…Jeffrey Wigand.
A los dieciocho años le escribí un mail. Un mail que él respondió de manera precisa, escueta, elegante. No me sorprendió que así fuera. La imagen que había configurado de él en mi mente estaba vinculada a cierto hermetismo, y a un modo de decir las cosas tan directo como persuasivo. Le escribí después de que El informante me lo presentara como una persona imperfecta pero con una verdad para defender, más allá de esas imperfecciones, más allá de que el periodismo haya querido poner la lupa sobre su figura para encontrar lo más sucio, algo que terminara por desacreditar cualquier denuncia que saliera de su boca. Le escribí después de que Michael Mann lo siguiera por los campos de golf, de noche, con miedo; o por los pasillos de la escuela, poniendo monedas en un teléfono público para hablar con Lowell Bergman y asegurarle que él no es la clase de hombre que resiste ser mirado con un microscopio y salir limpio, pero sí uno de los que está dispuesto a sentarse en una silla a contar una verdad. Con riesgos. Poniendo en riesgo a su familia. Perdiéndola. Perdiendo lujos. Perdiendo su condición de individuo anónimo. Le escribí después de que Russell Crowe captara de Wigand esos gestos que lo hicieron quijotesco y, al mismo tiempo, alguien que se pierde en la habitación de un hotel y putea porque no puede ver a sus hijas, o porque sus hijas no pueden descifrar cuál es su misión. “¿Who are these people?” le inquiere Mike Wallace (Christopher Plummer) a Bergman (Al Pacino) luego de conocer a Wigand y su esposa. Wallace le responde: “Ordinary people under extraordinary pressure”. El informante fue (y sigue siendo) una película crucial en mi formación como crítica de cine. Una obra perfecta, mordaz, no sólo sobre el periodismo, o sobre los ideales; sino también sobre dos odiseas paralelas y bien particulares que confluyen en un mismo lugar: mantener la ética intacta (“fame has a fifteen minute half-life, infamy lasts a little longer”). Y si a los dieciocho años le escribí ese mail a Wigand no fue solo porque estaba obsesionada con cada detalle del film de Mann (como el ralenti usado cuando los personajes entran y salen de edificios opresivos), fue también porque comprendí hasta qué punto Russell Crowe estaba viviendo ese personaje en carne propia. Como cuando mira el horizonte preguntándose si vale la pena arriesgarlo todo aún con posibilidades de salir perdiendo o como cuando ingresa a un estudio de televisión y verbaliza su discurso con convicción pero con resabios de temor, ese temor que se percibe en cómo sus manos no cesan de moverse, de reflejar esos estados anímicos que se apoderaron de él y de los cuales tardó en liberarse por culpa del demonio del nerviosismo, de la intranquilidad, de la constante persecución. ♦
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► [ESCENA] El momento que más me ha quedado grabado del extraordinario film de Michael Mann:
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Otro martes, otra consigna: ¿A qué actores no pueden disociar de un determinado personaje, al punto de que verlo en otra película/serie implica inevitablemente recordar su gran papel?; como siempre, dejen sus aportes que más tarde voy a reunirlos todos en una misma galería; ¡los leo, como siempre! ¡buen martes para todos! ¡nos vemos mañana!
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[BONUS TRACK] Tarde pero seguro: el póster para Clau de Lincoln (gracias Ezequiel Saul por la imagen):
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► [GALERÍA] Los actores a los que les cuesta despegarlos de un determinado personaje (gracias por sus contribuciones 😉 ):
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