Mommy: El joven que se estrellaba contra las puertas

“Ciertamente no dormiré, solo podré soñar. Por ejemplo ayer, en el sueño, corría hacia el puente o hacia una barandilla sobre el muelle, y aferraba los tubos del teléfono que por casualidad estaban sobre el parapeto, me los llevaba al oído para pedir continuamente noticias desde el ‘Mar’, pero por teléfono no llegaba nada, sólo un canto triste, potente, sin palabras, y el fragor del mar. Probablemente comprendiera que ninguna voz humana podría encontrar un camino entre estos sonidos, pero insistía y no quería irme” – Franz Kafka (Los sueños)

*Atención: se revelan algunos detalles del argumento

PARA PAPÁ

Mi mamá iba en el asiento delantero. Yo permanecía atrás, sosteniéndole la mano a mi papá, mientras el conductor hacía un camino eterno a esa clínica. Era pleno verano y era pleno día, pero igual todo daba miedo. Poco ayudaba que el lugar estuviera tapado por los árboles, como si todo hubiese sido diseñado para un difícil acceso. Cuando lo miraba a mi papá velozmente, quería que el auto diera la vuelta y lo dejara en la puerta de su casa. Sentía que le estábamos haciendo daño. Cuando volvía a mirar con mayor detenimiento sus ojos taciturnos, quería que el auto siguiera avanzando, lo dejara en la puerta de la clínica y que todo se resolviera ahí, en esos confines, entre esas puertas y ventanas. Dejarlo allí implicaba realmente dejarlo. Ya no había espacio para las metáforas, ya que por mucho que mi cabeza necesitara seguir procesando en clave simbólica, la realidad era esa, dura y seca. Durante todo el angustiante regreso pensé que cuando uno debe soltarle la mano a una persona que sufre un padecimiento agudo, la vida ya deja de ser una sola. Por ejemplo, a mí ya no me sale relatar en prosa lineal. Mi vida, desde la enfermedad de mi papá en adelante, pasó a estar dividida en dos capítulos. Papá antes y Papá ahora. En Papá antes él era el que llegaba a casa de un viaje de trabajo siempre con algún juguete. En Papá antes él me invitaba a sentarme a la mesa para hacer maratón de películas. En Papá antes él nos llevaba a mi hermano y a mí a un parque de diversiones y participaba de esos juegos. Ese era el papá de antes. El papá partícipe. En ese recuerdo, todo se me presenta como vasto, conquistable, otoñal, juvenil. El capítulo de Papá ahora es otra cosa. Es menos abierto. La historia se achica a una casa que a mis ojos se encuentra siempre inmóvil. El papá de ahora observa las situaciones desde afuera como observaba la clínica desde la ventanilla del auto: con la mirada muerta. “¿En qué pensará?” pienso yo sobre él, en una dinámica que se convertiría en una constante en mi vida. Mis pensamientos giran sobre los suyos, no orbitan de otro modo. Una vez alguien me dijo que eso de ponerme en sus pies me hacía más humana. Quizás sí. Pero no sé si quiero sentirme más humana cuando ese pensar sobre los pensamientos de alguien me consume de a poco. En el capítulo de Papá antes tuve una charla con un amigo de entonces que me dijo que se encontraba tan deprimido que le costaba hacer girar la perilla de la puerta de su cuarto. En el capítulo de Papá antes yo escuchaba sin escuchar y, en consecuencia, la confesión de la perilla me pasó por el costado. En el capítulo de Papá ahora lo entiendo bien. Entiendo lo que implica no poder llevar a cabo una acción voluntaria cuando la voluntad está completamente drenada. Da miedo abrir una puerta y salir, entonces uno vive estrellándose contra ellas, chocando continuamente contra el paredón. Por ende, las ventanas se convierten en aliadas más efectivas (por efectivas me refiero a destructivas), porque nos contienen y también nos dan un pantallazo de lo que está sucediendo ahí afuera, como si tuvieran voz propia y nos renovaran una promesa. Las ventanas comunican, hablan: Esto es lo que pasa. Podés verlo mañana también. Pasado también. Algún día quizás te animes a ser parte. Esa falta de presión, de empuje, de sensación de urgencia, aplaca, adormece y eventualmente te arroja en un irreversible letargo. El papá de ahora piensa eso, creo. Creo que piensa que no tiene porqué salir hoy ya que siempre habrá un mañana. El papá de ahora no sabe lo que está pensando. ¿Porque qué pasa si no hay mañana?

Si mi vida en relación a mi papá (o a mi familia en general) se escinde en dos capítulos es porque uno de ellos, el primero, sucedió. Yo no me lo inventé. El capítulo que ya terminó existió. Mi deseo no es fabricar una verdad, mi deseo es conocerla. Y si mi vida se escinde en dos es también porque, como todos, vivo en un mundo maniqueo. Sueño y vigilia. Realidad y ficción. Escape y encierro. Me asombra (y me aterra) la velocidad con la que la mente puede, a través de un breve movimiento, saltar de un estado al otro. Me asombra (y me aterra) lo fácil que puede quebrarse. Porque si hay un papá de antes y un papá de ahora es porque mi papá un día se quebró en dos. Y vuelvo a la perilla de esa puerta que ese amigo no podía abrir. Y vuelvo a la ventana del auto camino a la clínica (y a la ventana de la habitación de mi papá en ella) y lo maniqueo se manifiesta mucho más gráficamente. La perilla habilita el escape pero también el encierro. En la novela de Roddy Doyle La mujer que se estrellaba contra las puertas, su protagonista, Paula Spencer, observaba su núcleo familiar del presente siempre contraponiéndolo con el del pasado. Un presente lleno de cosas triviales de las cuales se termina desprendiendo lo patológico. El pasado, ya inaprensible, se convertía en el terreno más firme para sostenerse. Eso resulta tan paradójico y esencial: acudir a aquello que sucedió porque sí, sucedió, y eso me tranquiliza para afrontar el transcurrir, lo que está sucediendo ahora. “Todas esas cosas acudían a mi memoria y todas eran verdad. Mi pasado era real. Podía apoyarme en él y no se hundiría bajo mis pies. Seguía allí. Podía empezar de nuevo. Los hombres me silbaban. Papá se reía a carcajadas”. La dialéctica de Paula no deja de ser devastadora, su lógica es tan llana como compleja: porque su papá se rió en el pasado y ella no se lo inventó, se le despierta la esperanza de que puede volver a suceder, de que esa situación doméstica mundana y plácida no está ceñida al pretérito. La esperanza nos conduce, irrevocablemente, a su contracara, al desengaño. “Yo estoy llena de esperanza, ¿está bien? No hay mucha esperanza en el mundo pero a mí me gusta pensar que todavía hay gente esperanzada (…) un mundo lleno de gente que no espera nada, eso no es mucho. No se llega lejos pensando así. Hice lo que hice porque creo que hay esperanza” le dice Die (Anne Dorval) a su amiga Kyla (Suzanne Clément) en Mommy. Xavier Dolan construye esa escena – como tantas otras – mediante un proceso que podríamos definir como tautológico. Die verbaliza su supuesto estado esperanzador rodeando siempre la palabra origen. Die tiene esperanza porque tiene esperanza. Tiene esperanza porque sí, porque es lo debido. Sin embargo, no quiere ahondar más en ella porque, de lo contrario, al profundizar en su significado, se verá obligada a reconocer que la esperanza ya no existe como tal y que su estado es de negación y no de optimismo. Momentos antes, Die había dejado a su hijo Steve (Antoine Olivier-Pilon) en un hospital psiquiátrico, desligándose de sus responsabilidades como madre, como consecuencia de una apócrifa ley de una Canadá ficticia que Dolan usa como disparador para la historia. Mommy también se mueve en dos capítulos, Mommy también es maniquea. Mommy nos presenta a Die como una mujer que se vuelve enemiga de los escépticos (“a los escépticos les demostraré que están equivocados”), entendiendo como escépticos a quienes no creen que el amor sea suficiente para salvar a una persona enferma. Dolan muestra la convivencia de Die con su hijo – con los picos propios de toda convivencia con alguien que no puede ganarle a su propia cabeza – fusionando realidad e irrealidad de manera casi letal. De este modo, su descomunal talento para los episodios musicales no solo no resultan arbitrarios (como sí quizás podemos interpretar a los de Los amores imaginarios, mientras que en la otra vereda se encuentran los de Tom à la ferme) sino que son el combustible ideal para la construcción de la fantasía.

A su postura tautológica Dolan le añade una sinestésica, combinando sensaciones contrapuestas para la creación de un nuevo sentido narrativo y visual. Dentro del plano de la fantasía, lo vemos a Steve subiendo a su tabla de skate con enormes auriculares blancos escuchando lo que parece ser una canción de rap. El espectador, por el contario, escucha “Colorblind” de los Counting Crows, una balada sobre el autoconvencimiento (“I am ready, I am ready, I am ready, I am fine”). Minutos después, Steve toma un carrito de supermercado y gira con él, para luego volver al hogar y regalarle a su mamá un collar con esa palabra tan polisémica. El collar, sabemos, es robado. Steve, sin embargo, lo niega y se violenta ante la acusación, lo cual concluye con Die encerrada tras una puerta por miedo a los golpes de su hijo. De este modo, la fantasía se quiebra. Pero Dolan no aborda la fantasía como algo que no existe sino a través de esos escasos momentos en los que Steve se abraza el mundo exterior más bucólico y menos urgente. En Mommy, fantasía es sinónimo de libertad. “Sería genial cerrar los ojos y escuchar y flotar” expresa Paula en la novela de Doyle. En Mommy, Dolan toma algunos componentes de su ópera prima Yo maté a mi madre pero desde un lado maduro, rebatiendo ese prejuicio de que una persona joven no puede estallar de experiencias y pensamientos adultos. En este sentido, Mommy se conecta con el planteo primigenio de Laurence Anyways: el amor no siempre puede salvarlo todo y los escépticos no son tales. Así como Laurence y Fred deciden despedirse porque no encuentran las herramientas para sortear el “a pesar de esto”, en Mommy ni todas las manifestaciones de amor de Die y Kyla son suficientes para salvar a Steve. Esto nos lleva de regreso a eso tan genial que tiene el acto de cerrar los ojos y flotar, expuesto en la secuencia musical de “Wonderwall” de Oasis. La frase de los hermanos Gallagher, esa que dice “’cause maybe you are gonna be the one that saves me”, acompaña el instante en el que esa suerte de nueva familia pasea por las calles de Québec a su manera. Steve, con los mismos auriculares blancos, llevando el carrito de compras y arrojando frutas a los autos, mientras sus dos madres (Dolan nunca oculta hasta qué punto Kyla ingresa a la dinámica para reajustarla como nueva figura materna, jamás como reemplazo) pedalean bicicletas intentando alcanzarlo sin éxito (todo un detalle simbólico). Allí se produce la famosa apertura del plano, que nuevamente no responde a un capricho visual de Dolan (y tampoco fallaría si así fuese) sino a esa sensación de libertad de Steve. El Steve momentáneamente vivo, sonriendo a cielo abierto, quien ya no se estrella sino que cobra vuelo (algo que se conecta con el final del film). La secuencia concluye con la realidad literalmente golpeando la puerta de Die, quien a medida que lee una demanda que hace peligrar el futuro de su hijo, se siente más y más oprimida por esa figura omnipresente del escéptico que no piensa que el amor lo conquista todo. Dolan comienza a cerrar el plano, y lo que era un viñeta casi bucólica de cotidianidad familiar de a tres pasa a ser un íntimo, oscuro y opresivo momento de una sola persona frente a una decisión ineludible. Así como Die sacaba a su hijo de un centro juvenil al comienzo del film, cuando Dido cantaba “I will go down with this ship, I won’t put my hands up and surrender” (otra balada, pero sobre el no resignarse), ahora Dolan la deja sola, expuesta a lo irreversible, sin sonido más que el de los murmullos aislados de Steve y Kyla en la cocina. Sí, sería genial cerrar los ojos y escuchar y flotar, pero no se puede vivir la vida siempre en un mismo capítulo.

Esa insistencia de la que habla Franz Kafka en la cita superior de la confesional Los sueños, esa que lo condujo a aguardar empecinado un llamado telefónico (símbolo de cura y salvación) es la misma que lo hizo definir al sueño como un estado “que descubre la verdad detrás de la cual se queda el pensamiento”. Steve abre los brazos en esos instantes en los que calma la tormenta (o en los que vive dentro de su normalidad, todo depende del ángulo bajo el que lo miremos y de hasta qué punto la normalidad no es otro concepto polisémico) mientras se sube al skate, con la misma ilusión con la que elocuentemente le dedica “Vivo per lei” a su madre en un karaoke, antes de que se quiebre un sueño más, antes de que otro episodio violento empuje a Die a la elección más compleja. ¿Dejar o abandonar? ¿Hacer “lo correcto” o bajar los brazos? Como también dice Paula en La mujer que se estrellaba contra las puertas, a veces una situación extrema no permite disociar sus componentes, todo está contaminado: “no puedo separar lo bueno de lo malo; cojo lo bueno y aparece también lo malo”. Antes de que esa decisión, de que esa internación brutal se lleve a cabo, Dolan construye la que acaso sea la mejor escena de su corta pero brillante filmografía. En una salida de picnic, Die toma un cigarrillo y los observa a Kyla y a Steve corriéndose, riendo, intentando agarrarse mutuamente en un arrebato lúdico (Dolan incluye sendos momentos de manos que intentan aprehender) mientras suena la extraordinaria composición “Experience” de Ludovico Einaudi. Los violines se tornan cada vez más intensos y casi que podemos sentir el dolor de los dedos que aprietan con fuerza las teclas del piano. Mientras tanto, vemos una sucesión de imágenes que solo residen en la fantasía de Die, en el sueño que toda madre tiene para su hijo, que toda persona que ama a otra desea para su futuro. Lo vemos a Steve terminando la secundaria, a Steve recibiendo una carta de aceptación para la facultad, a Steve presentando a su novia, a Steve siendo padre, a la hija de Steve rozando con sus pequeños dedos ese collar que dice “Mommy”, a Steve en su casamiento, a Steve brindando con Die y Kyle. A Steve feliz. La crítica que suele hacérsele a Dolan (esa que argumenta que lo suyo es mera fanfarronería del artificio) se cae a pedazos cuando entran en escena esos detalles de alguien que sabe ponerse en todos los lugares del espectro familiar. Que incluya un efímero momento de un bebé rozando el cuello de su abuela dice mucho sobre su entendimiento de los anhelos más primarios de una madre (o de esa madre), como mucho decía el final de Laurence Anyways y ese flashback que nos mostraba el inicio de una relación y su proceder más cotidiano e identificable: el intercambio de nombres, el exponer la identidad y, por ende, el deseo. El deseo en Mommy queda trunco cuando esa secuencia del falso final acaba y las imágenes dejan de estar fuera de foco. El filtro cálido da paso a la lluvia y a los pies de Steve sobre el auto del cual descenderá momentos después para ser internado a la fuerza. La secuencia está observada, en primera medida, bajo la perspectiva de Kyla, quien mira a través de la ventana del auto cómo ese adolescente es sujetado y golpeado, desprendido de una posibilidad de recuperación interna, y llora como si estuviera recordando a su propio hijo perdido (situación que la película expone con sutileza, a través de la dificultad en el lenguaje de Kyla y a través de fotos que se envuelven para una mudanza más), pero nuevamente sin poder intervenir. “Una madre no se despierta una mañana no amando a su hijo, ¿entendés? Lo único que va a pasar es que yo te ame más y más y que vos seas quien termine amándome menos, la vida funciona así” le dice Die a su hijo, en el último intercambio sincero entre ellos que Dolan filma otra vez con alguien por fuera de un espacio y con alguien dentro de otro (Steve en el auto y Die en la calle), siempre relativizando quién es el que verdaderamente está encerrado y quién es el que puede autoproclamarse libre.

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Recuerdo que antes de internar a mi papá empezaba el rodaje de mi documental. Me senté en la cocina (esa cocina donde el papá de antes se reía conmigo mientras mirábamos jugar a las perras) y le pregunté si estaba bien que me fuera, que no quería dejarlo (dejar: abandonar). Me dijo que fuera, que iba a estar bien, que eran unos meses, que nos veíamos a la vuelta. Pero casi ni me miraba. Yo hice lo que pude y quizás me equivoqué. Hice un poco como Die y le prometí tácitamente que todo iba a mejorar de aquí en adelante, aún sabiendo que sacándolo de su casa estaba cesando de desdibujar la frontera entre el sueño y la vigilia, y que estaba poniéndole una nueva puerta y una nueva ventana para ver hasta qué punto con ellas iba ser partícipe u observador. Yo quería creer que lo primero. No me gustan los absolutos, pero es difícil rebatir que con Mommy Xavier Dolan hizo su épica más indeleble sobre el querer creer, sobre tres personas que no hacen más que arrojar las manos al aire para abrazar el sueño. “Es muy tibia esta tarde de otoño, los sueños se vuelven hacia el río y levantan los brazos. ¿Por qué levantáis los brazos en vez de estrecharnos entre ellos?” se pregunta Kafka y se pregunta Steve quien, sobre el final del film, de cara a un nuevo ventanal (tan distinto al del sueño de su madre, por donde lo mira elevar la carta de la facultad al cielo), se rehúsa a la pasividad y sale él mismo al encuentro de su salvación, de su libertad, para estrechar la fantasía con fuerza (“la ventana estaba abierta y en mi fantasía inconexa cada cuarto de hora yo saltaba” soñó y documentó Kafka), mientras nuevamente la música lo acompaña, con Lana Del Rey pidiéndole a sus pies que no le fallen, que la llevan a la recta final, al colmo de lo maniqueo. Todos decidimos qué hacer con la perilla de la puerta. Todos nos abrimos, encerramos, detenemos o saltamos. Todos, claro, nacemos para morir. 

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► [ESCENA/SPOILER ALERT] Mi secuencia favorita de Mommy:

Mommy 2014 - Dream Sequence from BGT-Movie on Vimeo.

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► [DE REGALO] La banda sonora del film de Xavier Dolan:

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► [LISTA DE REPRODUCCIÓN / ANTES Y DESPUÉS (DEL CINE)] 80 canciones que resignificamos gracias a las películas; ¡que las disfruten!:

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¡BUEN MIÉRCOLES PARA TODA LA MUCHACHADA! Hoy les dejo tres consignas: 1. Explayarse sobre Mommy y sobre el cine de Xavier Dolan; 2. Para una nueva playlist, la idea es que los aportes estén vinculados a canciones que resignificaron gracias a una película o que asociarán por siempre a un determinado film; 3. Quienes quieran ponerse personales, pueden contar si han tenido experiencias con familiares enfermos y si han sabido cómo proceder al respecto; como siempre, los leo; ¡que tengan un excelente miércoles! PD. Mañana me salgo de la agenda (?) y les dejo un concurso; ¡estén atentos! ¡los veo entonces!

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Top Five: Por un instante me sentí indestructible

“You’re not perfect but you’re not your mistakes”

Kanye West 

La tercera película de Chris Rock abre con una viñeta humorística que oficia de flashforward. Andre Allen (Rock) expone, envalentonado, su teoría acerca de cómo los tiempos no cambiaron demasiado para las personas de color, incluso con Barack Obama en la presidencia de los Estados Unidos. A su lado, la periodista Chelsea Brown (Rosario Dawson) le discute su diatriba, ante lo que él decide parar un taxi en la calle para ver si efectivamente alguien va a prestarle atención. Primero uno pasa de largo corroborando dicha teoría, pero a los segundos, otro se detiene. El gag funciona en dos planos. Por un lado, en relación a la construcción básica de un chiste astuto, breve y eficaz, mediante el cual Rock habla sobre las minorías sin victimizarse, aludiendo así a quienes se colocan en esa posición estática. Por otro lado, el gag expone, en una escasa cantidad de minutos, la elección que hace el protagonista, guionista y director a largo de toda su película: poner a dos personajes entablando una suerte de ping pong verbal mientras caminan las calles de Nueva York como si estuvieran fuera de tiempo, erigiendo sus propias fugaces realidades, esquivando las embestidas de terceros. Andre es un comediante que reniega de su pasado como cara visible de una exitosa franquicia titulada Hammy The Bear, y que en simultáneo lidia con el estreno de su primera película “seria” titulada Uprize (sobre la revolución haitiana), y con su inminente casamiento con Erica (Gabrielle Union), una figura de un reality show á la E! Entertainment en el que documenta todo el proceso previo a la boda sin jamás consultar a su futuro marido. Chelsea, a su vez, es una periodista con conflictos de identidad similares a los de Andre, quien escribe por encargo artículos banales en Cosmopolitan para los que apela a un seudónimo, mientras se reserva su verdadero nombre para sus textos del New York Times. Rock establece una conexión entre Andre y Chelsea, ambos alcohólicos en una sinuosa rehabilitación, a través de un valioso giro de perspectiva. Ella no quiere escribir un perfil sobre él por su presente como estrella instalada sino por su pasado como comediante stand-up que debutó en la escuela Purchase, donde hizo un monólogo que tocó la fibra artística de esa mujer que no cree que una persona deba ser reducida a una sola cosa. Chelsea es madre, hija, escritora, fotógrafa, poeta y mujer a secas, alimentada por una visión tan amplia que le permite meterse por debajo de la cáscara de sus intereses. En este aspecto, Rock demuestra que escribir de modo autorreferencial le sale de taquito – su película no deja de ser una oda a la comedia stand-up, especialmente a quienes todavía padecen el ostracismo y que encuentran su espacio en una secuencia del film -, pero que es en la ramificación de perspectivas en donde Top Five puede lograr la transición de buena comedia a una mucho más grande y necesaria. Rock no considera a su personaje/álter ego como un hombre que halla las respuestas a sus incertezas gracias a su propia inteligencia. Por el contrario, Allen necesita de alguien que le ayude a hacer memoria.

“I’ve gotta find meaning” dice Sandy Bates (Woody Allen) en una de las más breves y elocuentes frases de Stardust Memories. Esa autoimploración concentra una enorme melancolía. Atravesamos la cotidianidad como podemos, acumulando experiencias, vínculos, decepciones y conquistas, casi sin detenernos en la pregunta de dónde está el verdadero significado de lo que nos impulsa a vivir sin darnos cuenta de que estamos viviendo. Son justamente esas motivaciones (relaciones, películas, trabajos, viajes, lo que sea) las que consiguen que se vuelva automático el acto diario de levantarnos de la cama, y son justamente esas motivaciones las que uno da por sentado, las que uno no interroga, modifica o interpela. Dónde está el verdadero sentido de lo que hago. Algo así se preguntaba ese director que quería dejar de hacer películas cómicas para darle otro final a su historia, para reescribir su obra a medida que la fuera viviendo, a medida que fuera conociendo mujeres lo suficientemente disimiles como para que esa narración sufra una imperiosa metamorfosis. Chris Rock demuestra hasta qué punto Top Five es también un homenaje a Stardust Memories no solo cuando Andre se siente exasperado por su pasado como comediante mainstream sino cuando, y como menciono al comienzo de la nota, pone al protagonista, en el transcurso de un solo día, en contacto con breves instantes donde encuentra el sentido a un presente que parece no tener valor. Así, los mejores momentos del film incluyen tanto un flashback que muestra qué condujo a Allen a mantenerse sobrio (flashback editado con una precisión y timming cómico notable), una visita espontánea a la casa de sus amigos y familiares donde se revela el porqué del título del film (todos juegan a listar sus referentes máximos del rap y el hip hop, por lo cual la oda a la comedia se expande a una oda a músicos como Tupac y Kanye) y, sobre todo, una maravillosa coda en la que Chelsea conduce a Andre al Comedy Cellar para que él se ponga a prueba al superar un miedo constante: ser gracioso estando sobrio.

Así como en Top Five sus personajes secundarios mencionan sus cinco objetos de idolatría sin prejuicios (desde The Roots hasta LL Cool J), su dupla protagónica también demuestra que nadie es una sola cosa, que Allen puede ser un alcohólico en recuperación, una estrella de Hollywood, un hombre que juega a la soga en Central Park, un hijo que ayuda económicamente a su padre, y ese joven que sabía que la comedia era lo suyo porque un grupo de estudiantes permanecía ahí, atento a su inspirada verborragia, cuando nadie más lo conocía. Top Five celebra la imperfección y celebra esos momentos impromptu donde se dispara la sensación de felicidad de una esquina a la otra (“I was happy back there” le dice Andre a Chelsea después de unos besos robados). Como diría el otro Allen, el de Stardust Memories: “I guess it was a combination of everything, the sound of the music, and the breeze, and how beautiful Dorrie looked to me and for one brief moment everything just seemed to come together perfectly and I felt happy, almost indestructible in a way. It’s funny, that simple little moment of contact moved me in a very, very profound way”. Con Top Five Rock se supera como comediante (y guionista) pero hace mucho más. Se detiene en esos minutos en los que uno sabe que está siendo afortunado, como cuando Andre abre una bolsa y encuentra un zapato que Chelsea eligió olvidar porque así se lo enseñó La Cenicienta, porque dejar algo atrás a veces es pedir que se vaya hacia adelante. “I think any relationship is not based on either compromise or maturity or perfection or any of that. It’s really based on luck. People don’t like to acknowledge that because it means a loss of control. But you really have to be lucky” asevera Sandy en el film de Woody Allen. Esa desprolijidad para vivir, eso que nos hace humanos, esa pérdida del control, esa llegada de un otro que nos vuelve indestructibles, todo eso se concentra en Top Five, una oda a todo aquello que nos salva y nos complica al mismo tiempo. Porque…¿acaso no siempre sucede así?

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► [TRAILER] El adelanto de Top Five, la nueva comedia romántica escrita, dirigida y protagonizada por Chris Rock:

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► [ESCENA] Les comparto una secuencia del film:

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¡BUEN MARTES PARA TODOS! Hoy tenemos dos consignas: 1. Por un lado, que quienes hayan visto Top Five se explayen sobre ella; 2. Por el otro, y como hacen en el film, mencionar sus Top Five de bandas y/solistas favoritos; ¡los leo! Nos reencontramos mañana con el post de Mommy de Xavier Dolan; ¡hasta entonces, muchachada!

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Laggies: Entre dos mundos

Fuente: microgroove.tumblr.com

Hoy en Cinescalas escribe: Mauro Zanier

Laggies es una película que en primera instancia nos invita por su póster, en el que vemos a Chloë Grace Moretz y Keira Knightley, dos actrices que con un registro logrado a base de sutileza y carácter, son excusas y necesidades de mucha de la cinematografía actual. Si bien ambas con diferentes resultados han atravesado y constituido su lugar en la industria a base de tanques publicitarios, tanto remakes fallidas (Carrie) como exageradamente extensas sagas comerciales (Piratas del Caribe), también han participado simultáneamente en producciones vinculadas con una visión mas autoral o de cine “arte”. Laggies es una amalgama de cine de industria de bajo presupuesto y cine independiente ya consagrado (es decir, materia prima de Sundance). En este sentido, la directora Lynn Shelton nos entrega una interesante pero eventualmente fallida mirada generacional. Maggie (Knightley) es una chica en “sus veintes” que aun no sabe qué hacer de su vida: tiene un título, tiene recursos tanto económicos como familiares, pero no tiene idea de qué hacer con ellos. En consecuencia, los que sí saben (amigos y familia) generan un vórtice a su alrededor que trata de engullirla a su vida adulta, por lo que su novio le propondrá matrimonio detonando su pasividad cotidiana. Maggie trabaja para su padre bailando con un anuncio publicitario. Maggie oscila entre la cama y el sillón de la casa familiar. Maggie ya no encaja entre sus amistades que tan naturalmente pasaron de bacanales juveniles a tener hijos con nombres extravagantes. Maggie encuentra en el casamiento de una amiga a su padre manoseándose con una mujer a escondidas.

Fuente: microgroove.tumblr.com

La directora introduce por azar el punto de fuga por el que la protagonista necesitará salir de su realidad, entonces así podrá conocer a Annika (Moretz) una adolescente de dieciséis años que se convertirá en su nueva mejor amiga. De este modo, Maggie, con su “experiencia”, acompañara a Annika en sus dilemas de novios, padres separados y bailes de preparatoria, al tiempo que ambas como hijas serán supervisadas por un divertido Sam Rockwell en el papel de Craig que alterna entre rol de padre y de novio de Maggie. Esa semana de preparación para el ingreso a la vida adulta de la protagonista se transforma en un juego activo-pasivo de situaciones que la llevarán a enfrentar a su novio, como a la decisión de qué quiere hacer realmente de su vida. Esta suerte de comedia con buenas intensiones es fallida en tanto el azar moldea lo que debería ser un proceso interno de los personajes, dado que nunca asistimos a una confrontación de su realidad per se. En cuanto a esto, el hecho de que Maggie deba enfrentar la infidelidad de su padre es abordado como una vaga excusa para que la protagonista conozca a su nueva amiga. Asimismo, la relación de Maggie con Craig, que se mueve entre una paternidad extendida y un noviazgo condescendiente, se trabaja de forma circunstancial, no se profundiza de modo que podamos asistir a un antes y un después de ambos personajes.

La pretendida ironía con la que se presenta el mundo de amigos-familia-futuro es apenas una acumulación de clichés que ni ridiculizan ni llegan a ser punzantes, por lo que la crítica no es ni social ni estética en la opción de dos grupos sociales o modelos de vida. El personaje de Maggie resulta impostado en tanto que no cuadra en el mundo del que viene, pero tampoco el mundo que pretende, por eso no suena verosímil que en un par de escenas durante el baile de preparatoria plantee la moraleja de la película, banalizada con un mero “tu puedes hacerlo”. Así, la metáfora-guía que nos propone la directora pierde fuerza y sentido.

En Laggies, nuestros personajes “animales” que buscan con diferentes naturalezas hacerse un camino en la vida, sucumben en una nueva cotidianidad más asequible, dado que nunca se los cuestiona. Como ejemplo tenemos como ni en su novio, ni en su padre, ni en su nueva pareja Maggie encuentra o atraviesa un situación o figura de autoridad, por tanto la confrontación de dos realidades no tan diferentes se vuelve un mero cambio de locación y personajes, ni siquiera la carrera de la protagonista como trabajadora social cobra o da sentido a un nuevo mundo. La directora deshecha el vinculo emocional de Annika y Maggie convirtiéndolo en un elemento circunstancial y decorativo. Las posibilidades de que ese vínculo implique un renacer se pierde en juegos de trama que licuan la propuesta. Laggies, sin brillar en su elenco, sin profundizar en una crítica generacional, sin lograr constituirse como comedia ni tampoco como drama, oscila y se acomoda por donde menos conflictos le genere a su directora y al film en sí mismo.

Por Mauro Zanier

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► [TRAILER] El adelanto de Laggies de Lynn Shelton:

Laggies Trailer from San Diego Film Festival on Vimeo.

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¡BUEN LUNES PARA TODOS! En este comienzo de semana tenemos tres consignas: 1. ¿Vieron Laggies de Lynn Shelton? ¿Concuerdan con la crítica de Mauro? 2. ¿Qué otras películas sobre conflictos generacionales los han marcado particularmente? ¿En cuáles se han visto reflejados? 3. Así como Maggie demora en concretar sus proyectos, me gustaría saber qué planes tienen ustedes que todavía aguardan su concreción; ¡los leo, como siempre! Nos reencontramos mañana con el post de Top Five; ¡Que tengan un excelente lunes! PD. Recuerden que pueden acceder a la base de datos de Cinescalas para repasar sus pendientes; el micrositio se actualiza semanalmente 😉

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—> La última vez escribió Luis Alberto Pescara López sobre… AMERICAN SNIPER

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Si alguien tuviera que ser Holden, que no sea Tobey

fuente: risaa.deviantart.com.ar

“No tiene pinta de que Holden vaya a desaparecer; el eco de su voz flota sobre los ejemplos omnipresentes de hipocresía, allí donde éstos se atreven a aparecer. Su sombra se proyecta sobre todas y cada una de las pintadas obscenas que hay garabateadas en millones de lugares públicos. Para Holden no existe abismo generacional. Es el superadolescente de ayer, de hoy y de mañana”. La descripción que hace la crítica literaria Nancy C. Ralston sobre Holden Caulfield de algún modo explica cómo la carencia de una adaptación cinematográfica de The Catcher in the Rye termina siendo, en cierta medida, irrelevante. Por muchos años, directores como Elia Kazan, Billy Wilder y Steven Spielberg convirtieron en su empresa personal el persuadir a J.D. Salinger para obtener los derechos de su única novela (a Franny and Zooey no la podemos considerar como tal). De más está decir que nunca lo lograron. La negativa de Salinger es materia prima de las más diversas especulaciones, pero acaso el disparador no haya que buscarlo en ningún otro espacio más que en la mente del propio Holden. Su espíritu antisistema, su necesidad imperiosa de rebelarse contra todo lo que sonara falso e impostado y su manifestación a favor del ahora (“¿cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es imposible”) encuentran su paralelismo en la mirada que Salinger tenía de su creación, una cuyos manuscritos llevaba consigo a todas partes, tal como ese muchacho errante que encontraba refugio en una calesita que giraba sin detenerse. Salinger se salvó momentáneamente al concebir a Holden e incluso se refería a ese joven como si realmente existiese, como si fuese su amigo y al mismo tiempo su doopelgänger literario. Por lo tanto, lo irrelevante de que Holden no exista como personaje cinematográfico está anclado en una verdad indiscutible: así como Holden se salvó de sí mismo por un rato en el final de la novela, así como Salinger se salvó por un rato gracias a Holden, muchos autores y cineastas se salvaron por un rato gracias al adolescente que se autodefinía como la antítesis de David Copperfield. La cadena, a su vez, llega a nosotros. En mi caso, me salvé leyendo tanto las palabras de Holden (“a veces hablo y actúo como si fuera más joven de lo que soy”) como las de Matías Vicuña en Mala onda (“así es el mundo: inversamente proporcional a las necesidades y deseos de uno”), como escuchando las de Oliver Tate en Submarine (“in many ways I prefer my own company, it gives me time to think”). Lo que afirma Ralston, entonces, es profundamente verdadero. La sombra de Holden se proyecta sobre el arte en todas sus dimensiones y su voz se enriquece al ser completada por otras figuras que integran esa cantera de jóvenes emblema de todos aquellos que están rotos pero en vías de recomponerse. En consecuencia, como en su momento necesitaba que Zooey fuera Franny, mi peor pesadilla cinéfila no solo sería que Tobey Maguire fuera Holden sino que directamente existiera un Holden unívoco en pantalla grande. Porque yo lo sigo prefiriendo así, casi casi como una presencia caleidoscópica, como ese superadolescente que trasciende tiempo y espacio, y que gracias a eso obtiene que su máxima plegaria sea atendida: no extrañemos tanto todo. Por su efecto en los demás y por cómo sobrevuela la literatura y el cine de manera persistente, es imposible extrañar a Holden. Lo encontramos en cada rincón, en cada calle desierta, en cada calesita imaginaria. 

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► [DE YAPA] Un excelente análisis de Edward Norton sobre The Catcher in the Rye de J.D. Salinger:

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¡BUEN MARTES PARA TODA LA MUCHACHADA! En este día, una sola consigna: ¿Cuáles son sus peores pesadillas cinéfilas? Puede ser que un director que no les guste co-dirija con uno de sus favoritos, que un actor arruine una adaptación que están esperando o lo que se imaginen; ¿algunas de esas pesadillas ya se hizo realidad?; como siempre, ¡espero sus ingeniosos aportes! El mejor va a recibir de regalo un afiche apócrifo de su película temida; por otro lado, les cuento que el blog volverá a la normalidad el lunes 20 ya que esta semana ando con algunos problemas familiares que requieren mi absoluta atención; ¡gracias por la paciencia! un saludo grande para todos y los veo la próxima semana con posts de Laggies, Mommy, concursos y otras cosas más; ¡que tengan un excelente martes!

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¿MI PEOR PESADILLA? TOBEY COMO HOLDEN…

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American Sniper: American Teledrama

Hoy en Cinescalas escribe: Luis Alberto Pescara López

“This ain’t no party, this ain’t no disco,
this ain’t no fooling around,
no time for dancing or lovey dovey,
I ain’t got time for that now”

Talkig Heads – “Life During Wartime”

Desde hace casi medio siglo uno puede elegir al Clint Eastwood que más le guste. Por un lado está el realizador humanista preocupado por entender al otro, ese que se manifiesta en grandes obras como Los imperdonables, Cartas desde Iwo Jima y Gran Torino. Pero también está el otro Eastwood, el californiano conservador que apoyó a Richard Nixon y Ronald Reagan durante sus respectivas presidencias. Todo esto desemboca en el principal problema que presenta American Sniper, y es que nadie puede hablar de ella sin mencionar su costado político. Desde su exitoso estreno, se desató en todo el mundo el debate sobre sus verdaderas intenciones. Incluso los divertidos “Honest Movie Posters” que circulan por la web la retitularon Army Recluty Video, con una leyenda señalando que los republicanos aprueban su mensaje.

Los memoriosos dicen que existió un tiempo en el que se podía hablar de una película bélica sin mencionar su costado ideológico, pero eso hoy parece imposible. Cualquier historia pródiga en banderas estadounidenses que narre las peripecias de un militar en tierras ocupadas es mirada con desconfianza inmediata. Como si fuera poco, American Sniper (aquí estrenada como El francotirador) pertenece al siempre peligroso subgénero de los filmes “basados en hechos reales”. Chris Kyle fue el más letal tirador a distancia en la historia militar de USA, con más de 160 muertes confirmadas durante su servicio. Contar la vida de alguien así plantea interesantes dilemas morales sobre cuál es el concepto de ‘héroe’ y sus implicancias. Dicho de otro modo: ¿Qué es lo que lleva a una persona a perfeccionarse en el arte de matar a otras personas, al punto de ser considerado el mejor? ¿Cuánto pesan las medallas que el gobierno te da por ello?

Sin embargo, Eastwood y su guionista Jason Hall resuelven la situación de un modo bastante didáctico. Un par de flashbacks nos muestran a Kyle como un niño criado en el típico hogar sureño conservador, entre el mundo del rodeo y la misa dominical. La etapa de entrenamiento militar también cae en los lugares comunes de decenas de películas, pero cuidándose de no llegar al nivel deshumanizador de Full Metal Jacket. Afectado por la visión del ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del 2001, el futuro héroe se convence de que el objetivo último de su cruzada en Irak es proteger a los suyos, un razonamiento que probablemente refleja lo que piensa el ciudadano promedio (norte)americano. Todos estos momentos tienen un estilo cercano al biopic made in Hallmark Channel, algo que contrasta con el nervio de las escenas bélicas.

Hay que decir es que el vigor de las secuencias de acción es notable. Uno jamás sospecha que sea un hombre de 84 años el que está detrás de cámara. El viejo Clint sigue siendo el único realizador estadounidense al que se puede calificar como clásico, pero a la vez técnicamente su cine es muy contemporáneo. Sus maestros Sergio Leone y Don Siegel se sentirían muy orgullosos de esta dualidad. La tensión de esas escenas hace suponer que si la película apostara netamente por el relato bélico quizás estaríamos ante un gran entretenimiento. Por ejemplo, durante las distintas misiones el guión plantea una subtrama vinculada a Mustafa, un francotirador sirio con el que el protagonista desarrolla una obsesión personal. Si esa historia ocupara un lugar más central quizás tendríamos una aventura a la manera de El Duelo de Joseph Conrad, dentro de un marco contemporáneo.

Por otro lado las comparaciones con The Hurt Locker son inevitables. La película de Kathryn Bigelow manejaba magistralmente el suspenso y mostraba a su personaje principal como un adicto al trabajo, por lo que el costado dramático se resolvía de una manera más creíble. El punto central no es si la actuación de Jeremy Renner es superior a la de Bradley Cooper (ambos tienen registros similares), si no que los momentos cotidianos del filme de Bigelow, aquellos en los que el protagonista se esfuerza por llevar adelante su vida lejos de la guerra, están menos atados a la estética estándar de un telefilm. De todas maneras, tratándose de dos filmes realizados sobre conflictos recientes, habrá que esperar para saber si envejecen dignamente.

Terminemos en donde empezamos ¿Puede calificarse a American Sniper como un artículo de propaganda? Hay cierta manipulación en la elección de casi no mostrar civiles iraquíes, mientras que los terroristas son retratados en toda su crueldad. Algunos podrán afirmar que así Clint Eastwood apuesta a la incorrección política, reaccionando contra tantos años de cine antibélico. Pero si vamos a hablar del costado provocador de este veterano actor y realizador es mejor quedarse con Dirty Harry, aquel policía poco apegado a las reglas que antes de ultimar al maleante de turno decía: “You’ve gotta ask yourself one question: Do I feel lucky? Well do you, punk?” Esos sí que eran héroes incorrectos.

Por Luis Alberto Pescara López

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► [ESPECIAL] Una mirada al rodaje de American Sniper:

American Sniper - The Making of from Dome.fi on Vimeo.

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¡BUEN LUNES PARA TODOS! Para este día, dos consignas: 1. Debatir American Sniper de Clint Eastwood: ¿les gustó o les pareció un retroceso en la filmografía del director? ¿Cuáles son sus films favoritos y menos favoritos de Clint? 2. También aprovechemos este post para hablar sobre cine bélico y para mencionar las películas más destacadas del género; ¡los leo muchachada! ¡Nos reencontramos mañana! ¡que comiencen bien la semana!

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—> La última vez escribió Anabella Corridoni sobre… VER CINE EN ÁFRICA

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