Castigos a los estudiantes

La educación de nuestros próceres tuvo un condimento brutal: el castigo corporal. Es necesario aclarar que solía tomarse como algo natural. Sin embargo, para el tiempo de la Revolución de Mayo comenzaron a levantarse voces aisladas que manifestaban su rechazo a la violencia física en los casos en que el alumno cometía actos de indisciplina, respondía mal una pregunta o se evidenciaba que no había estudiado.

Se conoce el caso de Guadalupe Cuenca, viuda de Mariano moreno, quien cambió a su hijo de colegio (iba al San Carlos, donde había estudiado su padre) porque un profesor le pegó al niño. Sin duda, los integrantes la Asamblea General de 1813 conocieron las penurias del castigo en su época de estudiantes. Ellos establecieron, el 9 de octubre, la abolición de los azotes en las escuelas. Alegaron que era “absurdo e impropio que los niños que se educan para ser ciudadanos libres sean en sus primeros años abatidos, vejados y oprimidos por imposición de una pena corporal tan odiosa y humillante”.

Determinaron que tanto el Cabildo como la policía debían controlar que no se cometieron excesos. La norma tuvo corta vida. El estatuto provisional de 1815 derogó el decreto de la Asamblea. Los castigos volvieron a ser práctica habitual en las instituciones educativas y también en circunstancias más personales: el profesor particular podía pegarle a su alumno sin que nadie se horrorizase.

La Declaración de Independencia trajo varios cambios, entre ellos, la prohibición de “presidio, azotes y destierro”, sin la autorización de un tribunal superior. Esta medida se hizo extensiva a las escuelas. De todas maneras, la norma no se cumplía, aunque si se atenuó mediante las amonestaciones, que entonces se denominaban “notas de policía”. En Recuerdos de provincia, Domingo Faustino Sarmiento (señalemos que nació en 1811, lo que nos permite determinar su época de estudiante) contó que por su mala conducta, recibió varias “notas de policía”.

Recién en 1884, la ley 1420 de Educación impulsada por Julio A. Roca, retomó el asunto y estableció la prohibición a los directores, subdirectores y ayudante de las escuelas públicas –entre otras medidas–, de “imponer a los alumnos castigos corporales o afrentosos”.

La fiel criada de los Bioy

En las más antiguas sepulturas del cementerio de la Recoleta es común hallar, junto con la familia, a los criados de mayor confianza; aquellos que acompañaron a sus amos toda la vida. El caso más divulgado se encuentra en la bóveda de la familia de Bernabé Sáenz Valiente, ya que una placa lo confirma: “Catalina Dogan, en su humilde clase de sirvienta, fue un ejemplo de fidelidad y honradez”. Nosotros nos ocuparemos de una mujer que descansa en otra bóveda histórica. Nos referimos a Victorina Romarí, criada de los Bioy.

Su padre, el negro Timoteo, fue cochero de la familia (compuesta por Juan Bautista Bioy, Luisa Domecq e hijos) desde 1840, aproximadamente. Su mujer –cuyo nombre desconocemos–, también sirvió en la casa. Lo mismo ocurrió con los hijos, a medida que fueron naciendo: Salustiano, Bernardo, Daniel, Isidro, Sixta y nuestra mencionada Victorina, entre otros. Hacia mediados de la década de 1880, Timoteo ya se había ganado el cariño de los chicos de la casa, que lo llamaban Tata, pero llegó el tiempo de retirarse de la actividad. Su pelo se volvió cano y solía mencionar que se había convertido en tordillo (en relación al pelaje del caballo, mezcla de negro y blanco), para luego estallar en una carcajada. Su retiro no presentó muchas variantes. Solía sentarse al aire libre para fumar cigarrillos armados y contar cuentos, además de reírse mucho. Solo se ponía serio ante la presencia de su hijo Daniel, quien había tomado la posta para convertirse en el cochero de la casa. Timoteo sentía gran admiración y respeto por su hijo.

Entre los niños Bioy –Javier, María Luisa, Virginia, Pedro Antonio, Juan Bautista (h), Adolfo, futuro padre del escritor, Enrique y Augusto–, las preferidas fueron sus niñeras, la morenas Sixta y Victorina. La primera murió jovencita, víctima de la tuberculosis. Victorina, en cambio, acompañó a la familia durante décadas. Cuando tenía cerca de 30 años, Luisa Domecq de Bioy, quien solía decir que Victorina era su ministra de Relaciones Exteriores, le anunció que le pagaría. La negra no quiso saber nada. El recuerdo familiar es que la criada pidió que por favor no le hicieran eso y se puso a llorar. Los Bioy se las ingeniaron para disfrazar la paga en forma de regalos, incluso en algunos casos, de dinero. Lo que nos lleva a preguntarnos si no será que Victorina –quien, como todos sus hermanos, no alcanzaba a familiarizarse con el idioma–, tal vez entendió que le había dicho que le iban a pegar.

Lo cierto es que a través de los años la criada acumuló una pequeña fortuna, ya que nunca había tenido la necesidad de gastar en nada. Es más: cuando los Bioy hicieron su testamento, legaron a la fiel Victorina cincuenta productivas hectáreas en Olavarría. Ella, en cambio, no tenía descendencia. Sí, gente muy querida: en su testamento ordenó que el campo pasase a manos del menor de los Bioy, Augusto, a quien había criado desde chiquito. El dinero ahorrado lo repartió entre los numerosos nietos de la familia. Cada uno recibió quinientos pesos al morir Victorina. Entre ellos, Adolfo Bioy Casares. Tanto el escritor como la fiel criada descansan el sueño eterno en la Recoleta. Victorina en la bóveda de los Bioy. Adolfo en la bóveda Casares.

Los gauchos judíos y el girasol

“Carlos Casares es la cuna del cultivo de girasol en nuestro país. Los colonos llegados de Rusia trajeron la semilla y le implantaron en Colonia Mauricio para su consumo personal y de las aves de corral. El procedimiento para la siembra y la cosecha consistía en cortar la cabeza del girasol a cuchillo y déjalo secar. Luego se recogía y desengranaba en catres de alambre para pasarlo al pisadero; la ventilación la mano. La mecanización se aplicó desde 1920, cuando se sembraron unas 3800 hectáreas. En 1934, de las 83685 hectáreas sembradas con girasol en todo el país, 21000 correspondieron a Carlos Casares. Poco después nació la industria aceitera”.

De esta manera, el periodista Silvio Huberman se refirió a la llegada del girasol a la Argentina, en un delicioso libro que aborda numerosos detalles de un aspecto clave de la historia de nuestra tierra: la instalación de colonias de inmigrantes en el país.

Precisamente, “Los pasajeros del Weser” trata sobre el arribo del primer contingente organizado de familias judías al país, provenientes de Rusia, en 1889, a bordo del vapor alemán Weser.

Es necesario aclarar que para ese tiempo, alrededor de mil a mil quinientos judíos ya se encontraban en Buenos Aires, procedentes de Alemania, Inglaterra y Francia. Pero este contingente de 824 inmigrantes conformó el primer movimiento migratorio planificado de la colectividad. A decir verdad, la planificación estuvo lejos de cumplirse. Huberman ofrece detalles cinematográficos de las vicisitudes que pasaron antes de establecerse, principalmente en Santa Fe y Entre Ríos.

Agricultores expertos, se diseminaron por el país y así fue como en Carlos Casares, en la Colonia Mauricio, encontraron el mejor suelo para el cultivo y posterior desarrollo del girasol. Pero hubo otra cosecha fundamental: la de las familias judías en las colonias agrícolas. De allí surgieron los Huberman, los Pekerman, los Blejer, los Braslavsky, los Werthein, los Garfunkel y los Grobocopatel, entre muchísimos otros.

Sapo violento (1918)

El vespertino La Unión fue periódico que circuló en Buenos Aires entre 1914 y 1919. Las fechas marcan claramente su finalidad: fue un diario promovido durante la Primera Guerra Mundial por integrantes de la colectividad alemana con el objeto de ofrecer una mirada germana sobre los asuntos bélicos. Su redacción estaba en Avenida de Mayo 1064, cuadra que fue demolida cuando se creó la avenida 9 de julio veinte años después.

En esta oportunidad no nos ocuparemos de la contienda mundial ni de la actualidad alemana, sino de una simple noticia policial que refleja que incluso el juego de sapo, por las apuestas que generaba, era una actividad de riesgo. El 12 de julio de 1918, bajo el título “Consecuencias de una partida de sapo”, La Unión publicó:

En la esquina de la calle Gelly y Cavia se desarrolló esta madrugada un hecho de sangre cuyas causas procura establecer debidamente el personal de la comisaría 41. Encontrándose en el comercio de almacén situado en la esquina citada, de propiedad de Cornelio Basilio, los sujetos Domingo Contreras, Eduardo Crespo, Federico Díaz, Víctor Orozco y Aurelio Diéguez, se suscitó un cambio de palabras entre los dos primeros por diferencias en una partida al sapo. Los nombrados, después de proporcionarse una serie de golpes de puño, salieron a la calle, donde Crespo extrajo de sus ropas un puñal infiriendo a su rival una tremenda acuchillada en el cuello.

Acto continuo, el criminal huyó, presentándose poco después a la comisaría y constituyéndose en prisión. La víctima fue llevada en grave estado al hospital Juan A. Fernández, donde quedó en asistencia. 

Contreras es argentino, de 30 años, y pertenece al personal de tropa de la Guardia de Seguridad de Caballería.

Es importante aclarar que a corta distancia del almacén de Basilio se encontraba el cuartel de esta tropa, actual asiento del Cuerpo de Policía Montada, en Figueroa Alcorta y Cavia.

La capa del santo

Los 11 de noviembre, Buenos Aires celebra el día de su patrono, San Martín de Tours. La tradición sostiene que fue elegido el 20 de octubre de 1580 en un rancho situado donde ahora está el Cabildo. Ese día debía definirse por sorteo quién sería el santo patrono de la ciudad. El gobernador Juan de Garay, el alcalde Rodrigo Ortiz de Zárate, el escribano Pedro Fernández y los vecinos Hernando de Mendoza, Pedro de Quirós, Diego de Olavarrieta, Antonio Bermúdez, Luis Gaytán y Alonso de Escobar participaron en el acto.

Siguiendo las normas burocráticas comunes a todas las colonias, echaron los trozos de pergamino con los nombres de los santos en el casco de un arcabucero. Pero cuando el azar les ofreció el nombre de San Martín de Tours, la decepción fue general. La poca simpatía que despertaba el santo, no por su persona sino por su nacionalidad francesa, fue motivo suficiente para que se impugnara la elección. El nombre del santo volvió al casco. Se inició otro sorteo. El escribano Fernández leyó la papeleta con el nuevo resultado. ¿Nuevo? Para nada: ¡Una vez más, San Martín de Tours!

Con apuro y sin culpa, devolvieron a San Martín al improvisado bolillero. Pero, como suele ocurrir, no hubo dos sin tres: el papel con el nombre de San Martín de Tours volvió a salir y, con resignación y fastidio, acataron una decisión que, por lo visto, sonaba a mandato del cielo. Esta es la más antigua de las tradiciones de Buenos Aires. Imposible de comprobar. Pero ya tiene su lugar ganado en los relatos de la ciudad.

Martín nació el año 317, en el actual territorio de Hungría. Fue soldado del Imperio Romano, pero despertó de repente su vocación cristiana y decidió servir a Dios. Cuando tenía 20 años, ya era un oficial muy bien conceptuado por los subordinados, tanto por su valor como también por su generosidad. Cierto día, junto a las puertas de la ciudad de Amiens, fijó la vista en un pobre que estaba siendo vencido por el frío. Nadie le prestaba atención, como si esa persona fuera parte del paisaje y nada más. Martín (a quien vemos en la imagen retratado por El Greco) se quitó la capa que lo protegía y la cortó en dos con su espada.

Con una de las mitades tapó al pobre. Sus biógrafos cuentan que esa noche se le apareció Cristo en sueños y le agradeció que le entregara al miserable la parte de la capa.

Sería nombrado obispo de Tours en 370, lo que le valdría el mote de santo francés que tanto habría molestado a los pobladores que acompañaron a Garay. Murió en 397 y fue venerado en un santuario que se hizo donde se colocó su media capa. Por ese motivo, al recinto se le llamó capella en latín, chapelle en francés y “capilla” (pequeña capa) en español. Ese es el origen de la palabra que define a este tipo de oratorios, incluso los portátiles que llevaban los reyes o ejércitos en sus viajes. Justamente, el sacerdote que acompaña a los ejércitos es denominado capellán porque da misa en un altar portátil, es decir, una capilla.

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Lucila de Olivos, Lucila del Mar

El 26 de agosto de 1889, el teniente coronel Alfredo Froilán de Urquiza (nieto del vencedor de Caseros) contrajo matrimonio con Lucila Marcelina Anchorena Aguirre, proveniente de una familia emparentada con Rosas (el vencido de Caseros). Entre las propiedades que aportó Lucila se encontraba una importante fracción de tierra en la zona de Olivos que le había cedido su hermano Nicolás. Cuando en 1911 nació Eloísa Josefina Urquiza Anchorena (última hija del matrimonio), Froilán y Lucila decidieron construir allí un vistoso palacio de cuatro plantas y jardines espléndidos. Llamaron a la quinta La Lucila.

La obra de Paul Pater –el mismo que ideó el palacio Ortiz Basualdo, hoy embajada de Francia– se concluyó en 1916 y se inauguró con una fiesta acorde con la suntuosidad de la mansión. En sus salones se celebró el casamiento de la hija mayor del matrimonio, María Lucila Anchorena Urquiza con Vicente Quesada de Pacheco.

Los invitados pudieron admirarse de la calefacción, los ascensores, el sistema de teléfonos internos, las bodegas, el jardín de invierno, la pileta, las esculturas en los jardines y las soberbias terrazas de mármol.

La dueña de casa, madre de doce hijos, no pudo disfrutar mucho de la majestuosa mansión: murió el 20 de junio de 1917, a los cincuenta años de edad. Fue dos días después de que naciera Lucila Quesada Urquiza, la primera nieta.

En 1932, el viudo donó una fracción al ferrocarril para que se instalara una estación que, según pidió, sería un homenaje a su querida mujer. Llamaron a la estación La Lucila y se inauguró el 10 de noviembre de 1933.

Seis años después, murió Alfredo Froilán (Tata Mío, para los nietos). La casona fue demolida en 1942, cando ya todos denominaban La Lucila al pintoresco barrio del partido de Vicente López. Tiempo después, algunos vecinos del lugar resolvieron comprar tierras en la costa atlántica y bautizaron al balneario La Lucila del Mar. El homenaje a la forjadora de la mansión se amplió a un rincón que jamás hubiera imaginado.

La foto que cierra este posteo corresponde al interior de la casa y permite apreciar cómo se veía el magnífico cuadro de Justo José de Urquiza.

Decreto tucumano sobre el carnaval

Alejandro Heredia, gobernador de la provincia de Tucumán a partir del 12 de enero 1832, estableció pautas para controlar los excesos del carnaval. El decreto decía lo siguiente:

Sin embargo de que el juego del carnaval está en directa oposición con las luces y civilización del día, no siendo posible por otra parte arrancar de pronto las actitudes que ha adquirido el pueblo por la costumbre constante de muchos años atrás, para evitar en lo posible los excesos que regularmente se cometen en los tres días de carnaval, el Gobernador ha acordado y decreta lo siguiente:

1ro. Será permitido el juego del carnaval mientras no se ofenda la decencia moral pública.

2do. Se prohíben las correrías y galopes en grupo por las calles.

3ro. Serán permitidas las reuniones para cantar la vidalita sin causar desorden y perturbar la tranquilidad pública, teniendo por objeto que la permisión se dirige a un acto de pura diversión y entretenimiento.

4to. Todo el que conducido por un instinto de guapeza con armas, o sin ellas, trate de desarmar esta clase de reuniones, será castigado severamente por la policía.

5to. La policía cumplirá con este decreto, y en su ejecución se encarga la discreción, y consideraciones que se merecen unos ciudadanos abatidos con los sucesos horrorosos de la guerra.

Dado en la Casa de Gobierno de esta capital a 3 de marzo de 1832.

Alejandro Heredia.

Juan Bautista Paz, secretario. Por mandato de su Exclenecia, Pedro Gregorio Méndez, Escribano Público y de Gobierno.

En su corto mandato, el coronel Heredia “creó catorce escuelas rurales y cuatro locales de la capital, más programas de enseñanza; lo relativo a un código de faltas; a la ley para fomentar los matrimonios, al proyecto de Constitución; a la organización de la justicia y creación de una Cámara de Apelaciones del Norte; a las medidas proteccionistas de industrias locales”, entre otras, según contó José Luis López Colombres en una conferencia sobre el tucumano, que brindó en el teatro Cervantes de Buenos Aires, en 1948.

El gobernador Heredia murió asesinado, en medio de la guerra fraticida, el 12 de noviembre de 1833.

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Avisos clasificados en 1823

El Argos era uno de los diarios más leídos de la época. Anunciar en él significaba llamar la atención de un buen caudal de potenciales clientes. En las ediciones de 1823 se encuentran, entre otros, lo siguientes avisos, cuya ortografía original se respeta:

Don Domingo Mosqueira, vecino de Mendoza, solicita [busca] á su Sr. Padre llamado D. Francisco Mosqueira y Romero, su patria Galicia, de edad de cincuenta y tantos años, y fue casado en la provincia de San Luis, y que en su viudez supo estar ahora 12 ó 14 años en San Nicolas de los Arroyos, y en la Capilla del Rosario jurisdiccion de Santa Fé, y que si alguno supiese donde exista que tenga la bondad de avisarlo en la vereda ancha [Hipólito Yrigoyen entre Bolívar y Defensa] tienda de Don Miguel Ochagavia, quien dará razón del interesado, el que se ofrece á dar cantidad de pesos siendo efectivo saberse donde se halle. (7 de junio)

Al Sr. Roffet, calle de la Victoria [Hipólito Yrigoyen], media cuadra para el campo, acaba de llegar una partida de agua para los ojos de calidad muy superior. Esta agua admirable ha adquirido en diferentes partes del mundo mucho mérito, y por esto es que se recomienda particularmente á todas aquellas personas que padezcan de la vista como un remedio muy sencillo y fácil. El Sr. Roffet informará mas circunstancialmente de sus excelentes cualidades ocurriendo á su tienda. (5 de julio)

Una doméstica se hace visible á las señoras, y ofrece conchabarse; ella sabe coser bien, plegar, planchar, y en clase de mucama desempeña todo servicio de toda importancia, su conducta asegura con personas que la conocen, si la necesitasen avisarán á la vereda ancha. (16 de julio)

A los señores D. Mateo y Adan Stodart, que tienen su almacen en casa de D. Antonio Peran [se trata de Antonio Pirán], calle de la Piedad, N. 98, ha llegado una partida de pianos y otros varios instrumentos como son violines, guitarras, etc, advirtiendo que los pianos son todos de primera clase y los mejores que el autor ha podido escoger de su fábrica en Londres, en la inteligencia que los precios son de trescientos hasta mil pesos, los señores y señoras que quisiesen verlos pueden ocurrir en dicha casa. (2 de agosto)

Juan Antonio Sallandrouze, vive en la calle de la Paz, número 68. Da á conocer que limpia fraques y levitas, pantalones y chalecos de piel de cabra, saca toda clase de mancha en sedas y en merinos, blanquea y vuelve á su estado primitivo los chales de cachemire, crespones de la China y merinos brocados y estampados. Etc. (18 de octubre)

Nuevo interesante Almanak de Buenos Aires. Contiene ademas del calendario y las observaciones para los que nacen en cada mes, dos tablas del nacimiento y muerte de los patriarcas; la lista de los soberanos de la Europa; un extracto de los sistemas astronómicos; una tabla de las distancias de los planetas, sus formas ó sus diámetros, y el tiempo que tardan en sus revoluciones; nacidos y muertos en toda ella al cabo del año, del día y de la hora; la esplicacion de los sueños conforme á los antiguos magos y caldeos; una coleccion de anecdotas mui selectas: en fin, el itinerario de las postas en el interior. Se halla de venta, á un real, en la Imprenta de Espósitos, en la vereda ancha tienda de Ochagavia, y en las librerias de Ortiz y de Osandavaras [se refiere a Usandivaras], del Colegio para S. Francisco. (22 de octubre)

Se desea cambiar un carro nuevo de última moda con un coche lo mas ligero que pueda ser, si en su valor excediese al del carro se entregará en dinero, véase con su dueño el doctor D. Pedro Medrano que vive junto á San Miguel. (13 de diciembre)

De Santo Domingo, media cuadra para el campo en los cuartos de D. Tomas Romero, se venden sanguijuelas á 4 reales cada una.(20 de diciembre)

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Buenos modales en el bar (1956)

El libro CORTESÍA y buenos modales de María Adela Oyuela, escrito en 1956, ofrece consejos de cómo se debía actuar en una salida. Aquí, un repaso por algunas de aquellas normas de conducta social que se mantenían hace cincuenta años.  

–Modo de comportarse en restaurantes, confiterías, boites y bares americanos

Cuando se quiere tener una entrevista agradable, un rato de charla o una atención, y no se puede por algún motivo invitar a la propia casa, se adopta la solución actual, que consiste en recurrir a una confitería, restaurante, etc.

Las reducidas dimensiones de los departamentos modernos, las dificultades de servicio, de horario o de obtención de elementos adecuados, han contribuido a hacer de esta modalidad algo acostumbrado. A nadie, pues, le llama la atención recibir una invitación a tomar el té en tal o cual confitería, o a “tomar una copa” en este bar, a comer con Fulano y Mengano en aquel restaurante. Pero, si bien no existe un impedimento serio para resolver una situación de compromiso de este modo cuando se trata de dos o tres personas, puede haberlo cuando tenemos que invitar a muchos más, pues el presupuesto se aumenta de una manera exagerada.

Tratándose de relaciones nuevas que no conozcan nuestra casa, resulta mucho más cortés y significa en cierto modo admitirlas en nuestra intimidad, invitarlas a una reunión en nuestro domicilio, por pequeño que sea.

-Conozca bien a quién lleva a su casa

Es conocido el proverbial modo de ser argentino, que practica una política de “puertas abiertas” con sus relaciones, lo cual nos ha valido -sobre todo entre los extranjeros- fama de hospitalarios y generosos.

Hermosa fama, bien merecida y conservada; pero antes de llevar a nuestro hogar a un nuevo visitante, nos parece prudente conocer un poco su modalidad, educación y condiciones, a fin de evitar un posible y tardío arrepentimiento por haber actuado con precipitación. Para este previo conocimiento mutuo, resulta práctico invitar a lugares como los indicados, donde habrá oportunidad de estudiar más a fondo a los posibles amigos, y de obtener una impresión general sobre su carácter.

-Diferentes modos de invitar

La invitación para uno de estos establecimientos se hace por teléfono y con toda sencillez –como cuando invitamos al cine- salvo en el caso particular de que necesitemos conocer de antemano, y con exactitud, el número de los asistentes (por ejemplo, en ocasión de un homenaje, la celebración de una fecha, etc.). En estas circunstancias, la invitación se formula por tarjeta.

Las confiterías, salones de té, bares, restaurantes, etc., se dividen y clasifican en diferentes categorías, que ofrecen una gran diversidad de ambientes y son frecuentados por los públicos más heterogéneos. Aparte unos pocos establecimientos, tradicionalmente elegantes, el resto queda librado al capricho de la gente, que los pone de moda o les retira su favor, con la arbitrariedad más absoluta. Nadie ignora la inconstancia característica del gran mundo en ese sentido, engendrada probablemente por un insaciable deseo de novedad y de variación. Es muy comprensible que a las personas que “salen mucho” les resulte monótona y aburrida la frecuentación de lugares que ofrecen a otras, de vida doméstica, el atractivo de lo excepcional. El placer deja de serlo cuando se convierte en costumbre, y en tales condiciones suele preferirse cualquier cosa “diferente” de las conocidas, aunque sea de calidad inferior a aquellas que la costumbre ha acabado por gastar y desteñir.

Esto explica el éxito –de otro modo inexplicable- de algunos establecimientos que un buen día están de moda y se ven extraordinariamente concurridos, aunque dos días después vuelvan a la mediocridad y al anonimato. (…) De ahí la fugacidad de un auge que no tiene ninguna base sólida. Y de ahí también, cuando de invitar se trata, la necesidad de consultar las preferencias de nuestro invitado, para llevarlo no sólo a un sitio “de moda” sino a un ambiente donde, además, y sobre todo, pueda sentirse a gusto.

Vaya un ejemplo: si llevamos a una persona muy seria, bastante puntillosa, y convenientemente atiborrada de prejuicios, a un bodegón del bajo fondo, por pintoresco que sea, no es muy probable que nuestra elección resulte un acierto. 

-Cómo desenvolverse en esos sitios

Cuando se entra a un restaurante o confitería, los hombres se quitan el sombrero, por tratarse de lugares cerrados donde hay personas de ambos sexos. Son los últimos en sentarse y, antes de hacerlo, ayudan a las señoras acercando la silla a la mesa en el momento oportuno.

La ubicación de los asientos también se tiene en cuenta: las señoras o personas de más respeto se sitúan de frente a la entrada principal, teniendo derecho a la elección de la mesa y del lugar.

Si en algún momento una de las señoras de una mesa se pone de pie, los caballeros que la acompañan deben imitarla y permanecer así mientras ella no se retire. Si lo hace, los hombres vuelven a sentarse. De igual modo que al ocupar la mesa, los caballeros deben estar atentos al gesto con que una señora indique su intención de levantarse, para deslizar en su oportunidad la silla suavemente, y de ese modo facilitarle el paso. Si una señora o señorita se acerca a una mesa ocupada, por haber visto en ella a algún conocido, los hombres que estén en esa mesa se pondrán de pie, mientras la persona amiga los presenta. En caso de que lo juzguen oportuno, y siempre que la recién llegada esté sola, puede invitársele a integrar el grupo. En ningún caso se invitará a una persona sin su acompañante; y a su vez los invitados ocasionales deben por regla general, rehusar cortésmente, tratando de no prolongar la interrupción ocasionada por su presencia.

Un caballero no debe nunca –a menos de ser llamado especialmente- acercarse a una mesa ocupada por señoras solas o por una pareja, pues su intrusión puede ser indiscreta.

-Dónde dejar los paquetes y abrigos

Los abrigos, carteras, guantes, o pequeños paquetes, se colocan en una silla, al lado de su dueña. Si hay en el lugar un sitio destinado a guardarropa, o perchas, los hombres dejan allí sus sobretodos y demás accesorios; en caso contrario, siguen el mismo procedimiento que las señoras.

Es incorrecto y molesto colocar las prendas superfluas en los respaldos o brazos de los asientos de terceros, o quedarse con ellos sobre las rodillas; pero si no hay lugares disponibles, se elige la solución que provoque menos molestias a los demás.

-Pedidos al mozo (cuándo y quiénes los deben hacer)

Si alguna de las personas que se han dado cita llega con anticipación al lugar fijado (cosa que ocurre muy a menudo), puede elegir mesa y sentarse mientras espera, pero no debe hacer ningún pedido importante antes de la llegada de sus compañeros. Si el que se encuentra en tal situación es un hombre, en el momento de llegar la señora o señorita a quien espera, debe ponerse de pie, excusándose por haberse instalado, sin aguardar un poco. Si, por el contrario, es una dama (y esto habla muy mal del acompañante) no debe ni excusarse, ni ponerse de pie, pero tampoco habrá pedido nada al mozo antes de la llegada de su compañero, a menos que éste sea un amigo de mucha confianza, y no lo tome como una manera de echarle en cara su retraso.

Los pedidos al mozo o al camarero debe hacerlos (previa consulta con los demás) una sola persona que, como es lógico, será la que ha invitado, o en su defecto, la de mayor respeto, y la que presuntamente pagará el importe de lo que se consuma.

Entre personas del mismo sexo puede hacerse el pedido individualmente, pero manteniendo mucho orden y mesura y evitando aturdir al camarero con excesivos detalles.

Sea quien fuere el que haya invitado, todos los hombres que se sienten en torno a una mesa deben tratar de pagar la cuenta. Entre gente de edad aproximada, se puede repartir el gasto: “a la inglesa”, es decir, dividiéndolo en partes iguales (nunca en proporción a lo que ha tomado cada uno).

Si hay señoras, no es correcto repartir gastos contándolas por separado, y absolutamente inadmisible que ellas pretendan pagar, sea cual fuere su posición económica.

La conversación deberá ser agradable y en bajo tono de voz. Se evitarán las carcajadas estruendosas, los ademanes violentos, y las críticas sobre los demás.

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El mago Fu Manchú

Al mundo de los villanos simpáticos de la ficción (como el Coyote o el Pingüino) perteneció Fu Manchú. Este personaje, creado por el novelista inglés Sax Rohmer, siempre estaba muy enojado y tenía un odio visceral hacia la etnia blanca. Era multimillonario y fabricaba todo tipo de aparatos siniestros para eliminar al mundo occidental. Fracasaba una y otra vez, lo que hacía que aumentara su ira. Hizo su aparición en 1913 y fue uno de los malvados más populares de la literatura.

La vida paralela que necesita esta historia es la de David Bamberg, inglés nacido en 1904. Hijo de un mago, siguió los pasos de su padre. A los cinco años hizo un truco de magia en la Sociedad Estadounidense de Magos. En esa oportunidad solicitó un asistente y recibió la colaboración del presidente de la sociedad, nada menos que el gran Harry Houdini. A partir de entonces, se abría para él un futuro profesional de enormes posibilidades. Por eso, cuando tuvo edad suficiente para manejarse con independencia, partió de gira por teatros del mundo.

Bajo el apodo Syko el Psíquico, recorrió Estados Unidos y Europa. A los 19 años se casó con una espectadora, Hilda Seagle. Continuó su carrera con altibajos hasta que en Viena recibió una propuesta que marcaría a fuego su destino. El ilusionista Maurice Raymond lo invitó a participar como asistente en una gira que realizaría por Sudamérica. David aceptó y viajó junto con Hilda, en 1927. Cuando terminó la gira de Raymond, Bamberg había tomado una decisión: se quedaría a vivir en la Argentina. Lo primero que intentó fue montar un espectáculo de sombras chinescas, su especialidad, pero fracasó. Era tiempo del auge del cine sonoro y la proyección de sombras captaba la atención de muy pocos.

Un promotor le propuso armar un buen espectáculo y Bamberg estuvo a la altura de las circunstancias. Decidió adoptar un nuevo seudónimo y optó por el de su personaje favorito de la infancia. Ese año –1929– se convirtió en el “Mago Fu Manchú”. El gran paso fue agregarle mayor dosis de humor a los trucos. Y no abandonó las sombras.

De un día al otro, el mago inglés pasó a ser una celebridad. Actuaba en cines y teatros. Todo conjugó de la mejor manera y David “Fu Manchú” Bamberg trepó al podio de los mejores. Su fama trascendió la Argentina y partió de gira por el mundo: principalmente, Europa y Centro América. Pero cuando le tocó actuar en Estados Unidos, el apodo le jugó una mala pasada. Había usurpado el nombre del villano japonés y no le permitían presentarse bajo esa denominación que ya tenía dueño. Resolvió el problema de inmediato: en ese país fue conocido como Fu Chan.

Siguió viviendo –y actuando– en Buenos Aires donde descansó luego de su retiro de los escenarios. Murió en esta ciudad, en 1974. Con cuarenta años en el país, muchas generaciones de argentinos crecieron con sus ilusiones. Además, fue el promotor de la magia y formador, porque daba clases.

Para todos esos cientos de miles de argentinos, el primer Fu Manchú no era el malvado querible, sino el mago de su infancia.

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