
Hoy en Cinescalas escribe: Javier Salas Bulacio
Vos y yo somos distintos, pero hay una acción que en nuestra diferencia nos hermana: Crecer. Vivimos en constante crecimiento, aprendizaje, madurez. Pensamos. Sentimos. Decimos. Hacemos. Y en cada una de esas acciones, hay un motor que nos impulsa, una convicción profunda muchas veces difícil de poder poner en palabras. Actuamos en consecuencia, guiados por ese valor que asumimos como aquello que entendemos correcto. Perseguimos, conscientemente o no, un estado de coherencia. Sin embargo, ese estado necesita de la mirada del otro. Una mirada que analiza, evalúa, juzga, interpela o admira según la motivación que ese otro tenga. Una mirada que cambia conforme crecemos, y que muchas veces hace que anhelemos volver a la infancia, volver a ser chicos, tan sólo por un rato. Cuando en ese juego de acciones y miradas los protagonistas son padres e hijos, estamos ante un recorrido tan complejo como entrañable. Y es precisamente en ese plano en el que podemos ubicar a Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird), gran película de 1962, basada en la novela homónima escrita por Harper Lee dos años antes, y ganadora del premio Pulitzer.
Atticus Finch es un abogado del Condado de Maycomb, Alabama. Viudo, padre de dos hijos pequeños, deberá enfrentar dos grandes desafíos. Uno, personal: educar y criar a sus hijos Jem y Scout, que crecen más rápido de lo que él quisiera, que comienzan a interpelarlo con ciertos planteos que a veces lo descolocan, pero que no dudan en defenderlo, a su modo y aún sin entender del todo, cuando comience a estar en el centro de la polémica. El otro, profesional: defender a un hombre inocente por un crimen que no cometió y que para cualquier otro abogado sería un caso perdido de antemano. Si la historia podría, a priori, parecernos algo trillada, la maestría con la que está narrada hace que se haya convertido en un apasionante clásico de la literatura norteamericana, comparable quizá con El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. Y esa diferencia la marcan dos decisiones de la autora. La primera, contarnos la historia a través de los ojos de la pequeña Scout, y entonces, a medida que crece la historia, crecemos junto a ella. La segunda, desnudar los efectos del racismo en las acciones de los hombres, elección no menor teniendo en cuenta que si bien sitúa el relato durante la Gran Depresión, el contexto en el que fue escrito y publicado, era aquel en el que la lucha por la igualdad de los derechos civiles estaba ya instalada.
► [VIDEO] Una gran escena de Matar a un ruiseñor:
Lo que vuelve heroica a la figura de Atticus Finch es precisamente su coherencia. Son sus convicciones las que lo llevan a actuar como un Quijote frente a los molinos de viento. Sabe que la defensa de ese muchacho negro acusado de violar a una joven blanca puede resultar un caso perdido, pero no puede no ofrecerle a él ese derecho de defensa. Cuando Scout le pregunte cómo sabe que no está equivocado en sus acciones, responderá: “Este caso es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia de un hombre (…) Antes de vivir con otras personas, tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno”. Y en consecuencia, Atticus piensa, siente, dice y hace. Y de esta forma va convirtiéndose en un héroe para sus hijos, pero también para nosotros. La adaptación a la pantalla suprime algunos elementos de la historia e, impulsada por el contexto en el que se realizó, elige hacer foco en esa lucha por la igualdad, realzando la figura de Atticus. De esta forma, una extraordinaria novela se transforma en una gran película, donde el guión (sólido, contundente) y las actuaciones son el punto central. Es imposible pensar en otro actor que el enorme Gregory Peck en el rol de Atticus, porque su actuación, probablemente la mejor de su carrera, es de una entrega y una sensibilidad única. Lo mismo podría decirse de una inolvidable Mary Badham, como la pequeña Scout; y hasta en un rol que no conviene develar se luce un jovencísimo Robert Duvall.

En la película hay muchas escenas inolvidables, pero particularmente siento a dos de ellas profundamente conmovedoras. Una, cuando desde su propia ingenuidad Scout, sin siquiera imaginarlo, y apelando a la dulzura de sus palabras, impide que un grupo de campesinos ataque al acusado. La otra, cuando luego de conocerse el fallo de jurado, Atticus quede solo en la sala de audiencias, bajo la atenta mirada de respeto y admiración de toda la comunidad negra, esa misma mirada que tendremos nosotros como espectadores.
Cuando sobre el final de la historia, Atticus se enfrente a un dilema que lo interpelará en sus más profundas convicciones, alguien le recordará unas palabras que él alguna vez transmitió a sus hijos: “Los ruiseñores no se dedican a otra que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor”. Y ahí radica la esencia de esta historia. En su profundo alegato por el respeto hacia el otro, hacia el más débil, al que nos puede parecer diferente. Qué sencillo y qué complejo a la vez. O acaso ya no es parte del paisaje el agravio y la descalificación hacia el otro casi como algo natural, ya sea porque se trate de un extranjero, porque asumió una determinada elección sexual, o practica cierta religión, por cuestiones raciales o simplemente porque piensa distinto. Quizá sea entonces por eso que esta historia no ha perdido ni una mínima pizca de su vigencia.

Pensar. Sentir. Decir. Actuar en consecuencia. Caerse. Volver a levantarse. Crecer. Para quienes navegamos la vida en un mar de contradicciones, la figura de Atticus, elegido por el American Film Institute como el héroe más grande del cine norteamericano, se nos agiganta. Para entender el porqué de esa elección quizá haya que detenerse en esta idea que él le dirá a su hijo: “Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”. Una simple idea, tan potente, que nos empuja a vencer nuestros miedos, y empezar a caminar.
Por Javier Salas Bulacio
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¿Vieron Matar a un ruiseñor? ¿Les gustó? ¿Leyeron la novela de Harper Lee? Por su parte, Javi pregunta: ¿Por qué cosas sienten que vale la pena “pelearla” siendo fiel a uno mismo, nunca traicionando aquello en lo que se cree? ¡Esperamos sus comentarios, muchachada! ¡Buen comienzo de semana para todos!
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—> La última vez escribió Ezequiel Saul sobre… ALGUNAS SORPRESAS QUE NOS DIO EL CINE
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