Boyhood: Esperando que el momento me encuentre

“I’m holding on, I’m waiting for the moment to find me”If I Had a Gun” (Noel Gallagher)

*Atención: se revelan algunos detalles del argumento

Desde una esquina de la mesa, con la mirada hacia abajo y casi susurrando dijo algo así como: “No sé si hay mucho más para agregar, es tan simple como eso de ‘live and let die'”. Mi hermano no suele citar canciones. De hecho, creo que esa fue la primera vez que lo hizo. Me hubiera gustado que esa cita saliera de su boca a raíz de algo menos alarmante que la salud de nuestro papá. Pero la realidad era (es) otra. Una bastante más brutal. Por “vivir” mi hermano se estaba refiriendo a nosotros dos. Pasamos muchos años esperando que nos encuentre el momento en que mágicamente alguien solucione todo lo que no estaba bien con mi viejo y hace unos días advertimos (o él me ayudó a advertir) que hay otra clase de momento que impera por sobre cualquier deseo utópico: el momento en que nos toque ser un poco más egoístas, el momento en que nos toque vivir a nosotros. Porque trato de no engañarme. ¿Hasta qué punto vivo si mi pensamiento siempre está direccionado al otro? ¿Hasta qué punto no estoy oscilando entre dos estados o situaciones si mi cuerpo está experimentando una cosa y mi cabeza está focalizada en otra? Algo así le contesté a mi hermano. Algo así como que quisiera agarrar un porcentaje de mi fuerza de voluntad y trasladársela a mi papá. Bastante ingenuo lo mío. A mis treinta y un años no debería pensar así. No debería pensar que si voy apilando días de optimismo, la cuota sobrante se la puedo dar a él como una suerte de ofrenda o pócima medicinal. Pero siempre creí que así funcionaba todo, que si él percibía que algo estaba bien a su alrededor entonces, cual axioma, iba a encontrar un motivo para levantarse de la cama. Lo que me vuelve así de ingenua – o humana, depende de cómo elija mirarme – es castigarme por esa conducta pendular de estar riéndome con culpa pensando que él no puede reír de la misma manera. Hasta que esa cita de Paul McCartney trastocó el enfoque. Por “dejar morir” mi hermano estaba, creo, hablando de la aceptación. Aceptar que mi papá está enfermo implica aceptar que la persona que fue hace diez años la tengo que encontrar solo en fotos. Eso hice: fui a las fotos. Mi papá conmigo en una hamaca, mi papá conmigo en un cumpleaños, mi papá conmigo y con mi hermano jugando al fútbol, mi papá llevándome a la cancha, mi papá sonriendo. Otra época. When you were young and your heart was an open book. El ejercicio de evocación era, por un lado, irreal (¿Yo formé parte de ese tiempo que fue hermoso? ¿Las cosas en un momento estuvieron tan bien?) y, por el otro, lo más anclado a la realidad que existía. Porque mientras miraba esas fotos de mi papá (entonces), lo tenía sentado al lado mío (ahora), evitando hacer contacto con su otro yo (siempre). Les quise decir (a él, a mi hermano, a mi mamá) que sí, que yo acepto que esa casa ya no es la casa de mi infancia (nunca deja de asaltarme cómo el paso del tiempo empalidece las locaciones), que yo acepto que todos cambiaron y que yo acepto que mi papá no va a poder sonreír igual que antes. Pero también les quise decir que mi pensamiento no está únicamente gobernado por los absolutos sino por interrogantes menos susceptibles a las respuestas. Obsesiva de las explicaciones, necesitaba saber en qué momento cada etapa se fue cerrando, en qué momento dejé de entrar a mi casa con ganas de hablar de mí, en qué momento las cosas dejaron de ser lo que eran. “A dead star collapsing and we could see that something was ending” canta Win Butler en “Deep Blue” para luego preguntarse si en esa otra casa de los suburbios alguien pudo detectar el comienzo del fin. Es bastante poético emparentar la naturaleza titilante de las estrellas con el movimiento de los seres humanos y, al mismo tiempo, considero que no hay nada más certero que esa analogía que esbozó el cantante de Arcade Fire. Una familia (padre, madre, hermanos, abuelos) no dejan de conformar una suerte de constelación que en diversos instantes (acaso los más ligados a la infancia) no cesa de brillar al unísono, un poco como decía Carlinhos Brown respecto al sonido de una batucada (“muchas estrellas titilando al mismo tiempo”), para luego distanciarse, aislarse, e iluminar como su esencia lo delimita: en relación a una luz propia.

“I am looking forward toward the shadows tracing bones, our faces stitched and sewing, our houses hemmed into homes”“You Are My Face” (Wilco)

Tres horas antes de que Boyhood concluya con “Deep Blue”, su primer plano también estaba acompañado por otra canción que habla de las estrellas (“look at the stars, look how they shine for you”), lo cual es solo uno de los tantos momentos del film en los que Richard Linklater se propone hacer un ejercicio cíclico. Su película empieza y termina con la naturaleza como algo que nos contiene, nos revela, nos demanda una cierta identidad. A Mason (Ellar Coltrane) lo conocemos de esa manera: dejándose abrazar por el cielo. Esa imagen de un niño yaciendo en el pasto del colegio mientras espera que su madre lo pase a buscar nos está diciendo, en primera medida, que ese niño es un observador nato (lo primero que escuchamos de su boca es una reflexión sobre lo que ve en las avispas) y, por otro lado, que es una persona permeable al entorno aunque no expresiva en el sentido estricto del término. La proeza de Linklater (una pequeña en relación a la gran proeza que es la realización del film mismo) es la de serle fiel a ese personaje en sus distintos estadios y la de volvernos testigos de esa nobleza que hay en él. En contraposición a su hermana Samantha (Lorelei Linklater), Mason no exterioriza sino que procesa y su modo de procesar está atravesado por determinados hitos del paso del tiempo. Primero observa ese cielo (el cielo como sinónimo de apertura, de lo vasto, de lo inabarcable, de un mundo que reclama su descubrimiento). Luego habla con su madre sobre cómo en el colegio se detiene a mirar por la ventana y se olvida de entregar la tarea. Tiempo después toma unos prismáticos para, a través de otra ventana, observar cómo sus padres discuten, hecho que le provee la respuesta menos unívoca (“You think he’s gonna spend the night? – “Doesn’t look like it”). Asimismo, Mason advierte cuándo su madre se está enamorando de un nuevo hombre y no necesita emitir palabra o juicio de valor hasta que se siente privado de su identidad (“he didn’t even ask, he just cut it, it’s my hair”) y luego vuelve a observar la misma escena, en una reunión, como si supiera adónde va a conducirlo todo, como si por años se hubiese estado preparando para una confrontación infructuosa como la que tiene con su segundo padrastro, confrontación de la que decide distanciarse porque sabe (como lo supo años atrás) que no tiene por qué hacerse cargo de las frustraciones, bagajes o decepciones ajenas. Además de como un observador, Linklater nos presenta a Mason como a un oyente de esas situaciones mundanas donde va incorporando consejos, desnudando cómo es su criterio el que siempre lo salva, el que lo ayuda a reponerse de los cambios (geográficos, físicos, emocionales, de toda clase) y el que le dictamina qué hay que descartar (un breve episodio de bullying en el colegio; un vaso de vidrio que le arroja su primer padrastro; un comentario burlón del segundo, una chica cuya superficialidad no era compatible con sus necesidades) y qué hay que tomar (un consejo de su padre “you don’t want bumpers, life doesn’t give you bumpers”; una charla con un profesor en un cuarto oscuro; unas breves palabras de otra profesora, una foto que su madre le guarda en una caja). Boyhood se desarrolla con una naturalidad abrumadora porque las escenas no están configuradas de modo tal que se sientan “importantes”. La vida nunca nos está diciendo cuándo estamos a punto de ingresar en una viñeta o microrrelato que va a transformarnos. La vida, como dice Mason Sr. (Ethan Hawke), no se lleva a cabo como una gran puesta en escena, ni tampoco nos da señales de advertencia ni tampoco nos vaticina cual oráculo cómo “algo” (una persona, una frase, un hecho) va a tener su cuota de trascendencia a posteriori. Linklater, como ya había abordado en la saga de Before Sunrise, sabe que es uno quien va fluctuando con los hechos y quien los va manejando como puede. Así, esa brillante secuencia de la charla de Mason con su profesor en el cuarto oscuro (“Try harder; hey, maybe in twenty years you can call old Mr. Turlington, and you can say: ‘Thank you, sir, for that terrific darkroom chat we had that day'”) sintetiza cómo todos esos hechos que nos van formando como personas pueden durar segundos, pueden ser completamente arbitrarios y pueden provenir del lugar más impensado. Si Boyhood conmueve en sus tres horas no es solo porque vemos crecer a Mason en tiempo real sino porque vemos toda esa suma de situaciones que lo prepararon para su encuentro con el mundo, lo cual se constituye en un certero golpe al espectador más cínico. ¿Quién puede rebatir que las cosas más fundamentales se dicen en los momentos menos extraordinarios?

“When you were young and your heart was an open book…”

“Así, en esta América, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastísimos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitándose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allí, y toda la gente que sueña en esa inmensidad, y sé que en Iowa ahora deben estar llorando los niños en la tierra donde se deja a los niños llorar y esta noche saldrán las estrellas (…) y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie” escribió Jack Kerouac en On the Road. Con Boyhood, Linklater domina la narrativa, eleva la apuesta de lo que hizo con la mencionada saga de Before y se embebe de cierto “aire Kerouac” tomando como mantra esos rasgos de impredictibilidad-caos-desorden que tiene la vida. Si uno lee On the Road, antes de describir lo “descarnado”, “enorme” e “inmenso” que es el mundo, Kerouac alude a la despedida que entabló con Dean Moriarty, preguntándose cómo la gente se puede decir adiós así, sin más, para desaparecer por completo de sus vidas. Entre los aspectos más desgarradores (pero certeramente despojados de cualquier atisbo de melodrama) de la vida de Mason, nos encontramos con las constantes mudanzas. “Don’t look back, It’s going to be okay” le dice su madre Olivia (una extraordinaria Patricia Arquette) mientras se ve forzado a abandonar a sus hermanastros para seguir adelante, como años atrás había dejado a su mejor amigo sin la posibilidad de hablar por teléfono (es Samantha quien se despide por él, con la inconsciencia de la edad), como luego dejaría su casa para vivir temporalmente con su mamá, ya solos, en un departamento. Si bien Mason es el protagonista excluyente de la historia, vemos en el personaje de Arquette todo las secuelas del tiempo como en ningún otro (o a la par de las de su ex esposo). A fin de cuentas, como ella misma lo asevera, uno pasa gran parte de su vida ciñéndose a los recuerdos (juguetes, fotos, ropa, muebles), acumulando pruebas concretas del pasado, para luego ser invadido por la urgencia del desprendimiento. Lo que en un momento se siente imperativo, indispensable, vital, años después puede pasar a convertirse en no más que una huella de otro tiempo que apenas dialoga con el ahora. Boyhood es una película que va para adelante, desde referencias a la cultura popular (videojuegos que van perfeccionándose, el salto de Britney Spears a Lady Gaga) hasta hitos de la política estadounidense (la guerra con Irak, la campaña presidencial de Barack Obama) hasta lo más corriente y más inaceptable: sacrificar un recuerdo del pasado en pos de la construcción de uno del presente. Por ende, cuando sobre el final Mason le dice a su madre que esa primera foto que sacó con una cámara (en cuanto a eso de que “la vida es lo que te sucede mientras estás haciendo otros planes”, no hay nada más natural en Boyhood que Mason, el eterno observador, se convierta en fotógrafo) está demasiado ligada a sus inicios como para llevarla consigo a la facultad (“all the more reason to leave it behind”), sabemos que el antídoto contra el corazón duro e impenetrable es, justamente, el saber despojarse de aquello que pudo habernos formado pero que no va a ser parte de lo que está en formación. Porque a Linklater, como a Mason, no le importa el antes o el después. Todo se vincula con el durante. En ese durante, ese niño va creciendo con las opiniones de su mamá y de su papá, es decir, con dos miradas distintas que convergen en lo mismo (respetar la esencia). Ella le enseña indirectamente cómo es importante dejar una marca en los demás y trabajar en vistas de la superación (algo que vemos en la escena en la que Olivia recibe un agradecimiento por parte de un extraño). Él le enseña, con la música como arista constitutiva de su crecimiento, a escuchar a las mujeres (consejo que Mason pone en práctica sobre el final, mientras Nicole le habla de tap y él pregunta y repregunta), a sentir lo bueno y lo malo pero a sentir a secas (“when you get older, you dont feel as much”) y, sobre todo, a experimentar las cosas con voracidad y apertura. Por lo tanto, no es casual que en un momento brillante del film, Mason Sr. le regale a su hijo en su cumpleaños el apócrifo The Black Album y no recuerde que le había prometido su viejo auto. El auto tuvo que venderlo porque la vida lo puso de cara a las responsabilidades. ¿Por qué mejor no crear algo nuevo? (otra vez: el ahora es más importante que el ayer). Ese álbum negro que compila lo mejor de los Beatles como solistas es el ejemplo más claro de la libertad de Boyhood. Paul te lleva a una fiesta (“Band on the Run”), George te habla de Dios (“My Sweet Lord”), John se descarga sobre el amor y el sufrimiento (“Jealous Guy”) y Ringo te dice que es mejor disfrutar lo que tenemos en el momento mismo en el que lo tenemos (“Photograph”, qué bello simbolismo). Y es acá donde se produce algo que hace que la película de Linklater sea una obra maestra indiscutida: ese monólogo de Mason Sr. sobre los Beatles no queda en mero gesto canchero. La vida de su hijo está atravesada por la apertura hacia otros mundos, desde las salidas con sus amigos hasta el gran momento en que convive unos días con sus nuevos abuelos, donde Linklater no se burla de la religión cristiana sino que la expone como una creencia más dentro de las múltiples creencias que llegan a nosotros y de las cuales elegimos una que nos defina (o ninguna). Por lo tanto, no se trata de optar por un solo Beatle (“You are missing the point…there is no favourite Beatle”). Se trata de la suma de voces. Nuevamente, se trata de las constelaciones.

“i remember that rusty car, like it was yesterday (…) another day, come and gone, don’t think i can ever sing that song”“Today Is The Day” (Yo La Tengo)

Otro autor que describió la naturaleza del mismo modo que Kerouac (es decir, análoga a la vida) fue Truman Capote. “A los pies de la colina se extiende una pradera que cambia de color con las estaciones. Vale la pena verla en otoño, a finales de septiembre, cuando se torna roja a la puesta del sol y las sombras del color escarlata, semejantes al resplandor de una hoguera, pasan sobre la hierba arrastradas por las ráfagas de los vientos otoñales que, al agitar suavemente sus hojas, emiten un leve suspiro que parece música humana: un arpa de voces”. El arpa de hierba (libro y concepción) no es más que la confluencia de historias, la comunión de relatos que escuchamos a medida que crecemos, el amplio espectro de vivencias que nos tumban y nos embriagan. El arpa de hierba está conformada por nuestro padre, nuestra madre, nuestros hermanos, la maestra del jardín, el primer compañero que nos habló en un día de clases, la primer persona a la que besamos, la persona con la que perdimos la virginidad, el único profesor que creyó en nosotros. El arpa de hierba está conformada por el cielo visto a los seis años, por el cielo visto a los dieciocho, por la bicicleta con la que recorrimos el barrio, por el sillón donde nos tiramos a jugar con los videos, por la primera edición de Harry Potter, por el primer trabajo que aceptamos para ahorrar plata, por un graffiti en la pared, por la primera vez que escuchamos “Wish You Were Here” y por la primera vez que vimos Star Wars. El arpa de hierba está conformada por la vez que viste a tu mamá llorando, por la vez que tu hermana te despidió antes de que te fueras a la facultad, por la vez que probaste el primer porro y por la vez que supiste que era hora de cortar los lazos e irse. Escribir sobre Boyhood es escribir sobre lo inconmensurable. ¿Cómo me siento a escribir sobre la vida? ¿Cómo me siento a poner en palabras cómo la vida, como dice Olivia en una escena devastadora, es una serie de “milestones” que te hacen pensar que iba a haber mucho más? Los que vieron Boyhood saben que si la película de Linklater resuena tanto es porque es más que una película. Es un diálogo entre el Mason del pasado y el del presente. Es un diálogo entre Mason y uno como espectador. Es un diálogo entre los tiempos en sí mismos. Es un diálogo entre la música y la vida (Mason habla de que todos estamos “in between states, not really experiencing anything”, tal como dice Win Butler en los coros de “Deep Blue”: “hey, put the cellphone down for a while, in the night there is something wild…can you hear it breathing?”). Es un diálogo entre lo que uno hizo, lo que volvió a hacer, lo que dejó de hacer, lo que hará después y el vacío que conlleva ir cumpliendo determinados pasos (“You know what I’m realizing? My life is just going to go, like that. These series of milestones, getting married, having kids, getting divorced, the time that we thought you were dyslexic, when I taught you how to ride a bike, getting divorced again, getting my masters degree, finally getting the job I wanted, sending Samantha off to college, sending you off to college! You know what’s next? It’s my fucking funeral!”). Pero, sobre todas las cosas, Boyhood es un diálogo entre el momento y uno. Entre el “it’s always right now” y lo que uno decida hacer con ese estado de mediatez que te colma y te hace ver infinitas posibilidades, muchas de ellas circunscriptas a lo menos heroico y a lo más simple. “I don’t wanna be a hero”. Quizás uno quiere, como dice la canción de Family of the Year que acompaña a Mason sobre el final en su tránsito por la ruta, “a job to keep my girl around, and maybe buy me some new strings, and her a night out on the weekends”. Es decir, ser nosotros a nuestro modo, extraordinarios para quienes importan.

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Mientras mi hermano decía que era hora de vivir y dejar morir, y yo pensaba que había que rotar la percepción y aceptar a mi papá así como es y no centrarme en otro verbo (resignar), también pensaba que uno nunca deja de ser el Mason que se pregunta por la magia del universo (como lo mismo se preguntaban Jesse y Cèline) porque siempre va a querer creer en las ballenas del corazón del tamaño de un motor de un auto. Así como Boyhood comienza con un niño mirando el cielo o el futuro como hoja en blanco, Boyhood concluye con un plano tanto o más prometedor que ese. Mason sentado, bajo el mismo cielo, ahora en compañía de una mujer, poniendo en palabras eso que sintió cuando estaba sobre el pasto de niño. Uno no aprovecha el momento. El momento se adueña de nosotros. Entonces, ¿cuál es el punto de todo? ¿Cómo se hace para aceptar que el paso del tiempo es un concepto hermoso en teoría pero bastante más complejo en la práctica? Porque el tiempo efectivamente pasa, nuestros padres cambian, nuestros hermanos dejan de necesitarnos tanto, nuestros miedos se incrementan. Boyhood parece decir que todo se vincula con no descuidar la luz propia, con escuchar ese arpa de hierba que va escribiendo una historia. Y nuestra historia no es solo una: es un cúmulo de muertes y fallecimientos. Cuando Mason sonríe mientras mira a esa mujer, todo lo que experimentó antes, lo bueno y lo malo, fortaleció su noción de que (como también le dijo su padre), antes que nada hay que sentir. Entonces, el fin de todo esto, la respuesta a qué hago acá no la vamos a tener nunca, y quizás la única resolución al enigma sea la de dejarse envolver por el ahora constante (“standing under night sky, tomorrow means nothing”) y aceptar que, por más que la casa de mi infancia tenga otros colores, por más que mi papá haya dejado de sonreír, por más que ya no compartamos casi nada, todo pasa por el live and let die pero también por el let it be. Ya lo dice Butler en otro gran momento de The Suburbs. Estoy aquí. En mi tiempo y lugar. Aquí en mi propia piel. Aquí puedo finalmente empezar. 

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► [PLAYLIST] Algunas canciones del gran soundtrack de Boyhood:

BOYHOOD SOUNDTRACK by cinescalas on Grooveshark

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► [GALERÍA] Comparto con ustedes mi infancia en 20 fotos:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN / THE BOYHOOD EFFECT] 100 canciones con las que musicalizarían la película de sus vidas (spoiler alert: es increíble la playlist, que la disfruten mucho):

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¡BUEN MARTES PARA TODOS! Hoy tenemos tres consignas: 1. ¿Vieron Boyhood? ¿Qué opinión tienen de la obra maestra de Richard Linklater? 2. Para ponernos personales, los invito a dejar imágenes de su niñez en el post de hoy y a compartir anécdotas de ese momento de sus vidas 3. Como no podía ser de otra manera, vamos a armar una playlist con el siguiente disparador: ¿con qué canciones les gustaría musicalizar la película sobre sus vidas? Como siempre, espero sus comentarios y nos vemos mañana, ¡gracias por leer! UPDATE: Nos reencontramos el lunes, ya que decidimos que esta sea una “semana Boyhood” y un post lúdico no iba a concordar; por ende, pueden ir a este nuevo post donde los espera un regalo y mañana publico la playlist que se armó; ¡gracias por este post tan especial, muchachada!

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¡Yo siempre vuelvo!

Hoy en Cinescalas escribe: Jessica Taranto 

“If this is what it takes to be human, then I’d rather take my chances as a supernaturally-possessed doll! It’s much less complicated! Think about it! What’s so great about being human? You get sick! You get old! As a doll, I’m infamous! I am Chucky! The killer doll!” – Seed of Chucky 

“¿Cuál es tu película de terror favorita?” Eso preguntaba el asesino de una de las películas que marcó un antes y un después en la historia del que probablemente sea mi género favorito. Me refiero a la primera entrega de una de las famosas sagas de Wes Craven, Scream. No obstante, pensar en cuál es mi película de terror favorita no me resulta una tarea sencilla. Se me vienen a la mente diferentes películas en diferentes ocasiones. Por ejemplo, aquellas que he recomendado mucho últimamente, como You’re next (que además de funcionar como película de terror hace un retrato familiar muy atractivo), o The Cabin in the Woods (que le supo dar una vuelta de tuerca al género). O aquellas que han llegado a mi vida desde muy temprano y se han quedado siempre impregnadas en mi mente, más allá de que una nueva revisión años después no haga más que entregarme una película totalmente diferente, y en esa lista aparecen películas como It, Candyman, las Pesadillas de Wes Craven… y las de Chucky. Y si bien si me hacen esa pregunta con la cual comienzo el texto no sé qué contestar, porque para una admiradora del género como yo elegir una, sólo una, es una tarea muy difícil, hoy opto por elegir no una sino toda la saga del muñeco diabólico.

El motivo principal por el cual me volqué hacia ella es que es de la que tengo un recuerdo más temprano en mi vida. Tendría unos seis años cuando haciendo zapping una noche luego de cenar encontramos Child’s Play en algún canal de cable. En mi recuerdo incluso ya la había visto antes, pero puede que mi memoria me juegue una mala pasada. Lo que sí recuerdo muy bien es que quería verla de nuevo, hasta el final, y en mi casa todos se querían ir a dormir. Aun así logré convencer a mi madre para que me dejara quedarme sola de noche en el living viendo una película de terror. Ni mi madre, que sufre las películas de terror a diferencia de mí que las disfruto mucho, se animaba por aquella época a verla sola. Es que con Chucky pasaba lo mismo que con Freddy Krueger: en su momento provocaban terror, incluso pesadillas; al menos eso notaba yo con mi madre y mis hermanas, todo esto antes de que se volvieran personajes más caricaturescos. Pero yo no era como mi madre ni como mis hermanas, el amor que hoy por hoy siento por las películas de terror no lo heredé de nadie. Mi madre tenía pesadillas con Candyman y yo luego de verla tenía que ir a pararme frente al espejo a decir cinco veces su nombre en voz alta sólo para comprobar que efectivamente no era todo más que una película.

Pero volvamos a mi muñeco favorito, aquel que siempre quise tener en mi dormitorio pero nunca hubiese sido posible, no mientras viviera con mi madre, que se encargó cuando éramos chicas sin que lo supiéramos de deshacerse de un payaso “plím plím” (así lo llamábamos) después de ver en una película que nunca supe cuál era que un niño se muere ahorcado al dormir con uno igual. Probablemente Chucky sea el muñeco maldito más famoso del cine, y sin duda el más carismático. Annabelle, a vos te hablo, no estás ni cerca de él, no importa que provengas de una historia real (donde en realidad sos una muñequita de trapo), y mucho menos de su novia, Tiffany. Chucky fue ganando más carisma con los años y las diferentes entregas y el nombre Charles Lee Ray pasó a ocupar las listas de los asesinos más famosos que dio el cine, aunque para muchos siempre será simplemente Chucky. Y todo eso se lo debemos a un tal Don Mancini, que fue su creador, aunque sólo haya dirigido la última entrega. Y no hay que restarle mérito a Brad Dourif, el actor que le puso más la voz que el cuerpo, el único que repite película a película.

Desde la primera entrega, en que un tal muñeco Chucky se vuelve muy popular gracias a la televisión y es fabricado en cantidades inmensas y una madre soltera quiere complacer a su hijo, que es el regalo que más espera, que se le aporta un look muy característico. Pelirrojo, con pecas, remera rayada y un enterito de jean, nada más inocente. ¿Quién podría pensar algo malo de un muñeco que te pregunta si querés jugar y luego te dice que van a ser amigos para siempre? Pero por suerte para nosotros, un asesino muere en una juguetería y logra transferir su espíritu a un muñeco, que no es su opción favorita, por lo que película tras película irá buscando un cuerpo humano en el cual continuar.

Mientras las primeras entregas apostaban al terror, Don Mancini supo cambiar el tono antes de que éste se agote. Y en 1998, tras una tercera bastante menor que las anteriores, apareció la cuarta, Bride of Chucky. Vi por primera vez esa película con amigas de la secundaria, en mi casa, alquilada en VHS. Porque nos gustaba juntarnos a ver películas de terror, aunque muchas se taparan la cara cuando algo les daba miedo o les impresionaba. Acá aparecía en escena Jennifer Tilly, que tras Bound podría haber quedado olvidada hasta que se convirtió en Tiffany, una muñeca de novia morocha a la que ella viste con campera de cuero, le tiñe el pelo de rubio y le pinta los labios de negro. Y más allá de que a partir de esta película ella siempre aparece (aunque en Curse of Chucky apenas tenga un cameo), es acá donde mejor se desarrolla este personaje que “puedo matar a cualquiera, pero sólo me acuesto con alguien a quien amo”. Otra cosa interesante de la película es que hace muchas referencias a clásicos del terror (Hellraiser, Psicosis, El exorcista, incluso Freddy Krueger) y se burla de sí misma, como dice Chucky: “Pongámoslo así, si esto fuera una película se necesitarían tres o cuatro secuelas para hacerle justicia”.

Como evidentemente esta vuelta de tuerca que provocan en el tono de la película dio resultado, es que unos años después nace el hijo de Chucky. En Seed of Chucky, Jennifer Tilly se burla de sí misma como una actriz en decadencia, capaz de acostarse con cualquiera por un papel y… el cuerpo perfecto para Tiffany, que junto a Chucky siguen insistiendo en volverse humanos. Pero cuando parecía que todo iba a quedar allí, que al menos por mucho tiempo estos simpáticos personajes iban a quedar en esas películas (es que pasaron casi diez años para que reaparecieran), Don Mancini se aventura a dirigir él mismo una nueva película de Chucky. Curse of Chucky quizás sea la menos memorable, además de que ni siquiera fue estrenada en cines, pero aun así presume de un arte muy cuidado y autorreferencias, que aparecen sobre todo al terminar los créditos, que cualquier fanático apreciaría. Esta película marca casi un renacer del muñeco, que no es exactamente igual al anterior y perdió todas las cicatrices que fue ganando.

¿Y cómo sigue? Se habla de alguna película más, se habla de juntar a Chucky con Annabelle… se habla de rumores, pero el tiempo sabrá qué más tienen para ofrecer. Lo que sí es seguro, es que este muñeco no abandonará el cine así como así, no mientras haya horda de fanáticos y eso sumado a un cine de Hollywood basado mayormente en secuelas y remakes. “I’ll be back! I ALWAYS come back!… But dying is such a bitch!”.

Por Jessica Taranto

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[COMPILADO] Frases épicas que salieron de la boca de Chucky:

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¡BUEN LUNES PARA TODA LA MUCHACHADA! En el día de hoy, dos consignas: 1. ¿Cuáles son sus películas y/o personajes favoritos del cine de terror? 2. Por otro lado, los invito a compartir cuáles son sus miedos (vinculados al cine y no tanto; voy con el mío: los ascensores); como siempre, los leo y, en relación al post de Jessi, les recuerdo que hasta el domingo 9 tienen tiempo de disfrutar del Festival Buenos Aires Rojo Sangre; por si quieren leer algo al respecto, acá mismo pueden acceder a la programación; ¡nos reencontramos mañana y que tengan un excelente comienzo de semana!

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—> La última vez escribió Rodrigo Bravo sobre… NUEVA YORK EN EL CINE

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No soy tu fan

Al hacer un repaso por lo que a mi entender es una involución en la filmografía de Steve McQueen, advertí que el momento en el que se produjo el desencanto (uno bastante abrupto teniendo en cuenta su acotada producción) fue en la transición entre Hunger y Shame. Mejor dicho: fue en lo que se perdió en el camino entre un eslabón y el otro. Hace unos años me explayé sobre cómo el definir una película a través de otra expresión artística podía ser un cliché algo molesto, pero que aplicaba a las intenciones de McQueen. Así, el procesar a Hunger como una gran obra poética no sólo no resultaba descabellado sino que era precisamente lo que la volvía única. Hunger tomaba un suceso histórico y lo miraba desde dos aristas. Una más calculadora y pragmática (la división en actos, a través de la cual el director ya revelaba su profunda conexión con el universo teatral y asimismo nos remitía a Full Metal Jacket) y otra más lírica y bucólica (el hermoso plano final donde la muerte es contrarrestada con la naturaleza a cielo abierto). Sin embargo, cuando McQueen traslada ese proceso metódico a Shame, lo hace ya no tanto para conmover al espectador dándole su espacio de reflexión, sino para aniquilarlo privándolo de cualquier impresión individual. En Shame se me decía que la historia era importante, se me gritaba, y lo que es peor: se me estaba dictaminando cómo yo debía posicionarme frente a un subtexto que de “sub” tenía poco y nada. De ese modo, McQueen pasó a creerse vital para el cine y su tercera película no hizo más que acentuar esa desesperación por una nomenclatura tantas veces bastardeada (perdón, Andrew Sarris), como lo es la de “autor”. En 12 Years a Slave los gritos de desesperación de Solomon Northup son equivalentes a la voracidad de McQueen como cineasta, quien incesantemente parece estar filmando “en voz alta”. Recuerdo ese último plano de Hunger y pienso en cuánto dista del último de 12 Years a Slave, porque en el espacio intermedio el realizador perdió al Bresson que llevaba dentro y estableció con el espectador un relación unilateral. No quiero que me digas que así debo sentirme. Dejame que, como tantas otras veces en cine, simplemente yo lo sienta.

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► [ESPECIAL] Para los que disfrutan de su cine, les dejo un interesante repaso por la filmografía de Steve McQueen:

Steve McQueen (2008 - 2013) from Hello Wizard on Vimeo.

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¡BUEN MIÉRCOLES, MUCHACHADA! En este día, una sola consigna vinculada al análisis de directores y sus filmografías e involuciones: ¿cuáles son esos directores que o bien los decepcionaron o que simplemente no les gustan en absoluto? Los invito a delimitar cuándo se produjo el momento de ruptura con esos realizadores que sí prometían; ¡es hora de hacer catarsis en este post! ¡Nos reencontramos el lunes, que tengan un excelente día!

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White Bird in a Blizzard: Pictures Of You

“You were stone white, so delicate lost in the cold; you were always so lost in the dark…” – The Cure

“There are three sides to every story. Your side, my side and the truth… and nobody’s lying” escribió Robert Evans en su autobiografía The Kid Stays in the Picture. La cita me recordó a White Bird in a Blizzard, la más reciente película de Gregg Araki, que si bien se presenta como varias cosas en simultáneo, no deja de ser una obra atravesada por los recuerdos y tres de sus ramificaciones: cómo uno recuerda algo, cómo eso que uno recuerda está empapado por el deseo interno y cómo eso que uno recuerda nos termina dejando al descubierto (elijo detenerme en esto, ergo: soy esto). Lo que plantea el discurso de Evans es que no existe eso de la verdad empírica y de que la memoria no hace más que desnudar hasta qué punto nos gusta envisionarnos (y envisionar al otro) de una determinada forma. White Bird in a Blizzard abre de manera contrapuesta a su desenlace. La primera escena nos muestra a Eve (Eva Green) tirada en una cama, vestida de negro, como preparándose para su propio funeral. La imagen es profundamente terrenal. Una mujer casi en contacto con el suelo, descalza, palpando con los sentidos el entorno como modo de sentirse un poco menos sola, vacía, muerta. La última escena, por el contrario, se centra en su hija Kat (Shailene Woodley, simplemente sublime), arriba de un avión, en pleno día, con una suerte de aura que la circunda mientras su rostro se ilumina en primer plano. Araki apuesta continuamente por lo especular, por el choque de colores, estados anímicos, sensaciones, maneras de ver el mundo. La adolescencia de Kat (digitada por el terreno inexplorado) colisionando con la adultez de su madre (digitada por el anhelo de redescubrir esa faceta que ve en su hija y que ya no reconoce en ella misma). La realidad más inobjetable (el sexo como modo de aprehender lo inmediato) colisionando con la utopía más devastadora (Kat soñando con su madre desaparecida, con la nieve como símbolo). En definitiva, una hija colisionando con una madre, un vínculo que es escudriñado bajo el espectro más brutal (y, como se trata de Araki, ineludiblemente grotesco), incluso con una veta psicoanalítica. Esa mujer que pasó a convertirse en ama de casa resiente la libertad que observa en su hija (el “white bird” describe tanto a una como a la otra) y no le permite hacer uso de esa libertad con placer sino que la interpela, la condena, la invade y eventualmente la tortura.

“She remains an absence to me. An empty space. An invisible, half-remembered ghost. I catch myself thinking that I’m gonna run into her someday. Like I’ll be at a stoplight, look over at the car next to me and there she’ll be, scowling at me with disapproval” dice Kat sobre su madre, de algún modo subrayando la mejor decisión que toma Araki al adaptar la novela de Laura Kasischke: el discurso de su protagonista está supeditado a los recuerdos y la vez está anhelando su reconstrucción. Cuando Kat habla de su madre – con nosotros, con sus amigos, con su novio, con su amante – lo hace como quien es asaltado por esas imágenes de las que habla Robert Smith en su himno sobre el acto de evocar; es decir, a través de una sucesión de fotogramas. Su madre irrumpiendo en su cuarto, su madre riendo histéricamente, su madre tirada en esa cama. Sin embargo, es Eve quien termina siendo su espejo, la voz de la conciencia, la figura omnipresente que la acompaña en su salto de la adolescencia a la adultez temprana. Kat le exige otra cosa a la memoria. Le exige una suerte de estampa de su madre antes de su propia existencia. Así, ese proceso de rearmado le permite a esa joven inferir que antes de ser quien le dio la vida, su madre fue una mujer succionada por el desencanto. “Remembering you standing quiet in the rain / Remembering you running soft through the night / Remembering you fallen into my arms / Remembering you, how you used to be…”. No es casual que Araki haya elegido “Pictures Of You” como parte de esta historia, como leit-motiv, como columna vertebral. White Bird in a Blizzard – por momentos invadida por el thriller, cuando podría haber sido una efectiva coming of age, acaso más perturbadora que otras – no hace más que exponer lo mucho que habla de nosotros el prisma por el que decidimos mirar lo que vivimos. Por lo tanto, cuando Kat toma ese avión sabiendo qué pasó con su madre, logra encontrar, entre tanta colisión, entre tanto blanco y negro, entre tanto sueño y pesadilla, el punto intermedio para que los what if sobre los que canta Smith (“If only I’d thought of the right words…”) pesen un poco menos. Kat imagina que su madre se le aparece y le susurra tan solo dos palabras (“I’m here”), dos palabras que, como esas tres aristas de los recuerdos esbozadas por Evans, pueden disparar para cualquier lado pero cuyo resultado será siempre el mismo, porque esas figuraciones convergen en una afirmación universal. Estoy acá del modo en que elijas recordarme. Pero estoy acá. Nada hará que mi imagen se nuble, que la memoria se anule o que la foto se rompa.

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► [TRAILER] Algunas imágenes de White Bird in a Blizzard:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN / NOS PEGÓ LA NOSTALGIA] 100 canciones ochentosas mencionadas en el post de hoy; gracias por los aportes, que la disfruten mucho:

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¡BUEN MARTES PARA TODOS! Hoy les dejo tres consignas: 1. ¿Vieron White Bird in a Blizzard? ¿Qué les pareció la película de Gregg Araki? 2. En relación al tópico del film, ¿qué otras interesantes relaciones madre-hija del cine mencionarían en el post? Si quieren, los invito a que se explayen sobre cómo es el vínculo que tienen ustedes con sus madres; 3. Por último, ¡armemos playlist! El puntapié, inspirado por la banda sonora del film, es que mencionemos canciones ochentosas; ¡como siempre, los leo! ¡hasta mañana!

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