Concurso “Filmá tu propio videoclip”: Novena entrega

Este concurso superó todas mis expectativas. Por un lado, porque me siguen llegando propuestas, con lo cual la fecha de cierre va a ser el jueves 24, dándonos un total nada menos que de doce videoclips. Por el otro, porque derivó en esos hechos espontáneos que aquí se suscitan: las playlists (tomé la idea de Nati y añadí una nueva categoría alusiva). Como es un placer armar galerías, también es un placer para mí reunir las canciones que me dejan y, de algún modo, musicalizarles el día. Hoy no será la excepción y hoy, para presentar un nuevo video, los dejo con un amigo de la casa, Rodrigo Bravo, quien tiene todo esto para decir (¡gracias Rodrigo por animarte a editar!) y mucho más para mostrar…

En primer lugar, los agradecimientos. En esta ocasión van para las tocayas del blog: a Mily A, quien me instó para que participara en este concurso. Ustedes ya la conocen, con un “vamos a ver” no la convences ni a palos, te mete un poco de presión y andá vos a decirle que no… Gracias por las pilas, el espacio y la oportunidad. Y a Mily B, quien en una conversación trasnochada me condujo a encontrarme con la canción indicada de un viejo y querido amigazo de toda la vida, el gran Gordon Matthew Thomas Sumner, a.k.a. Sting. Gracias por la inspiración.

El tema en cuestión se llama “Whenever I Say Your Name”  y, como se darán cuenta, esta versión en particular es una de 2010 grabada en vivo junto con la Royal Philarmonic Orchestra de Berlín. La duración y los bellísimos arreglos para orquesta (con diferentes tempos) que posee me dieron la posibilidad perfecta para intentar lograr, a través de la composición del clip, algo que siempre estoy buscando cuando me siento a escribir: contar una historia. Y qué mejor que los ojos del cine para convertir en imágenes los versos de Sting… Pero esta vez no perseguía innovar ni sorprender, quería contar una historia que sepamos todos: la historia del flechazo inesperado, de las miradas cómplices, de los pochoclos en el aire, de la piel rozada por primera vez, del estado de gracia que se siente cuando caminas dos metros arriba del piso, del primer beso. La historia de la llegada de los primeros nubarrones, del desencuentro ineludible, de los momentos teñidos de gris por la incertidumbre de una forzada soledad. La historia de la salida del sol después de la tormenta, del aparente final que acarrea un nuevo principio,  del triunfo del amor, de la felicidad que nos espera a todos por igual. La historia de ese momento preciso en que  dejamos de caminar y empezamos a correr,  en que sentimos que nuestras manos dejaron de tomarse y comenzaron a anudarse, en que supimos que nuestra voz  pudo al fin encontrar la palabra mágica que solucionaría cada momento de zozobra. Un poco de eso habla el tema de Sting, de que en esos pequeños momentos en donde la tristeza, el miedo o el dolor se apoderen de nosotros, solo tenemos que decir, pronunciar, gritar con todo el aire de nuestros pulmones esa palabra, ese nombre, esa canción. Solo así resurgiremos y no nos habremos dado por vencidos, solo así podremos alivianar el alma y seguir adelante, solo así podremos aferrarnos a esa esperanza que, escondida, espera agazapada en nuestro interior.

Todas estas historias las hemos atestiguado en las películas pero también las atravesamos en carne propia. Y al intentar dimensionar esto me pareció que podría enmarcar esos recuerdos fílmicos que nos han forjado con un principio y un final en donde pudiéramos identificarnos más directamente con esa cotidianeidad que no goza de tanto glamour, con esa rutina a la que pocos le escapan. Porque todos salimos cada día de nuestro hogar a darle batalla a la vida. Puede pasar que, sin esperarlo, nos encontremos con algún destello de esas películas que tanto nos han acompañado, emocionado e inspirado. Pero puede pasar que no.  Y en cualquiera de los dos casos, siempre al final de la larga jornada volvemos a casa con ganas de compartir con alguien eso que nos tocó atravesar, sea trascendente o aburrido.

A veces no será necesario hablar o escribir nada. Lo único que nos hará falta es sentirnos acompañados.

Eso bastará para hacernos sonreír. 

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► [VIDEO] “Cada final tiene un principio” x Rodrigo Bravo:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN] 80 temas cantados a dúo:

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Las clásicas consignas de estos grandes jueves: 1. Están más que invitados a comentar el video de Rodrigo 2. Aprovechando que el tema de Sting elegido tiene un dueto con Mary J. Blige, la playlist de hoy se armará de la siguiente manera: con los mejores temas cantados a dúo; empiecen a nombrar así empiezo a configurarla con sus aportes; gracias a todos, nos reencontramos mañana, como siempre; ¡los leo!

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Encontré un amigo. Mi mejor amigo. Encontré un doble. Por fin.

Pienso. Pienso. Pienso. Pienso todo el tiempo. Pienso por demás, claro. Sobreanalizo las cosas. ¿Por qué lo hago? El proceso sería algo así: a veces creo saber lo que va a suceder en el futuro inmediato, entonces busco el modo de adelantarme al hecho, como si estuviera andando en bicicleta y alguien me estuviera pasando y yo pedaleara para estar primera y poder decir “claro, este iba a ser siempre el resultado”. Lo de sobreanalizar las cosas, estimo, también se relaciona con una suerte de autoboicot, o con tener la certeza de que algo va a suceder porque nos movemos dentro del mismo espiral, y los resultados no podrían variar demasiado. Sin  embargo, ese pedaleo para llegar a la meta y ganarle a una cosa abstracta (no sé bien a qué…. ¿sería el ganarle a lo que yo pienso que es inevitable?) es una acción, un mecanismo, que se suscita cuando creo hallarme en un terreno intermedio. ¿Cómo lo explico? Supongamos que súbitamente debo lidiar con los pormenores de una situación novedosa y se presentan dos vías: disfrutarla tal cual es sin desglosarla punto por punto o enredarme en todas mis limitaciones hasta decir “no puedo” incluso antes de comenzar el pedaleo. Enredarse es, justamente, el verbo clave. Porque soy consciente de cuál es la alternativa más saludable y, aun sabiéndolo, me inclino por la segunda como si una parte de mí quisiera estar siempre complicándolo todo. La primera vez que leí Mala onda pensé que era imposible que un adolescente de dieciocho años estuviera hablando por mí. ¿En qué me convertía eso? ¿El espejo me devolvía a otra adolescente moviéndose siempre en el plano de lo incierto? ¿O la incertidumbre es algo universal, y son solo unos pocos afortunados los que saben lidiar con ella?

Alberto Fuguet abre su novela homenaje a El guardián entre el centeno con una letra de Mike Patton: “Indecision clouds my vision (…) I’m somewhere in between (…) somebody put me together”. Cada una de esas frases se esparcen a lo largo del viaje del protagonista Matías Vicuña, viaje atravesado por esos tres tópicos. En primer lugar, la indecisión, que lo conduce a repetir de manera incesante el “creo, creo, creo”, lo que no solo revela lo inseguro que está de las cosas sino también lo mucho que le falta conocer(se). Es decir, ¿realmente creo que esto es así o me engaño porque no sé qué postura tomar?. En segundo lugar, está el hecho de moverse en los grises. Algunos podrán con eso. Matías no. Matías se enamora y lo arruina, y lo arruina porque ese sentimiento es más fuerte que su capacidad para adaptarse a él minuto a minuto. “Si esto es la felicidad, ¿por qué pienso en otra cosa?” se pregunta. No puede disfrutarlo, y en un punto encuentra en amar a Antonia a la distancia, en verla con otro, en pelearla (“odio casi todo lo que hace, detesto cómo piensa, me fascina cómo le cae la ropa, me calienta su inteligencia”) el mejor vehículo para convivir con el sentimiento. ¿Cuál sería la otra vía? El amarla sin querer cambiarla, el disfrutarla sin querer aislarse. Sería ideal. Pero a él le cuesta. En tercer lugar, Mala onda, con esa plegaria profética de “somebody put me together”, se autodefine como una novela sobre la salvación en el sentido menos religioso del término. Sobre el necesitar de alguien pero, al mismo tiempo, sobre el poder salvarse uno mismo (de uno mismo). En ese sentido, Vicuña se reconoce como su principal y único enemigo, extrayendo conclusiones de cada vivencia pero con la falta de ímpetu como para revertir todo aquello que percibe como dañino para sus vínculos. Matías no es necio: es, como Holden, un observador del entorno y es, claro, quien mejor asevera conocerse. De ahí surge la bronca por no poder alterar conductas. Si sé que voy a comportarme de una manera que no me condujo a un buen lugar antes, ¿por qué no hago nada por cambiarlo? La respuesta no es otra más que el miedo. Es lo único que se interpone entre uno y la posibilidad de decir “yo me conozco, pero voy a intentar hacerlo diferente”. En ese sentido, Vicuña es tan Holden Caulfield como Franny Glass. Se adelanta a los hechos de manera constante. “Esta sensación la conoces bien. Te ha acompañado tantos años como los que tienes, ¿no?. Siempre está ahí, nunca desaparece del todo, busca el momento preciso para reaparecer y hacerte recordar que sí, que es verdad, que no eres igual al resto. Eres peor. Aunque si hicieran una encuesta probablemente el resultado sería el contrario. Tú mismo dirías que estás sobre la medida, pero quizás sea ese, justamente el problema. Eres peor, pero nadie lo sabe: ése es tu secreto. Es una cuestión de desigualdad, de no saber amoldarse, de ser distinto, nada más. ¿Quién sabe? Pero da lo mismo, igual duele igual incomoda, igual te aleja de todos, igual aleja a todos.”

Que algo sea pasado no implica necesariamente que sea menos pesado. Mala onda vuelve sobre eso una y otra vez bajo dos ángulos. Uno de ellos relacionado con cómo la memoria lastima cuando se arriba a la conclusión de que no es tan importante el recuerdo en sí como la sensación que ese hecho/recuerdo produjo (“un buen recuerdo se borra y cuesta volver a sentir lo que sentiste en ese momento”). El otro ángulo es la resignificación del pasado con las herramientas del presente. El hacer de un recuerdo todo un acontecimiento poético y, en consecuencia, romántico. “Lo recuerdo casi todo y la mayor parte de lo que olvidé igual lo tengo claro, porque de puro hilvanar los cabos sueltos fui captándolo todo y ahora creo tenerlo mucho más nítido, mejor de lo que sucedió”. No creo que Matías tenga más nítido el recuerdo, sí creo que en su afán de sobreanalizarlo, de observarlo microscópicamente, lo hizo más presente de lo debido. Asimismo, y a pesar de asegurar que le caga la gente que espera cosas de él porque “me enreda, me complica, me obliga a responder”, toma otra postura sobre el hecho de relacionarse cuando mira a Antonia e intenta, por esa compulsión a pensarlo todo (por él y por el otro), encontrar en sus ojos, en sus manos, una mínima prueba concreta de que el recuerdo de sus días juntos sigue vivo: “Decido mirarla fijo. Mirarla a los ojos, como me lo enseñó mi madre. Ella no responde, no acusa recibo, pero me consta que se sabe observada. Me impresiona su fuerza de voluntad. No es que crea que me ama o alguna ingenuidad por el estilo; más bien me sorprende eso de que haya logrado sacarme, así de raíz, de su sistema. Dicho y hecho. No es que haya sido importante para ella alguna vez. Lo dudo. Aunque igual sueño que lo fui. Uno tiene esa prerrogativa: creer que porque uno sintió algo, ese algo de alguna manera logró colarse y depositarse en el sistema digestivo del otro”. ¿Quién no lo ha pensado alguna vez? Que si uno sintió algo eso implica que el otro también lleva el mismo sentimiento alojado en el cuerpo, listo para aflorar al menor roce, o como respuesta a la palabra justa. Es como si uno estuviera arriba, en la cima de la entrega, con la angustia de la piel palpitante, y el otro estuviera abajo, menos perdido en su propia cabeza, más consciente del acá, ni del allí del allá.

El pensar, pensar, pensar tanto, es agotador para uno y para el otro. Todo se vuelve irremontable, difícil, casi intraducible. Es como si para uno tuviera lógica el planteo interno pero, al momento de expulsarlo, las palabras juntas no formaran nada cohesivo. Eso debió haber quedado guardado, creo, como cree Matías. “Es como si lo que siento se esfumase – o se volviera ridículo – a la hora de comunicárselo al otro” asegura, y se autoproclama conocedor absoluto de la imposibilidad de sostener una conversación con alguien que le interesa, ya que la misma “nueve de cada diez veces se va a pique”. Por el miedo. Sí, por el miedo a creer que lo que él verbaliza no será suficiente. Por creer que puede saber qué piensa el otro y que eso nunca es bueno, más bien aniquilante (“estar a su lado, que creo es justamente donde deseo estar, equivale a estar aún más solo”). Si la pensamos de manera episódica, el último tramo de Mala onda es su momento álgido. Es Matías ejemplificando a través de una breve odisea nocturna el valor que tienen las palabras de otros cuando – parafraseándolo a él mismo -, se depositan en el sistema digestivo de uno. Vicuña se siente representado por Holden Caulfield primero, y por un músico apócrifo (Josh Remsen) después. Al conocerlos, su reacción es netamente adolescente y, al mismo tiempo, atemporal (había encontrado a sus amigos, a sus mejores amigos, había encontrado a sus dobles, por fin). Quiere escuchar todo sobre Remsen, persigue obseso sus discos, y quiere leer todo sobre Holden, saber si se menciona en otra novela/cuento de Salinger, vestirse como él, usar el mismo gorro. Sus ojos abiertos por la fascinación ante una entrevista donde Remsen asegura que “ser artista es más fácil que vivir” también, como efecto dominó, abrieron los míos. Porque me pasa algo similar: a veces encuentro en la escritura un modo de salvación, mientras que la vida por momentos se hace más pesada. Pero Vicuña eventualmente tiene que despertar (El durmiente debe despertar es uno de los discos de Remsen), debe dejar de precipitarse a las situaciones (“algo se ha perdido o se va a perder y no sé qué es”) y, si sigue dando vueltas, deberá hacerlo por necesidad y no como un gesto autoimpuesto (“no quiero aislarme porque sí, quiero aislarme cuando lo desee”). No es fácil combatir la onda, la falta de onda, la mala onda. En cambio, sí es fácil enredarse, llevar la cabeza a un lado para que actúe en lo que uno cree que es consecuente al sentimiento, cuando en realidad es evasivo a éste. Porque no podemos pretender encontrar algo si nos rehusamos a disfrutarlo de antemano, si nos perdemos en otro momento (“te perdiste en un momento, te escondiste en un lugar”). La novela empieza con un Matías tumbado en la arena pero concluye con él pedaleando. Ya no espera lo peor. De algún modo se salva. No sé por cuánto tiempo. No sé por cuánto tiempo podría salvarme yo. Me salvo por ahora. Me salvo (de mí, de mis miedos) en un pedaleo constante. Me salvo, creo, día a día. ◄  

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Para este miércoles, una consigna bajo otra gran consigna titulada LIBROS QUE ME ENTIENDEN: ¿En qué oportunidades sintieron que una novela/cuento/poema estaba hablando por ustedes o que un personaje ponía en palabras sus propios pensamientos? Me gustaría, si tienen tiempo, que me dejen el fragmento así armo otra de esas lindas galerías literarias que solemos hacer; ¡los leo con atención así incorporo más citas imprescindibles a mi vida! ¡Gracias muchachada, nos reencontramos mañana!

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► [GALERÍA] Libros y fragmentos que hablan por ustedes:

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[OFF TOPIC] Muchachada, me habían pedido que les deje el link a mi nota sobre el final de Breaking Bad, así que cumplo con lo prometido y les cuento que pueden acceder a la nota acá mismo; por otro lado, quienes quieran debatir el final como off topic en este post, también podrán hacerlo 😉

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El post de los fails

La pregunta que disparó este post fue la siguiente: ¿es posible que un buen actor tenga una mala interpretación en su haber? Y no me estoy refiriendo a un caso ya abordado en otra oportunidad (buenos actores en pobres películas) sino al hecho de ver a alguien talentoso dando muy poco de sí. Me cuesta responder afirmativamente (o al menos, de manera tajante) cuando se trata de Diane Keaton, pero ¡Porque lo digo yo! para mí representa un fail por partida doble. Por un lado, porque también responde otra pregunta (¿puede un director decente hacer una mala película?) en relación a Michael Lehmann y su transmutación de conocedor del timming cómico y los ribetes metatextuales (La verdad acerca de perros y gatos como el ejemplo a citar) a la pereza absoluta y carencia de virtuosismo. Por el otro, porque la encuentra a Keaton en un personaje que pretende oscilar entre lo tierno y lo exasperante, para caer de lleno en lo segundo. Toda esa capacidad de la actriz para volver adorable a un papel plagado de manías, neurosis y salidas intempestivas en esta película está ausente, ya que Keaton se va al polo opuesto, como si por el hecho de sobreactuar, paradójicamente, hubiese apagado su encanto de manera instantánea.

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► [TRAILER] Algunas imágenes de ¡Porque lo digo yo!:

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► [GALERÍA] Buenos intérpretes actuando…no tan bien:

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Este martes, dos consignas: 1. ¿Qué actores talentosos han dado interpretaciones pobres en algunas películas?; 2. Por otro lado, ¿a cuáles consideran invictos de malas actuaciones/de fails? es decir, ¿cuáles serían los “intocables”?; como siempre, dejen sus aportes que los leo, a pesar de que vengo teniendo unos días complicados; ¡buen martes para todos!

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So I Start A Revolution from My Bed

Hoy en Cinescalas escribe: Leandro Carbone

¿Decisiones que tomar? Siempre. ¿Una forma de patear para adelante el momento de elegir? Consultar con la almohada, metáfora para tirarse en la cama por siete horas de siesta al filo de una incertidumbre. Y ese acostarse sobre un mismo colchón todos los días del año no puede traer nada demasiado nuevo. Consultar con la almohada es, también, un eufemismo que anuncia una elección a la altura de nuestra mediocridad cotidiana. Pero, ¿qué pasaría si nos animáramos a cambiar algo más que las sábanas y las cobijas? “De pequeño mi madre y yo viajábamos todo el tiempo. Sin parar. De un lado a otro. Dormíamos en una cama distinta cada noche. ¿En cuántas camas habré dormido en toda mi vida? Hay gente que duerme en la misma cama toda su vida.” Con esa frase empieza Unmade Beds (Camas deshechas, 2009) del director argentino Alexis Dos Santos, un viaje indie hacia el interior de las vidas destendidas de Axl (Fernando Tielve) y Vera (Déborah François) que, sin conocerse, comparten su vida en una casa suburbana superpoblada.

Los dos son un extraño culto a esos días de libertad londinense en los cuales, de tan libres, se busca desesperadamente renunciar a ellos. Porque la libertad es eso: querer cambiar. Cambiar los colchones, las ropas, los libros de su correcto lugar en el estante, despegar algunas fotos de la pared y pegar algunas otras. “No future, no past” canta Axl, mientras baila frente al espejo. Pero no importan el atrás o el adelante cuando queremos poner nuestra vida patas para ¿arriba?, ¿abajo? Ésos tampoco son indispensables. Revolución interior. Permanente. Búsqueda infinita de la identidad y del amor: Vera, como la Maga de Cortázar, jugando a encontrarse con su Oliveira, sin saber siquiera sus nombres, más jóvenes, más anónimos e ingenuos. Axl, buscando a su papá y perdiendo los recuerdos de la noche anterior en cada resaca, amaneciendo al otro día entre otras sábanas, descubriéndose distinto. Y música, música, música. Pero, ¿qué pasaría si nos animáramos a cambiar algo más que las sábanas y las cobijas? Quizás todo eso: ser viejos desconocidos en una cama y querer conocerse un poco más, buscarse a sí mismo, animarse a besar a un chico y tirarse en paracaídas.

Por Leandro Carbone

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► [ESCENA]: (Des)encuentros de Vera y su anónimo Oliveira:

  

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¡Buen lunes para todos! Nueva semana del blog, nuevas consignas para este lunes: 1. ¿Vieron Unmade Beds de Alexis Dos Santos? ¿Qué les pareció? 2. ¿Qué romances atípicos, freaks, raros, poco convencionales del cine podrían sumar al post de hoy? ¡Espero sus comentarios, muchachada, que tengan un excelente comienzo de semana!

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—> La última vez escribió Rocío Freire Castro sobre… JAMÁS BESADA

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