillera, pero apenas podía mantenerse en pie. El general Rudecindo Alvarado le ordenó a fray Luis Beltrán que construyera una camilla, lo más cómoda posible, para trasladar al general a través de los Andes. El fraile la terminó en un par de días y se abocó a reunir víveres y abrigos. Alvarado dispuso que sesenta granaderos acompañaran al jefe, turnándose para cargar en sus hombros la camilla con el ilustre enfermo.

La travesía se inició el 28 de diciembre. A la cabeza marchó el fraile, junto al médico personal de San Martín, el doctor estadounidense Guillermo Colesberry. Además de los sesenta granaderos, dos sargentos estaban encargados de velar el sueño del comandante. Se turnaban por la noche para atender como enfermeros cualquier necesidad del convaleciente.

El viaje demandó 17 días, ocho más de los que había empleado San Martín cuando pasó a Mendoza en febrero de ese mismo año. Tres semanas en aguas termales lo repusieron. Se instaló en Santiago e inició los preparativos para llevar adelante la segunda etapa de su magnífico plan libertador.

El pintor Fidel Roig Matons reflejó en su obra aquella escena. La célebre cueca “Sesenta granaderos”, del poeta mendocino Hilario Cuadros, evoca a la escolta que acompañó a San Martín en ese cruce.

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Por qué San Martín es nuestro prócer

Porque introdujo conceptos militares modernos para afrontar la Guerra de la Independencia.

Porque demostró que la disciplina es un recurso fundamental para alcanzar objetivos.

Porque convirtió a patriotas que apenas podían aportar su juventud y entusiasmo, en profesionales que descollaron en los campos de batalla.

Porque fue tan severo como magnánimo.

Porque se puso al frente de sus soldados. San Martín no los empujaba, los guiaba.

Porque les inculcó que una victoria no se logra únicamente en el campo de batalla, sino que comienza con una buena instrucción sumada a la capacidad para obtener recursos.

Porque nunca fue demagogo. Al contrario, reclamaba sacrificios, aun sabiendo que podía ganarse enojos y odios.

Porque fue ejemplo de austeridad y de conducta, aun habiendo organizado la más atrevida campaña para sostener las ideas de libertad que pregonaron los Hombres de Mayo.

Porque tuvo enorme influencia política en el desarrollo del Congreso que declaró la Independencia de nuestra Patria en Tucumán.

Porque jamás pretendió algún tipo de reconocimiento de sus contemporáneos. Frente a las críticas intencionadas, el general San Martín respondia que “los hombres juzgan lo pasado según la verdadera justicia; y lo presente, según sus intereses”.

Porque consideraba una falta muy grave el hecho de que alguno de sus hombres le levantara la mano a una mujer, aún cuando hubiera sido insultado por ella.

Porque siempre se mantuvo por encima del tironeo político que desembocó en el cruento enfrentamiento de unitarios y federales.

Porque nunca concibió los privilegioss: en cada espacio ubicó a los más aptos, sin detenerse a evaluar su nacionalidad, condición social o relación de amistad.

Porque padeció enfermedades y desajustes, con graves dolores físicos. Sin embargo, desatendió el cuidado de su salud y partió al frente de campañas extensas y agotadoras.

Porque en el célebre encuentro de Guayaquil, supo dar un paso al costado y no generar un conflicto con Bolívar que pudo haber puesto en peligro los logros que venían acumulándose.

Porque luego de diez años, desde su austero arribo a Buenos Aires hasta el encuentro con Bolívar en Guayaquil, sin dejarse llevar por la veneración de los pueblos que había liberado, sostenía: “mi alma es la misma con que empecé la Revolución”.

Porque el enfrentamiento político no lo enceguecía. Cierta vez escribió a Tomás Guido: “Usted sabe que Rivadavia no es un amigo mío. A pesar de esto sólo pícaros consumados no serán capaces de estar satisfechos de su administración, la mejor que se ha conocido en América”.

Porque a pesar de que en la provincia de Mendoza había encontrado su lugar en el mundo, optó por exiliarse en Europa para no ser utilizado en disputas políticas internas.

Porque con su acción aseguró la libertad de tres naciones, como así también de las demás que se vieron beneficiadas con la campaña que ideó, preparó y comandó con notable éxito.

Porque a pesar de que su grandeza fue usada de manera sesgada por ciertos gobiernos, se mantiene por encima del manoseo partidario.

Austero, riguroso, valiente, capaz, noble, paciente, dedicado, buen patriota y magnífico líder. El Padre de la Patria, José Francisco de San Martín, merece el reconocimiento de todas las generaciones de argentinos.

 

El Pensador porteño

La escultura original de “El Pensador” del artista parisino Auguste Rodin (1840-1917) fue creada en 1880 y formó parte de un encargo realizado por el estado francés. Querían puertas alusivas en el museo de las Artes Decorativas de París que estaba proyectándose.

La pieza medía 70 centímetros y formaba parte de “La puerta del Infierno” que vemos en la imagen. Se encuentra en el sector superior, al centro, y representa a Dante Alighieri, autor de “La Divina Comedia, inclinado hacia adelante observando todo lo que se encuentra en el infierno mientras medita su obra. Al exponer la figura en forma separada de su conjunto, Rodin incrementó su tamaño (hizo una figura de 1,90 metros) y la rebautizó “El Pensador”. En 1906, fue colocada en la entrada del majestuoso Panteón de París.

Algunos críticos se preguntaban si no era una contradicción que un musculoso pensase. El autor respondió que esa era la síntesis del hombre, ya que realiza trabajos físicos, pero también reflexiona.

En Buenos Aires, el primer director del Museo Nacional de Bellas Artes Eduardo Schiaffino, encargó al escultor francés un Pensador para colocarlo en la escalinata del palacio del Congreso, siguiendo el ejemplo del original que se encontraba en el Panteón. La obra llegó a nuestro país en 1907. Se trata de un ejemplar fundido del molde original y cuenta con su firma. Además del original que abandonó su lugar de privilegio en el Panteón para pasar al Museo Rodin (también en París), obras similares se enviaron a Filadelfia (Estados Unidos), Berlín y Estocolmo.

La culminación del actual edificio del Congreso Nacional estaba demorada. La escultura se instaló a unos doscientos metros, en la Plaza Lorea, aguardando a que el Palacio Legislativo se completara y la recibiera.

En 1927, Schiaffino escribía: “Han pasado veinte años y todavía la obra maestra continúa sacrificada. En esa plaza inmensa, parece una mosca en un billar”.

A finales de la década de 1960, la actual avenida de Mayo pasó a ser mano única y se unió a la avenida Rivadavia a través de una curva que dividió a la plaza Lorea en norte y sur. “El Pensador” quedó en el sector sur, renombrado como plaza Mariano Moreno.

Desde hace algunos años se discute si “El Pensador” debe ser llevado a la escalinata del monumental edificio o no. A pesar del deseo de algunos legisladores, este Dante reflexivo, atlético y protegido por un blíndex (desde 2013), continúa dándole la espalda al Congreso de la Nación Argentina.

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Buenos Aires en 1954

El proyecto Prisma rescata archivos audiovisuales y sonoros, principalmente de Radio Nacional y de Canal 7. Gracias a la atenta búsqueda de Eloy Martin y de Abel Alexander (de la Sociedad Iberoamericana de Historia de la Fotografía), ha llegado a nuestro conocimiento “Buenos Aires en relieve” que nos permite pasear por la ciudad hace 62 años. Dirigida por los hermanos Jorge y Luis Napoléon “Don Napy” Duclout (hijos del ingeniero que gestionó la visita de Einstein a la Argentina), la vista cuenta con la locución del legendario Jaime Font Saravia.

La filmación tiene enorme valor documental. Pero, a su vez, la locución permite recordar de qué manera se subrayaba el peso político del Poder Ejecutivo, a través del sistema denominado propaganda. Bienvenidos a este viaje porteño de 1954.

 

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¿Qué escondió Belgrano en una iglesia?

Luego de la derrota en las pampas de Vilcapugio en octubre de 1813, Manuel Belgrano estableció su cuartel general en Macha, un pueblito perteneciente al departamento de Potosí en Bolivia. Se encuentra ubicado a unos once kilómetros en línea recta de Ayohuma, lugar donde luego se desarrolló la fatídica batalla para los patriotas en noviembre del mismo año.

En 1881, en un pequeño paraje llamado Titirí, a unos pocos kilómetros de Macha, el cura de la capilla limpiaba y ordenaba el lugar. Le llamó la atención un cuadro de Santa Teresa. Lo descolgó, desarmó el marco y descubrió que había dos banderas enrolladas en la madera. Al desenrollarlas, comprobó que estaban rotas, tenían rastros de pólvora y algunas manchas de sangre, además del lógico desgaste natural. Tenían una particularidad: una era celeste, blanca y celeste (ver foto), mientras que la otra era blanca, celeste y blanca.

El cura las enrolló nuevamente y volvió a colgar el retrato. Dos años después, fueron nuevamente halladas por su sucesor, el padre Primo Arrieta (posiblemente informado por el anterior cura), y las hizo trasladar a Sucre.

¿Cuál es el misterioso origen de estas banderas? No se sabe con certeza. Pero la mayoría de los especialistas opina que están relacionadas con el general Belgrano. Este grupo mayoritario de historiadores avala la teoría de que el comandante ordenó al coronel Cornelio Zelaya que escondiera las banderas del ejército patriota para que éstas no cayeran en manos de los enemigos. ¿Habrá sido después de la derrota de Vilcapugio o luego de ser vencidos en Ayohuma? En ambos casos, pasó por Macha.

La humilde capilla rural era dirigida por el cura Juan de Dios Aranívar. Se especula que el coronel Zelaya se presentó ante el párroco y le dejó a su cuidado las dos banderas para que las escondiera de los realistas. Algunos relatos sostienen que fue el propio Belgrano quien estuvo de paso por la capilla, ya que era amigo del sacerdote. Otra posible teoría es que el mismo párroco haya participado en la campaña, y ante la retirada patriota, escondió las banderas sin el conocimiento del general.

Algunos historiadores simplemente descartan la posibilidad de que éstas, sean las banderas que hayan pertenecido al ejercito del Norte o auxiliar del Alto Perú.

Una de las dos banderas fue devuelta por el gobierno boliviano en 1896 (la celeste-blanca-celeste), hoy se encuentra en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires. El ejemplar blanco-celeste-blanco continúa en el Museo Casa de la Libertad de Sucre.

Los improvisados que desfilaron en 1889

En marzo de 1889, cuando se organizaba el desfile del 25 de mayo, el ministro de Guerra, Nicolás Levalle, ordenó que el flamante Batallón de Ingenieros tenía que marchar. El problema es que solo tenía sus jefes, pero le faltaba la tropa. Le dieron cien pesos a cada uno de los cuatro sargentos, con instrucciones de usarlo para reclutar hombres.

Ramón Tristany, uno de los sargentos, se dirigió a los bares del Bajo (en la zona de la actual avenida Alem) donde se concentraba buena parte de la población ociosa —y viciosa— de Buenos Aires. La algarabía, sazonada con alta graduación alcohólica de dudosa calidad, permitió que Tristany encontrara muchos voluntarios. Pero había un problema: eran todos marinos de otras nacionalidades. El sargento prefirió consultarlo con sus superiores y todo quedó en veremos.

Al día siguiente recibió una repuesta tajante: importaba más el número que la nacionalidad. Por lo tanto, esa noche regresó al bar con el fin de reclutar. Pero el entusiasmo inicial se había evaporado y apenas unos tres o cuatro seguían interesados. Tristany se imaginaba desfilando delante del presidente Miguel Juárez Celman y el ministro Levalle con su tropa de cuatro parroquianos. Era un papelón. Pero alguien le dio la solución: que fuera al Hotel de Inmigrantes.

Había arribado un barco con franceses y belgas. Cuando el sargento comunicó en su pasable francés lo que buscaba, una marea de jóvenes se arremolinó en torno de la mesita. Al día siguiente, Tristany apareció en el cuartel con 150 hombres. Que desfilaron el 25 de mayo de 1889. Y, cuando rompieron filas, se fueron contentos al cuartel… ¡cantando La Marsellesa!

 

Aclaración: la imagen corresponde al desfile realizado el 9 de julio de 1894.

 

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El Congreso de Tucumán en 3 minutos

Cada uno de los diputados que concurrieron a Tucumán para participar del Congreso cargó con el peso de una enorme responsabilidad. Esos hombres no solo eran las caras visibles de la rebelión ante las naciones del mundo, sino que también se exponían a las críticas de los propios pueblos que los habían elegido.

El panorama en 1816, tristemente desalentador, tampoco ayudaba: 1) La economía de las Provincias Unidas estaba a punto de tocar fondo. 2) Fernando VII había recuperado el trono de España y se había propuesto enviar al Río de la Plata unos 15.000 a 20.000 veteranos profesionales (los que habían vencido nada menos que a Napoleón) para recuperar el territorio americano. 3) Para colmo, el ejército del Norte, al mando de Rondeau, había sido derrotado en Sipe Sipe. Por ese motivo, el territorio quedó partido en tres:

– Una fracción en manos de los realistas (Alto Perú y Norte de Jujuy).

– El Litoral bajo la órbita de Artigas, quien estaba enfrentado a Buenos Aires.

– Y el grupo restante, conformado por las provincias que se sumarían al Congreso.

Con dos tercios de los diputados presentes, el Congreso inició sus sesiones el 24 de Marzo de 1816, en un contexto de gran escepticismo, debido al fracaso de la Asamblea del año XIII, que no había logrado declarar la Independencia y redactar una Constitución.

El grupo de los diputados era muy heterogéneo. Más allá de las diferencias generacionales (el menor, Godoy Cruz, tenía 25 años; mientras que Uriarte ya había cumplido los 63), contrastaban las posiciones políticas. Los de Buenos Aires no se llevaban bien con los del Norte que, por su parte, tenían muchas diferencias entre ellos mismos. Los de Córdoba tampoco mantenían buena relación con los porteños. En cambio los de Cuyo, que actuaban siguiendo instrucciones de San Martín, sostenían un buen diálogo con casi todos los grupos.

El desarrollo del Congreso debe mucho a cuatro personalidades de nuestra historia: Martín Miguel de Güemes -quien aún luego de la caída de Rondeau en Sipe Sipe, no dio un solo paso hacia atrás-, Juan Martín de Pueyrredon -fue diputado por la provincia de San Luis hasta que el Congreso lo designó Director Supremo-, José de San Martín, quien alistaba el Ejército para el Cruce de los Andes; y Manuel Belgrano, quien había regresado de una misión diplomática en Europa y viajó a Tucumán para hablarles a los integrantes del Congreso.

Belgrano arribó -atención a la fecha- el viernes 5 de julio de 1816. Era muy valorado por los distintos sectores que participaban de la asamblea y todos querían conocer su opinión. Se reunió en sesión secreta con los congresistas el sábado 6 de julio y ofreció un panorama claro y concreto

Entusiasmados con la exposición de Belgrano, y conscientes de que la única manera de dar un paso hacía adelante sería dejando las abismales diferencias en un segundo plano, el lunes 8 los diputados trabajaron en los preparativos de la ansiada declaración. El martes 9 de julio, la histórica sesión comenzó a las 8 de la mañana y se extendió hasta las 17. Ante el general Belgrano y el Director Supremo Pueyrredon se consolidó la identidad de nuestra Patria con la Declaración de la independencia.

A doscientos años, rendimos homenaje a los veintinueve diputados que firmaron el acta y a los hombres que gravitaron en el Congreso, guiándolo y protegiéndolo: San Martín, Belgrano, Pueyrredon y Güemes. ¡Viva la Patria!

 

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Los granaderos que defendieron a Illia

Pegó el grito y se lanzó a la carga. El coronel José de San Martín montado en un bayo volaba, sable en mano, hacia una pared de sorprendidos soldados realistas. Se iniciaba el glorioso combate de San Lorenzo que tuvo como primera víctima el bayo del comandante. En la rodada, quedó atrapada la pierna del intrépido jinete que además se sacó el hombro. Lo salvaron los granaderos Juan Bautista Baigorria y Juan Bautista Cabral. El bayo sacrificado pertenecía a la caballada que les había entregado el vecino Alfonso Rodrigáñez.

San Lorenzo fue el bautismo de fuego del Regimiento de Granaderos a Caballo. Luego de mil hazañas, en 1826, el presidente Rivadavia decretó su disolución.

En 1903, a instancias del ministro de Guerra Pablo Riccheri (nacido en la ciudad de San Lorenzo), el presidente Roca reconstituyó el Regimiento. En 1907, el presidente Figueroa Alcorta estableció que fuera cuerpo de escolta presidencial.

En 1955, los granaderos defendieron la Casa Rosada del ataque aéreo. Además de la guardia habitual, se sumaron fuerzas que se trasladaron desde el cuartel de Palermo. En total actuaron dos jefes, dieciséis oficiales, 47 suboficiales y 265 granaderos. En la defensa murieron nueve hombres. Los jefes que defendieron a Perón eran antiperonistas, pero, más allá de tal condición, eran granaderos y escoltas presidenciales.

En junio de 1966, los 30 granaderos apostados en la Casa de Gobierno se reunieron en el Patio de las Palmeras, comandados por su jefe, el teniente primero Aliberto Rodrigáñez Riccheri, 31 años (a quien vemos en las tres fotos), descendiente del hombre que le entregó el bayo a San Martín para el combate de San Lorenzo, y de Pablo Riccheri, el militar que propuso la recreación del regimiento.

El Ejército marchaba rumbo a la Casa Rosada para deponer al presidente Illia por la fuerza. Rodrigáñéz Richheri le dijo a sus hombres que ubicaran las dos ametralladoras y alistaran los fusiles. Y si se acaban las municiones, todavía quedarían los sables. Estos granaderos estaban dispuestos a defender al presidente aun frente al resto de las fuerzas militares. La arenga del jefe retumbo en el patio: “De aquí puede ser que nos saquen a la fuerza, pero con las patas para adelante”.

El teniente general Julio Alsogaray, vocero de los sublevados, llegó a las puertas de la Casa de Gobierno e intimó a los granaderos a rendirse. Rodrigáñez le respondió que él y sus hombres defenderían la posición. Ante la situación de tener que ingresar cobrándose la vida de treinta valientes, las fuerzas sublevadas debieron aguardar. Corrían los minutos y los granaderos se mantenían en guardia. En tan apremiante situación, el doctor Illia relevó de responsabilidades a los granaderos y ordenó que desactivaran la defensa.

Los sublevados lograron su lamentado objetivo. Pero antes de poder completarlo recibieron una clara lección: a los granaderos nadie los pasa por encima.

Aliberto Rodrigáñez Riccheri fue condecorado por el presidente Macri dos días antes de cumplir 82 años.