La política inmigratoria permitió que la Argentina se poblara con ciudadanos de todo el mundo, sobre todo de Europa y Asia. Se formaron las asociaciones de colectividades solventadas con aportes de cada asociado, en especial, de los inmigrantes que se habían enriquecido en el país. Las comunidades se sumaron a los festejos por el Centenario de la Revolución de Mayo de 1810. Resolvieron obsequiarle monumentos.
Previsores, los residentes españoles iniciaron la empresa en 1908, luego de una formidable reunión en el Club Español donde, entre otras cosas, planearon visitar al presidente José Figueroa Alcorta para anunciarle el regalo. A las pocas semanas analizaron los antecedentes artísticos de los treinta postulantes a realizar la obra y determinaron que el escultor español Agustín Querol reunía las condiciones para llevar a cabo la tarea. También solicitaron un espacio público para emplazar el monumento. El 28 de noviembre de 1908, la Municipalidad de Buenos Aires les otorgó la vistosa esquina de las avenidas Alvear (hoy Libertador) y Sarmiento, en Palermo.
Antes de que comenzara a correr el celebrado 1910, Querol ponía manos a la obra en su taller de Barcelona. Más que a la obra, a la maqueta, que fue hasta donde él llegó: murió el 14 de diciembre de 1909. El monumental obsequio para la Argentina quedó a medio hacer y la colectividad española no lo tuvo a tiempo. Por ese motivo, para los festejos del Centenario (el 26 de mayo de 1910), sólo pudo realizarse un acto –muy imponente, por cierto– en donde se colocó la piedra basal del monumento. Esta piedra se tomó de la construcción del hospital de Temperley. La infanta de Borbón (representante de España, tía del rey Alfonso XIII) fue la madrina del suceso, acompañando al padrino y presidente de la Nación, José Figueroa Alcorta.
Tras la muerte de Querol, la obra quedó en manos de uno de sus discípulos, un asturiano que no se llamaba Flojeras, como indica el legajo de la Municipalidad, sino Folgueras, Cipriano Folgueras. ¿Le hizo honor a su apellido mal registrado? No, al contrario, trabajó mucho en la obra. Pero, a decir verdad, le prestó un poco más de atención a la Columna del Centenario de la Independencia de Guayaquil. Se podría decir que daba tres pasos por la Columna y un paso por el monumento de los argentinos. Hasta que tuvo la mala suerte de dar el paso final y acompañar a Querol en el más allá, a comienzos de 1911. Mientras tanto, en Buenos Aires, los residentes españoles seguían aguardando la llegada de la obra.
Para fortuna de los esperanzados inmigrantes, dos discípulos de Querol y Folgueras tomaron la posta: Víctor Cerveto más un artista apellidado Boni. Y ya nadie habría de morirse, aunque los problemas continuaron. En mayo de 1913, una extensa huelga de los obreros de la ciudad de Carrara –célebre por sus canteras de mármol– demoró siete meses la entrega del material y retrasó los trabajos en el taller.
Por fin algunas partes que debían ensamblarse en Buenos Aires arribaron al Río de la Plata. El embalaje permaneció bamboleándose en la bodega del barco por un tiempo, y luego pasó a arrumbarse en un depósito terrestre, mientras se tramitaba la “exoneración de los derechos de Aduana”, previo informe de la Procuración del Tesoro. Además, cada paso que se daba debía ser informado a los herederos de Querol, con quienes era obligación negociar, ya que podían vetar cualquier decisión sobre la obra de su finado pariente.
La figura principal del monumento se colocó -con acto, discurso del intendente Joaquín de Anchorena y copita de champán en el espacio donde se gestaba el Rosedal de Palermo, el 21 de mayo de 1914. Una tormenta, el 20 de septiembre, le amputó el brazo izquierdo a la dama de mármol y hubo que reinsertárselo.
Al año siguiente, en Barcelona, un acreedor del finado Querol embargó los bronces de las figuras alegóricas que se ubicarían en los vértices del conjunto escultórico cuando estaban a punto de enviarse a Buenos Aires.
Representantes de la comunidad española en la Argentina concurrieron a entrevistarse con el acreedor y llegaron a un acuerdo que liberó del embargo a las obras de arte. Poco tiempo después, el barco Príncipe de Asturias viajaba desde Barcelona hasta Buenos Aires, con escala en Santos, Brasil, y traía en su cubierta cuatro inmensas figuras de bronce del monumento de los españoles. Las imágenes fueron el deleite de los seiscientos pasajeros que viajaban en ese barco. El domingo 5 de marzo de 1916, el Príncipe de Asturias se fue a pique frente a las costas de Santos, luego de impactar con una roca. Tardó cinco minutos en hundirse. Se ahogaron 450 personas y se suicidó el capitán. Por supuesto, si no fue posible salvar a los pasajeros, menos aún, a los cuatro bronces del monumental obsequio.
A seis años del Centenario, Buenos Aires no había recibido su regalo en forma completa. Ni siquiera estaba cerca de hacerlo. Los bronces que reemplazarían a los perdidos arribaron sanos y salvos en 1919, sin embargo, faltaban los piletones, el sistema de cañerías y otras figuras menores. Año 1926: todo listo, es inminente la inauguración. Bueno, no todo: la municipalidad porteña debía hacer la vereda y fallaba el sistema de iluminación acuática.
El 25 de mayo de 1927, cuando Marcelo de Alvear ocupaba la presidencia y el centenario ya había quedado a diecisiete años de distancia, se inauguró en Avenida del Libertador y Sarmiento el Monumento de la Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas, al que todos llamamos “Monumento de los Españoles”.