Triste papel, el de la cadena de comidas rápidas del cristiano Ronaldo McDonald’s haciendo un guiño a la política de manipulación y engaño del gobierno, como comenta Martín Lousteau. La empresa pisa el precio del BigMac intentando esconder a la revista The Economist –es decir, al mundo– el gradual encarecimeinto en dólares de la Argentina. En fin, imagino que esas complicidades con prácticas no muy democráticas deben ser habituales para poder hacer negocios en todo el planeta.
Pero favor con favor no siempre se paga. Esta semana se conoció la intención del legislador kirchnerista Cabandié de prohibir la Cajita Feliz de McDonald’s y su similar BurgerKingueano. El objetivo es evitar que nuestros niños sobre-consuman comida chatarra.
¿Tendría algún efecto favorable? Aunque lo tuviera, ¿no es violatorio de la libertad de expresión y de publicidad?
Luciano Cohan, coautor de uno de los mejores blogs económicos del país, hace un cálculo de costos y beneficios. El beneficio de la medida, según Cohan, es atenuar la carga que impone a la sociedad –por ejemplo, a su sistema de salud– la obesidad y los problemas asociados a ella. El costo de la medida es que la Cajita ahora es Infeliz: los niños pierden ese momento glorioso, casi adictivo, de elegir y recibir el juguete. Y los adultos la posibilidad de hacerles ese regalo. La solución de Cohan es razonable: que la empresa pueda vender esos juguetes, pero que vayan separados de la comida insalubre; y, suponemos, que comprar la comida insalubre no represente un descuento para la compra del juguete.
Niños y adultos podrían así tener su momento feliz sin que el consumo estuviera sesgado hacia productos menos saludables. Claro que inmediatamente desaparecería el incentivo para McDonald’s de distribuir juguetitos, porque quiere ser un lugar de venta de comidas y no una juguetería. El objetivo del muñeco es, precisamente, asociar felicidad a comida chatarra y lograr que los niños taladren a sus padres para satisfacer su pequeña adicción. “Cajita Feliz”: alguna mente brillante de una consultora internacional debe haber dado con este nombre, confesión brutal de la intención lavadora de cerebro del objeto fetiche.
Creo que Luciano Cohan se queda corto con los beneficios de la propuesta de Cabandié. Él computa solamente lo que los economistas llaman el “costo social” de la decisión privada de comprar una Cajita Feliz: el costo que impone al resto de la sociedad, por ejemplo, vía el aumento de costos médictos. El supuesto es que el costo privado, individual –en este caso, sufrir problemas por la mala alimentación– ya lo tiene en cuenta el comprador a la hora de adquirir la Cajita Feliz. Con adultos, el razonamiento tiene sentido. Con niños, lo dudo: no podemos suponer que ni ellos, y a veces ni siquiera sus padres, tienen en cuenta por completo el impacto sobre su salud. (El que no esté convencido de los “efectos colaterales” de la comida chatarra, vea la película Supersize Me!).
Es este argumento paternalista el que está detrás de las regulaciones sobre la publicidad para niños. Paternalista sobre los niños y paternalista también sobre los padres: así como el Estado obliga a los niños a ir a la escuela –lo quieran o no sus padres– también puede intentar evitar prácticas dañinas de las empresas sobre los niños aunque puedan ser, en principio, neutralizadas por sus padres. En países como los escandinavos, la publicidad dirigida a niños está directamente prohibida, y en varios otros está muy regulada. Sin llegar tan lejos como prohibir toda la publicidad para niños, sí creo que podríamos al menos discutir si la publicidad para niños de productos con efectos nocivos sobre la salud debe estar regulada. Mi impresión es que sí.
La respuesta más libertaria suele ser: dejad que los padres regulen lo que pueden y no pueden hacer sus hijos. Que no se meta el Estado. A veces los liberales, tan confiados en los individuos, depositan su confianza absoluta en la dictadura irrestricta de terceros.