Es una pena que las discusiones sobre temas como la seguridad en discotecas, la vivienda informal o el sistema de transporte vengan después y no antes que las tragedias de Cromagnon, el Parque Indoamericano y el accidente de la calle Artigas. Pero lamentablemente así es, aquí y en todo el mundo.
En la cuestión del transporte queda todo por discutir, porque en el último tiempo no se ha hecho casi nada. Escribo deliberadamente el “casi”. A nivel de la ciudad de Buenos Aires hemos visto algo: las innovaciones muy razonables aunque todavía acupunturistas del Metrobús y las bicisendas. A nivel nacional, diez años de crecimiento inclusivo nos han dado apenas tres innovaciones icónicas: el SUBE (una gran noticia, largamente esperada), la autopista Buenos Aires-Córdoba (una noticia aún mejor, y aún más largamente esperada) y dos pintorescas líneas de ferrocarril que sólo conocemos por la propaganda del Fútbol Para Todos, ya que casi nadie las usa: una entre Realicó (población: 6.700 en 2001) y Lincoln, 270km de pampa recorridos en 8 horas con salida diaria a las 2:30 de la madrugada; y otra entre Pilar (Buenos Aires) y Paso de los Toros (Uruguay) con un rodeo vía Concordia — un trayecto de 700 kilómetros a 40 km/h, que en colectivo podría hacerse en menos kilómetros, definitivamente en muchas menos horas y partiendo desde un lugar más cómodo para una mayor cantidad de gente, como la ciudad de Buenos Aires. Auguro un bajo tráfico en ambos casos.
Sería largo y muy poco popular atacar aquí a los ferrocarriles interurbanos de pasajeros, ese bellísimo anacronismo para un país extenso y con segundas ciudades relativamente pequeñas, que por lo tanto requerirían o bien frecuencias escasas o bien trenes vacíos. Es más amigable discutir si rutas de doblemano o autopistas, y dictaminar que nuestro país necesita más autopistas que las que tiene ahora. Podemos estar todos de acuerdo, aunque más no fuera pensando en la cantidad de vidas anuales que nos ahorraría una inversión más fuerte en autopistas. Para dar una idea: son más que las vidas que nos ahorraría el cese absoluto de homicidios en todo el país.
El debate, más bien, estaría en cuántas autopistas (o autovías, que pueden tener entrada de vehículos a nivel, como la Ruta 2) queremos construir y cómo hacer para construirlas. En el primer punto, está claro que ni todo ni nada pueden ser las respuestas correctas. Durante el mayor ciclo de inversión en infraestructura de transporte de nuestra historia (los ferrocarriles entre 1880 y 1914) se discutía apasionadamente si tal o cual trayecto era bueno o malo, razonable o no. Los timoratos se burlaban de los “ferrocarriles a la luna” que cruzaban los desiertos; los arrojados, como Lucio V. Mansilla, jefe de la bancada oficialista en las épocas de mayor fiebre ferrocarrilera, decían: “Ferrocarriles buenos son los que se hacen; malos los que no se hacen”. La realidad estuvo en algún lugar en medio de esas posiciones, y el nuestro fue un país bastante bien conectado por los rieles para lo que era su población.
Sin pretender dejar sentada una opinión al respecto, creo que vale el siguiente ejercicio: ¿nos parece razonable que San Luis tenga 706 kilómetros de autovías? Si la respuesta es afirmativa, considerando que San Luis representa el 2,8% del territorio nacional, le corresponderían al país 25.000 kilómetros de autovías o autopistas, contra los 4500 actuales. Y no puede argumentarse que en San Luis tienen sentido por ser un lugar de alta densidad de población: su densidad es de poco más de 5 habitantes por kilómetro cuadrado, contra 14 de todo el país, o 10 si se quita del cálculo al área metropolitana.
Otra polémica de difícil resolución es sobre quién debería hacer las obras y cómo debería financiarse. Partamos de un supuesto: el sector privado es más eficiente que el Estado sólo si tiene buenos incentivos, pero peor que el Estado si no los tiene, o los tiene malos.
Un posible incentivo para la construcción privada es el sistema de peajes: el sector privado construye y –para que el incentivo funcione– sólo puede cobrar peaje una vez terminada la obra. Cualquier libro de microeconomía básica dirá que ese es un sistema ineficiente. “Eficiente” quiere decir que ocurran las cosas cuyos beneficios totales superan a los costos totales. Si hay que pagar $30 el peaje a Mar del Plata, habrá gente que no hará ese trayecto porque lo valora un poco menos que $30. A pesar de que el costo para la sociedad de un usuario adicional de la autopista sea cero o casi cero, habrá viajes que no se harán porque se cobra un precio muy superior al costo de uso. Una consecuencia de lo anterior es que el constructor no está capturando a todos los potenciales beneficiarios de la autopista y mucho menos a los beneficios indirectos que la obra brinda. Por lo tanto, si se llamara a licitación la construcción privada de autopistas, algunas o quizás la totalidad de las socialmente deseables (aquellas cuyos beneficios para la sociedad superan a sus costos) podrían quedar desiertas.
Conocemos la alternativa de la construcción pública: no termina casi nunca; está sujeta a los vaivenes de la macroeconomía ; el constructor (el Estado) no tiene absolutamente ningún incentivo a mantener los costos bajo control, sino todo lo contrario.
En este sentido, y más allá de la delicada discusión sobre la razonabilidad de las trazas propuestas, el esquema de las llamadas “Autopistas Inteligentes” –un proyecto de ley que está en el Congreso de la Nación– trata de rescatar lo mejor del Estado y lo mejor del sector privado. El sector privado construye, pero sólo se le paga por cada tramo finalizado. La financiación no depende del uso de la autopista, porque eso equivaldría al ineficiente sistema de peajes, sino de una tasa al combustible que el Estado va incrementando a medida que se finalizan los tramos. La seguridad jurídica para el constructor está en una garantía internacional: por un precio –lógico– una institución internacional como el Banco Mundial asegura que si el constructor cumplió con su parte, el Estado debe cumplir con la suya o en su defecto será descontada de los créditos del Banco al país.
¿Tiene sentido? De nuevo, se puede discutir la traza, extremadamente ambiciosa para la Argentina de hoy, aunque no necesariamente para la Argentina de aquí a una generación, que es cuando las obras terminarían. ¿Es justo que todo los usuarios de automóviles paguen por obras que no benefician a todos por igual? Bienvenidos a las decisiones públicas: nada beneficia a todos por igual. La tasa al combustible se aproxima un poco al universo de potenciales usuarios: aquellos que adquieren el derecho de usarlas con transporte individual. Pero tampoco estaría mal la inversión de rentas generales, siempre que pudiera instrumentarse el mecanismo de garantías arriba descripto. El principio de que los ciudadanos paguen por las obras públicas en la medida exacta en que las usan es la torpe traducción de una doctrina moral a una decisión de economía política, y lleva a conclusiones igualmente torpes.
EX-POST: voy a mandarlo al diario, comentarios bienvenidos.