Plan B: Te veo, me sonrojo y tiemblo

“Cuando creí que había perdido la magia, 
encontré el vaivén de una puerta entreabierta
invitándome a dar un paseo por tu fantasía, 
a mirar todo desde tus ojos por una vez
porque los trucos sorprenden solo una vez” – Babasonicos (“Uso”)

Qué idiota te hace el amor. Años atrás, en ese acto compulsivo y adolescente de escuchar “Mi caramelo” sucedida por “Un pacto”, le adjudicaba otro significado a esa frase. Bajo mi mirada de entonces, Cordera se estaba preguntando: ¿Quién es el idiota que te está haciendo el amor? ¿Con quién estás compartiendo todo aquello que podrías compartir conmigo? Supongo que la brutalidad de “Mi caramelo” (“cambio a toda esta familia por un segundo con vos”/”quisiera arrancarte un día y morirme en un telo con vos”) me hizo creer que esa aseveración de “Un pacto” era en realidad un interrogante. Pero no. Años después, volví a esas canciones, y la interpretación cambió. “Sos mi dios, te veo, me sonrojo y tiemblo” precedía a “qué idiota te hace el amor” y, en consecuencia, ese pasaje de la letra estaba hablando de la capacidad que tiene ese sentimiento de modificarnos. Por lo tanto, que yo relacione ambas canciones con mi adolescencia trasciende el hecho de que eran populares por entonces. Porque su tópico, en el fondo, se vincula con cómo el amor te puede arrojar a un estado de vulnerabilidad y desprotección similar al de cuando nuestra vida ni siquiera estaba comenzando, similar al de cuando éramos unos niños. Esa vulnerabilidad fruto de la dependencia de un tercero, que nos deja a la intemperie, aguardando una suerte de señal que reavive ese estado de insomnio, de vibración de la panza, por más “tiesos y bajo control” que nos consideremos. De repente, alguien nos regala una carta manuscrita. De repente, alguien llama por teléfono y pide hablar con nosotros. De repente, alguien nos invita a dar la vuelta manzana. De repente, alguien se aparece con un regalo envuelto en papel y con moñito. De repente, nos cuesta conciliar el sueño porque nos distraemos repasando ese gesto que nos modificó el día. De repente, encontramos en nosotros algo que ni siquiera sabíamos que existía, desde lo más simple como grabar un cassette hasta lo más enorme como la capacidad de amar (o este descubrimiento impulsando tantas otras cosas). Me acuerdo de que la primera vez que me rompieron el corazón tenía quince años. Estaba enamorada (participio que va mutando de significado según la edad) de un compañero de la secundaria que usaba camisas alternativas y se dejaba el pelo largo. Se llamaba Francisco. Mi diario íntimo se llenaba de entradas que lo tenían como interlocutor y mis primeros poemas eran aburridísimos, todos ellos variaciones de una misma cosa: qué mal me pone que no me des bola. Horrible. Un día se produjo el milagro y Francisco me invitó a dar un paseo, como dice Dárgelos en la canción de ahí arriba. Su gran gesto fue llevarme a tomar un helado (me acuerdo cuál: la oblea de dos gustos que salía cincuenta centavos) y a pasear, vaya a saber uno por qué, por la terminal de la ciudad. No hubo beso ni tampoco mucha charla. Cuando llegué a mi casa, me largué a llorar. Mi mamá creyó que era por el desdén que mostraba Francisco (y no por ese quiebre de la fantasía) y por eso me dijo lo que, sospecho, dicen casi todas las mamás: “esto se te va a pasar”. Un año después conocí a Martín, quien se convertiría en mi primer novio. No volví a pensar en Francisco hasta que me senté a escribir este post.

“La gente para entenderte tiene que mirar a través de tus ojos, yo te veo en 3D a vos” – Bruno (Manuel Vignau) a Pablo (Lucas Ferraro) en Plan B

Hace unas semanas, en el banco de una plaza, me encontré diciendo la misma frase de mi mamá a otra persona. “Esto se te va a pasar”. Lo dije con intención de ser optimista pero me salió con el tono de quien subestima el sentimiento que alguien padece hoy, con el tono de quien pasó por varias circunstancias entre los quince y los treinta, con el tono de quien ve al desencanto desde arriba. Sin embargo, y al igual que con mi interpretación de “Un pacto”, luego advertí que estaba totalmente equivocada. El amor me sigue poniendo tan idiota hoy pasando los treinta como me ponía a los quince. Ya no conservo un diario íntimo pero sí conservo mi pasión por reflejarme a través de la escritura (algunos posts, como este mismo, no dejan de ser un diario). Ya no lloro creyendo que el mundo se va a terminar a la par del deceso del interés de otra persona por mí, pero sí lloro por lo que pudo haber sido y no fue. Ya no hago regalos con moñito, pero sí voy a una disquería a buscar(le) una rareza. Plan B, la ópera prima de Marco Berger, es una película sobre el amor que te hace sonrojarte y temblar. Su premisa es tan adolescente como ese plan que idea Bruno (Manuel Vignau), el de conquistar a Pablo (Lucas Ferraro), el actual novio de su ex, para confundirlo, que él la deje y así poder volver con ella. Se trata de una empresa ridícula y la película lo sabe. Por lo tanto, su narración está estructurada de modo tal que uno no pueda precisar el instante en el que el plan deja de tener efecto para darle espacio a otra cosa. Así, esa orquestación rebuscada e inverosímil resulta irrelevante. A diferencia de las dos películas posteriores del realizador (la mucho más sofisticada Hawaii y la más oscura Ausente), Plan B es inconsciente, descuidada y desprolija. Bruno y Pablo duermen en camas a medio hacer, toman agua o vino en cocinas sucias, se despeinan, usan camisetas de fútbol, se sientan en la calle, comen chicle mientras hablan, son profundamente reconocibles. Su relación no sólo es adolescente porque escuchan cassettes o graban una serie en video (la apócrifa Blind, título que parece estar ligado al hecho de cubrir y descubrir la identidad sexual) sino porque a ambos los une una nostalgia por un tiempo en donde las cosas eran más simples (no es arbitrario que la película jamás los muestre trabajando o ejerciendo algún tipo de responsabilidad acorde a sus edades), en donde no era necesario depender de herramientas modernas – como mensajes de texto o mails – para contactar a la otra persona.

“Me agarró eso de la amistad tipo doce años, que no querés que te roben a tu amigo, ¿me entendés?” – Pablo (Lucas Ferraro) a Bruno (Manuel Vignau) en Plan B 

En Plan B, el amor y el desamor están digitados por visitas espontáneas de Bruno a la casa de Pablo (y viceversa), por la energía concentrada en los silencios y por la observación del otro en todas sus facetas (dormido, fumado, contento, alcoholizado). Por lo tanto, las miradas, como en toda la filmografía de Berger, son nada menos que la vara con la que los protagonistas se van midiendo hasta ver quién cede primero (“a ver quién es más alto”), hasta ver quién sucumbe a lo inevitable. Ya lo escribió la-aquí-siempre-citada Clarice Lispector: “inútil querer: solo viene cuando quiere”. Plan B no traiciona nunca el efecto dual del hecho de enamorarse y por eso nos muestra diversos momentos de los protagonistas en silencio, contemplativos, recordando al otro que no está presente con felicidad, nerviosismo e impotencia. Así como Vignau nos revela el enorme corazón que tiene Bruno dotándolo de una voz temblorosa (“estoy enamorado de vos, estoy completamente enfermo”), Ferraro hace lo propio con Pablo y esa lágrima que cae cuando el plan queda al descubierto. A fin de cuentas, todo en Plan B pasa por lo sensorial, por las palpitaciones que provocan gestos como regalar un Viewmaster (para ver al otro en todas sus dimensiones) o un balde y una palita (para poder construir desde cero); o actitudes como las de guardarse una foto en la billetera porque les remite al objeto de su afecto o como la de robar un beso con cualquier excusa. Asimismo, Berger apuesta por abandonar lo simbólico cuando esta historia de amor se agita por el mero hecho de compartir algo tan íntimo como una charla hasta la madrugada, a oscuras, “como a los doce años”, como cuando uno tenía menos miedos y otra concepción de la felicidad equiparable a la del escritor Daniel Salzano: “me acuerdo de cuando mi única obligación era respirar y ser feliz; me acuerdo muy bien de la felicidad”. Qué idiota te hace el amor. En eso reside el encanto de Plan B, en la forma valiente de poner el corazón cuando ya no hay estrategias, mentiras o prejuicios que atenten contra él. 

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► [TRAILER] Algunas imágenes de Plan B:

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► [ESCENA] Un divertido momento de la película de Marco Berger:

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► [GALERÍA] Los juguetes de su infancia:

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¡BUEN MIÉRCOLES PARA TODA LA MUCHACHADA! Les dejo tres consignas para el post de hoy: 1. ¿Vieron Plan B de Marco Berger? ¿Qué les pareció la ópera prima del director? 2. Siguiendo los planteos infantiles de Pablo y Bruno, les pregunto cuáles fueron los juguetes que marcaron su niñez 3. Por último y ya poniéndonos más personales, dejo dos preguntas más: ¿se acuerdan de su primer amor?, ¿cuáles fueron los gestos más grandes que hicieron por amor a una persona? Me gustaría que los compartamos en el post de hoy; gracias por la confianza y nos reencontramos el lunes, ¡buen miércoles! PD. Quiero armar una galería con fotos de sus juguetes (actuales o retro), así que si tienen un ratito y pueden sacarle una foto y mandármela al mail o dejarla en un comentario, sería ideal; ¡gracias desde ya!

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Whiplash: Esto lo estoy tocando mañana

“Se hurgaba en los bolsillos en busca de algo que pudiera utilizar como pañuelo cuando una mujer de mediana edad se acercó a él y le tocó el brazo.

-¿Necesita a alguien con quién hablar -dijo con delicadeza.

-Oh. Gracias. No, no estoy bien. 

Se tocó la cara: había estado llorando con más desconsuelo de lo que pensaba.

-¿Está seguro? No da la impresión de estar bien.

-No, de veras….es que he…acabo de tener una experiencia emocional muy intensa. -Alargó uno de los auriculares del iPod, como si ello lo explicara todo-. Con esto.

-¿Está llorando por la música?

La mujer lo miró como si fuera una especie de pervertido.

-Bueno, no lloro por la música. No creo que ésa sea la preposición correcta.

La mujer sacudió la cabeza y se alejó.”

Nicky Hornby – Juliet, Naked

El niño está tumbado en la arena. Para él no existe ni un pasado ni un futuro. Su concentración está dirigida a la construcción imperfecta de un indeterminado número de castillos. Su rutina en ese espacio se (re)produce en loop: tomar un puñado de esa arena espesa mojada por el agua, sostenerlo entre sus manos y encontrar la manera de darle forma a las figuras. Una vez terminada su creación, el niño se sonríe y le da un golpe seco al castillo hasta verlo caer. Vuelve a sonreír. La destrucción no es análoga a la pérdida sino a la posibilidad de empezar de nuevo. Eso hace. Toma otro puñado y su imaginación le susurra que ahora puede hacer algo diferente, que indefectiblemente ese castillo no tendrá la misma constitución que el anterior (y que el anterior a aquel) y que no existe ninguna restricción en esa dinámica de armar y romper, de armar y romper, de armar y romper. La expresión del niño está dominada por esa mueca, esa sonrisa de quien, en ese momento y lugar, se siente eterno. Alrededor suyo no hay nadie. Él mismo toma el material y él mismo dictamina cuándo construir y cuándo destruir. Así, solo, jamás se ve asaltado por una preocupación externa. La única que se le ocurre es si la arena le será suficiente para continuar con su propósito. De lo contrario, halla placer en el ciclo de comienzos y finales. En ese instante, el niño no advierte que aquello que está haciendo con la arena no difiere demasiado de lo que hace el escritor con la palabra. O del músico con el instrumento. A fin de cuentas, es un niño, y está abstraído como quien tiene la herramienta para darle forma a un pensamiento o como quien tiene el elemento para marcar el pulso de la melodía. El escritor escribe y borra. El músico toca y se corrige. Todos están por fuera del tiempo. El ruido en sus cabezas es similar al de una aguja que gira y, en simultáneo, es el contraataque ante ese sonido. El reloj indica una presura que ellos no tienen. Ellos marcan su propio ritmo. Es curioso, pero aunque el escritor permanezca en silencio, la palabra correcta le viene con un estruendo equiparable al que emite la guitarra de ese músico al rozar la púa contra las cuerdas. Los tres, el niño, el escritor y el músico, parecen estar diciendo una frase que escuché una vez en una canción y que, como todo lo que nos habla (digo hablar como quien dice conmover), me acompañará toda la vida “como un poema”. Los tres parecen estar diciendo “me estoy llevando el río”. Tiene sentido que el niño lo diga, creo. La imagen de esa persona pequeña en formación (suya y de algo más: esos castillos) no es antojadiza. En definitiva, Heráclito, al hablar del tiempo, de la creación en el tiempo, no se mostraba tan interesado en Cronos – es decir, en el ruido de esas agujas que aceleran/avanzan como condición sine qua non – como sí en Aión/Eón. Para Heráclito, Aión era ese niño que se llevaba el río, que construía castillos de arena. Es decir, el ruido que verdaderamente le importaba no es el del tiempo estable sino el del tiempo maleable. El sonido vital es el de la creación. Por lo tanto, ese niño no existe ni antes ni después. Es un símbolo rebosante de eternidad. Él y sus castillos, al borde del agua. “…somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto” escribió Jorge Luis Borges en un rapto optimista. No solo porque la renovación es algo que intrínsecamente plantea un barajar y dar de nuevo, sino porque tanto el hacedor como el receptor (y me animo a sumar una tercera figura, el mentor) están dentro de una suerte de tercera dimensión donde se mueven, como ese río, en “un lugar lejos de todo”: sin tiempo, ni prisa, ni fin.

En el cuento El perseguidor de Julio Cortázar, un crítico llamado Bruno está continuamente tironeado por Cronos y Aión. Cuando lo conocemos, dista de ser el niño que se tumba sobre la arena, y se asemeja más a quien le grita a ese niño que es hora de levantarse. Bruno llega a la habitación de la rue Lagrange para hablar con Johnny Carter (que, como sabemos, no es más que Charlie Parker, solo que Cortázar tuvo que cambiarle el nombre y por eso hizo “un guiño al espectador en la dedicatoria”) y, en lo que sería el equivalente literario a una imagen cinematográfica en claroscuro, le dice a ese músico: “Hace rato que no nos veíamos, un mes por lo menos”. La indignación de Carter no tarda en llegar y su respuesta emula su devenir: “Tú no haces más que contar el tiempo, el primero, el dos, el tres, el veintiuno. A todo le pones un número”. Consecuentemente, El perseguidor se sale de lo micro de esa conversación breve y mundana y se va extendiendo cada vez más, no solo para hablar de esa puja sobre el instante medido (Bruno) y el instante renacido (Johnny) sino para hablar de la música como un arte que no se puede sentir más que del modo en el que ese dios de lo eterno pedía padecer las cosas: asintiendo ante la voz de la vocación que nos va marcando el sentido. Si bien Bruno, al escribir, de algún modo está respondiendo a su voz, a ese flujo creativo en constante permutación, no alcanza a aprehender el significado de las frases que para Parker son las más corrientes porque, como diría Clarice Lispector (esa mujer que entraba en el radar de admiración cortazariano), “mientas dura la improvisación, se nace”. Y Parker renacía. El ahora, pienso, estimo, es el dominio de la hora.

En Whiplash – la segunda película de Damien Chazelle luego de esa oda a la nouvelle vague que es Guy and Madeline on a Park Bench -, Andrew Neyman (Miles Teller) es una figura mucho más compleja que la del “alumno con potencial que aguarda ser descubierto”. Chazelle abre su película con un joven que está más cerca de Johnny Parker que de Bruno. Es decir, carece de práctica pero no de incentivo. El genio y la ambición que conviven en él no son dos cualidades que nacen desde el momento en el que Terence Fletcher (J.K. Simmons) entra a la habitación para pedirle que toque un double time swing sino desde mucho antes. Chazelle es lo suficientemente astuto como para mostrar esa confianza que el joven tiene en su propio potencial (confianza que, por otra parte, es innata, solo que Fletcher es el vehículo que logra potenciarla) en secuencias en las que ese profesor no está presente. Son justamente esas dos escenas las que parecen homenajear a The Social Network de David Fincher – junto con la tipografía que nos ubica en tiempo y espacio, pasando por composiciones como “Hug from Dad” hasta esa delimitación casi melancólica del escenario donde se mueve el protagonista, como un cine donde proyectan Rififi, el subte o el Plaza Mall -, con Andrew sentado ante Nicole (una símil Erica Albright) como quien tiene un as bajo la manga y con Andrew sentado ante su familia como quien está cómodo en la soledad de su certeza. Retomando esa concepción del tiempo que nos permite convertirnos en niños que pueden jugar, dejar de jugar y seguir jugando/ser, dejar de ser y seguir siendo, Andrew comparte esa filosofía de Johnny Carter de la permanente mutación de los estados. Ante la tristeza de Nicole por no tener amigos en la facultad, él le retruca, bien seco, con una apreciación de su experiencia en el conservatorio Shaffer: “I don’t think they like me too much, but I don’t care too much, I think it changes, people change”. Asimismo, la vertiginosa verbalización de su realidad es utilizada como un látigo (la palabra whiplash acá tiene múltiples significados que exceden el nombre de la composición clave) para quienes no la comparten. “I’d rather die drunk, broke at 34 and have people at a dinner table talk about me than live to be rich and sober at 90 and nobody remembered who I was” escupe a la manera de Mark Zuckerberg cuando se pone por encima de los Winklevii: “I think if your clients want to sit on my shoulders and call themselves tall, they have the right to give it a try – but there’s no requirement that I enjoy sitting here listening to people lie”. Así, Andrew ataca y contraataca como el mismo Fletcher.

“¿De qué sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo?”. Esta pregunta retórica de El perseguidor está efectivamente anclada en el estilo en el que se mueve Johnny. Para Cortázar, como para tantos otros, el jazz es “un pájaro que emigra, inmigra o transmigra”. Nuevamente estamos ante la condición tripartita del hecho (como el “ser, dejar de ser y seguir siendo”) porque el prefijo trans acá no alude a lo que está más allá sino a su menos frecuente acepción: el cambio. El jazz como algo que, como ese río de Heráclito que obsesionaba a Borges, fluye, se mueve, se difunde, corre, sigue su curso. Whiplash nos pone de cara a Fletcher y sus repudiables métodos de enseñanza y, en esa decisión, queda expuesta a ser analizada desde lo moral. La pregunta de si es correcto o incorrecto que Fletcher arroje una silla, propine una cachetada o le diga “faggot” a un alumno como quien dice “hola” ya tiene, a priori, una respuesta. No, no es correcto. La pregunta de si es correcto o incorrecto que Andrew obtenga la gloria como consecuencia de esos métodos ya tiene, a priori, una respuesta. No, no es correcto (como tampoco unívocamente detectable). Whiplash no presenta ni una postura celebratoria de Fletcher ni tampoco una que espete frases de manual sobre lo equivocado de su proceder. Whiplash le huye a los “mensajes” no solo en los ping pong verbales sino también desde la puesta en escena. Es esto lo que la aleja de Full Metal Jacket y la acerca a la mencionada The Social Network. Por lo tanto, el monólogo de Fletcher sobre el final (“any fucking moron can wave his arms and keep people in tempo, I was there to push people beyond what’s expected of them. I believe that is an absolute necessity, otherwise we’re depriving the world of the next Louie Armstrong, the next Charlie Parker”) no está ahí para ser leído como la moraleja del film (de hecho, el gran logro de Whiplash es que carece de tal cosa) sino como un presagio del duelo final. Del mismo modo, Chazelle no está filmando una temporada en la vida interna de un conservatorio (con su sistema, sus códigos, sus profesores variopintos) sino que, desde esa primera imagen de Andrew tocando en soledad, está construyendo un relato individual. Esto se expone no solo en cómo acota los planos sino en cómo la reacción del resto de los alumnos ante los embates de Fletcher está en un nivel de interés muy bajo. No es casual, entonces, que la escena de la competencia interminable entre Andrew, Ryan Connelly, y Carl Tanner no incluya gestos u opiniones de los partícipes de esa clase. No es casual, tampoco, que se emplee a la figura del alumno que se suicidó como contrapartida de Neimann. Los terceros no vuelan sino que sobrevuelan (desde Nicole, hasta el padre, hasta ese chico muerto, hasta esos bateristas intercambiables) porque Whiplash es, ante todo, una película maniquea. El contrapunto es su razón de ser. Andrew con (y contra) el resto. Andrew y su determinación versus la inseguridad de Nicole. Andrew y su perseverancia versus el cambio de rumbo que tomó su padre. Andrew y su tenacidad versus Fletcher y su orquestación de los obstáculos. Andrew y su t(i)empo.

Whiplash es menos oscura y opresiva de lo que parece. Andrew no aprende en Shaffer el abecé de la libertad que le da el jazz desde lo general y la batería desde lo particular (a Chazelle le vino bien su pasado con el instrumento para la construcción de esta parábola: la batería te puede acompañar como alienar por completo) sino que lo aprende en esas viñetas casi románticas en las que se encuentra y reencuentra con el instrumento, como ese niño que construye y destruye. Cada nuevo contacto con la batería es un renacer. Andrew vuelve a ella en circunstancias disímiles: por necesidad, por avidez de práctica, por bronca, por amor a tocar, por necesidad de nuevo, para armarla, para desarmarla, de modo circunstancial cuando se cruza con un músico callejero con sus baldes y palillos y, finalmente, para alcanzar la grandeza. Esa mano ensangrentada que se mete de lleno en la jarra con hielo es una imagen tan desbordada como ese final en el que esa posibilidad de renacer que le es ajena a Cronos impulsa a Andrew a desprenderse del abrazo de su padre para empezar de nuevo y arrancar con “Caravan”. Mientras la batería esté ahí cerca, como la arena en las manos, igual de cerca estará la posibilidad del eterno retorno. Como Duncan en Juliet, Naked, Andrew no llora por culpa de la música. En Whiplash la preposición que retumba y retumba es con. Andrew llora con el instrumento. Andrew llora con la música. La música funciona como madre/primer amor/amante/aliada/mentora. Miles Teller, empapado en sangre, sudor y lágrimas, capta el poder desbocado de esa compañía (la melodía como compañía, el instrumento como compañía) a partir de gestos sutiles que armonizan con otros más agresivos que provienen de la ferocidad al tocar. En esa secuencia final – editada con una intensidad y precisión que aceleran el pulso – evidentemente importa el diálogo de miradas entre Andrew y Fletcher, así como esos detalles que repican en esos nueve minutos que dura “Caravan” (Chazelle ya había mostrado su debilidad por lo sensorial en su ópera prima, donde una mano con la piel erizada o un pie que se mueve son más valiosos que el acto de abrir el plano y mostrar el ámbito en el que eso acontece). Sin embargo, el solo de Andrew está hablando de algo mucho más inaprensible: el tiempo del bebop, el tiempo que se escurre en nuestras manos como el río y como la arena. El tiempo que se nos escapa.

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“Cada vez me doy mejor cuenta de que el tiempo…yo creo que la música ayuda a comprender un poco mejor este asunto. Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas a sospecharte que todo se va a perder, y tienes un poco de miedo por adelantado; pero al mismo tiempo no hay nada seguro, y a lo mejor todo se da vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto”. Para Carter, la música lo sacaba de un tiempo para meterlo en otro, aquel en el que cualquier cosa podía suceder mientras en sus manos tuviera el saxo. Aquel tiempo que le es ajeno a Bruno y que en Whiplash le es ajeno a Fletcher, un hombre que se puso como propósito encontrar a un Charlie Parker pero que nunca podrá ser esa estrella que se rompa en mil pedazos para “dejar idiota a los astrónomos”. A fin de cuentas, es Andrew el que da el último golpe, ese que revela que la película no piensa a la música como un escape (“ir al encuentro de algo no puede ser nunca escapar”) sino como un latigazo que nos ubica en un lugar donde lo que pasó hace segundos puede volver a pasar. “‘Esto lo estoy tocando mañana’ se me llena de pronto de un sentido clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga” afirma Bruno, en plena epifanía. “Esto lo estoy tocando mañana” dice Johnny Carter. “Esto lo estoy tocando mañana” repite una vez. “Esto lo estoy tocando una mañana” asevera, reincidiendo en la expresión. Eso tiene la música, eso tiene el jazz, eso tiene Whiplash. Para Andrew, como para ese niño y sus castillos, no hay pasado ni futuro. Solo lo que pasa ahí, en ese espacio intangible entre él y la batería. Donde nace, vive y muere. Donde emigra, inmigra y transmigra.

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► [SOUNDTRACK] Les dejo la banda sonora de Whiplash:

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► [ESCENA] Una de mis secuencias favoritas de la gran película de Damien Chazelle:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN / QUITE MY TEMPO] 100 canciones que nos suben la adrenalina + lo mejor del jazz; ¡espero que la disfruten!:

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¡BUEN MARTES PARA TODOS! Hoy tenemos tres consignas: 1. Los invito a dejar sus impresiones sobre Whiplash, la segunda película de Damien Chazelle  2. Pregunta personal obligada del día: ¿quién es el mentor/maestro que recuerdan más vívidamente, por los motivos que fueren? No necesariamente se tiene que aplicar al ámbito educativo 3. Asimismo, y como se imaginarán, la idea es completar este post con una playlist bajo las consignas: canciones que les suben la adrenalina y mejores canciones de jazz; dejen los links correspondientes así les armo la lista de reproducción en unas horas; como siempre, gracias por leer(me), nos reencontramos mañana con el post de Plan B; que tengan todos un excelente martes…

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What If: Que lo complicado parezca sencillo

Hoy en Cinescalas escribe: Matías Rodríguez

Robin: (If) You got chemistry, you only need one other thing.
Ted: What’s that?
Robin: Timing. But timing’s a bitch

How I Met Your Mother – 7×01

*Atención: Se revelan detalles del argumento (en serio, casi describo toda la película)

Bienvenido Wallace (Daniel Radcliffe) al club de los hopeless romantics. Si bien la premisa de What If (traducida como ¿Sólo amigos?) intenta acercarse a la de When Harry Met Sally, la química entre ambos personajes hace difícil aceptar la amistad entre el hombre y la mujer como tema principal. Por poner algunos ejemplos, Harry y Sally se hacen amigos en un momento en el que ambos están solteros, después de mucho tiempo de conocerse y de resistirse a una relación así; una vez “aclarado el vínculo”, ambos se mantienen activos con respecto a las citas. El tiempo que les lleva darse cuenta de que quieren estar juntos bajo otro tipo de relación es lo que hace tan complicado romper esa amistad. En What If, los protagonistas se conocen en una fiesta organizada por Allan (Adam Driver), mejor amigo de Wallace y primo de Chantry (Zoe Kazan). En una situación similar a la que une a Ewan McGregor y Melanie Laurent en Beginners (“Why are you at a party if you’re sad?”), los personajes de Daniel y Zoe se encuentran frente a la heladera, donde él (bajo la influencia de una ruptura) está dando su particular definición de lo que es “el amor”. Tras un incómodo intercambio de ideas con Allan, Chantry y Zoe deciden dejar el lugar al mismo tiempo y, tras una charla camino a sus hogares, coinciden en que el momento que compartieron fue algo poco frecuente y que deberían continuarla en otra ocasión.
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Al aclararse en segundos la situación sentimental de Chantry (de novia hace cinco años), Wallace decide olvidarse de ella. Una decisión que resulta estéril ya que días después vuelven a encontrarse accidentalmente a la salida de un cine. Chantry le aclara que entiende por qué los hombres no quieren ser amigos con ella pero que espera que Wallace sea diferente. En un gesto que recuerda a (500) Days of Summer, él acepta la propuesta pese a sentirse seriamente atraído por ella (Classic Schmosby!) Al igual que Tom con Summer y que Gigi con Alex en He’s Just Not That Into You, las ganas de llevar la relación a otro nivel se vuelven obvias para Wallace. Una conversación con Allan concluye en que sus opciones son: a) jugar sucio/confabular para romper la pareja; b) ser “patético”: esperar y ver cómo se dan las cosas; c) ser honesto y explicitar sus sentimientos; d) olvidarse de ella. En un primer momento, Wallace va por la opción B. Dando un brindis en el casamiento de su mejor amigo (que avanza con su vida amorosa a una velocidad envidiable), el protagonista alude a la “conexión instantánea” de los novios: “Si tenés suerte te pasa una vez en la vida. Si no, tenés que venir a casamientos y escuchar a gente como yo hablar sobre eso. Y asumir que todos somos hopeless romantics… es muy fácil ser cínico sobre el amor, pero lo que está pasando esta noche es difícil. Brindemos por Allan y Nicole, por hacer que lo complicado parezca sencillo”.

Después de esa noche (y de un camping accidentado), Wallace decide que es hora de ser honesto con Chantry y con lo que siente, y se dispone a sacrificar todo lo que haga falta con tal de estar con ella, incluso recibir un trato similar al de Edward Bloom en Big Fish y al de John en The Wedding Crashers por parte de la pareja actual del amor de su vida (“Let’s go get the shit kicked out of us by love”– Sam, Love Actually). Lo que suma a Wallace al club de hopeless romantics, compuesto entre otros por Tom, Gigi, Edward Bloom, Christian de Moulin Rouge!, Annie de Sleepless in Seattle, Noah de The Notebook, Jesse y Cèline de Before…, Jamal de Slumdog Millionaire y Columbus de Zombieland, es aceptar la conclusión de When Harry Met Sally y actuar en consecuencia: “Cuando te das cuenta de que querés pasar el resto de tu vida con alguien, querés que el resto de tu vida empiece lo antes posible”. No se trata de confabular, ni de esperar el momento correcto (que no sabemos cuándo o si llegará), ni de olvidarse: se trata de ser honesto y apostar todo teniendo en cuenta que lo que está en juego es una chance certera del happily ever after…

Si bien What If corre el riesgo de caer en el “cine romántico descartable”, al igual que el resto de los films a los que pertenecen los miembros del club, es combustible para motivarnos a la acción, a mantener el optimismo pese a que la salida fácil sea adoptar el cinismo como forma de vida. Tener “un amor de película” está al alcance de todos. Es difícil, cansador y muchas veces amenaza con quebrar nuestro espíritu, pero es posible. Lo complicado, claro está, es encontrar a esa persona con la que surja una química instantánea. Aquella persona con la que lavar los platos pueda pasar de ser una tarea odiosa a un momento para compartir. Aquella persona que nos llene los domingos de sentido, de conversaciones profundas y les arranque esa inquietante sensación de soledad. Alguien que convierta el domingo en nuestro día favorito. Una persona que le aporte un final feliz a nuestra búsqueda “épica”, y un feliz inicio, desarrollo y conclusión al resto de nuestras vidas.

De esa forma incluso se pueden superar a los amores de película (sí, lo dije). Si no, perdemos diez años de nuestras vidas en reencontrarnos con la persona con la que estamos destinados a estar (idea que personalmente me aterra). Si no, caemos en el impulso de borrarnos la memoria para olvidarnos de ella. Si llegamos a viejos sin que ninguno pierda la memoria por Alzheimer o por un accidente de tránsito o por lo que sea. Si conseguimos querernos todos los días con pequeños gestos y atenciones, no sólo sobrevivimos a los romances de película, los superamos a golpes de realidad. Si nos despertamos a los noventa años y pedimos a la deidad de nuestra preferencia que nos deje vivir un día más para pasarlo con la persona que tenemos al lado, podemos cantar victoria.

“Cuando crecés/madurás, tu corazón muere” dice Allison en The Breakfast Club. Ese es el principal desafío del hopeless romantic: evitar que madurar se traduzca en perder su visión “idealista” de las relaciones. “El amor es un sinsentido, pero tenemos que seguir haciéndolo o estamos perdidos… y el amor está muerto y la humanidad debería armar las valijas e irse. Porque amar es lo que mejor que hacemos. Sé que suena cursi/cliché, pero es así”, dice Ted Mosby (algo así como mi álter ego) en How I Met Your Mother (9×22). Conformarnos con menos es ser actores de reparto y no protagonistas de nuestras propias vidas. Y todos los gestos románticos y sacrificios absurdos que podamos hacer por una persona que no es la indicada no van a tener el valor que, sabemos, deberían. Wallace lo entendió y actuó sin miedo a que esos gestos sean vistos como ridículos. Hacer a lot of stupid shit, en palabras de Gigi, nos pone mucho más cerca de encontrar a ESE alguien. En fin, y sin ánimo de empalagar más sus paladares, me quedo con las palabras de Annie (Malin Akerman) en HappyThankYouMorePlease: “Sadness be gone. Let’s be people who deserve to be loved, who are worthy. Because we are worthy, we really are. Go get yourself loved”.

Por Matías Rodríguez 

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► [TRAILER] Les dejo el adelanto de What If:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN] 20 canciones de amor elegidas por Matías para acompañar su post, ¡a darles play!:

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¡BUEN LUNES PARA TODOS! ¡ESTAMOS DE VUELTA! Para este comienzo del quinto año del blog tenemos cuatro consignas: 1. Dejar sus impresiones sobre What If, si es que la han visto 2. Asimismo, me gustaría que rescatemos las mejores comedias románticas que dio el cine en los últimos años; en los comentarios solemos hablar de cómo hay una sequía en el género, así que me gustaría reflotar el tópico preguntándoles por sus favoritas; 3. ¿Qué otros “hopeless romantics” del cine sumarían a la lista de Matías? 4. Por último, ¿cómo se definirían en relación al amor? ¿Se consideran románticos o pasaron a ser un poco cínicos? Por otra parte, les cuento que el resto de las consignas “románticas” me las guardo para el post de Plan B del miércoles; los espero mañana para debatir Whiplash y agradezco a Matías por su elaborado texto y, claro, por dejarnos música; ¡bienvenidos de vuelta, muchachada! ¡se los extraño mucho! PD. El blog se va a seguir actualizando de lunes a miércoles, con posts sobre el recorrido de No estás solo en esto en el medio y próximamente se vendrán tres concursos, así que a estar atentos; ¡hasta mañana!

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—> La última vez escribió Soledad Lamacchia sobre… FRANK

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En un mes: NO ESTÁS SOLO EN ESTO en Rosario

Buen martes para toda la muchachada. Como lo anticipa el título de este post, en exactamente un mes estaré presentando No estás solo en esto en el mítico cine El cairo de Rosario. En el flyer superior tienen todos los datos. Me gustaría mucho que quienes no pudieron ir al Festival de Mar del Plata vean el documental, así que si tienen tiempo, ganas y medios como para darse una vuelta, me encantaría verlos. Pero no les meto más presión. Por allá estaremos haciendo juntada con cinescaleros rosarinos y habrá una charla debate luego de la proyección de la película, que será libre y gratuita. Asimismo, les cuento que No estás solo en esto también dará otros pasos este año, pero todavía no hay confirmación. Cuando surjan las novedades con precisión, lo estaré anunciando por acá. Por otro lado, les dejo este post para que charlen hasta el lunes, cuando finalmente Cinescalas vuelva a la normalidad. Por ende, les pregunto si hay secciones que quisieran ver más seguido, cambios que les interesaría ver en el blog, o si tienen alguna sugerencia para que nos vayamos superando en este espacio, dentro de lo que se pueda. Como siempre, gracias por estar. Nos reencontramos el lunes. Al fin.

Composición: Tema libre (vigésima entrega)

¡Buen comienzo de semana para todos! Este post abierto cumple tres propósitos: 1) – Reiterar que el blog vuelve el lunes 2 con una nota de ustedes, pero que el martes 3 publicaré post sobre Whiplash 2) – En relación a la película de Damien Chazelle, les reitero que Paola está organizando una reunión con gente de la comunidad para ir a verla al cine la próxima semana. Para sumarse a la reunión, manden mail a silvanapaolaenrico@hotmail.com 3) – Ya que estamos en un post musical, los invito no solo a seguir compartiendo las películas que están viendo sino además los discos que están escuchando. ¿El que tengo en loop estos días? Curtain Call de Eminem, disfrutado con el aditamento de su posible visita al país en junio. Como siempre, intento leerlos y sumarme a las charlas PD. Recuerden que el domingo se entregan los premios SAG, pueden discutirlos en este espacio también. ¡Nos encontramos en breve, muchachada!