(Texto escrito por Juan Carlos Torre, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, el 2 de enero de 2005)
Finalmente, como lo había anticipado su oficina de prensa, el presidente habló al país por televisión el 31 de diciembre. Habló desde Calafate, adonde la tragedia del recital de Plaza Once lo encontró reunido con la familia. En su residencia se improvisó un escenario para el mensaje. El presidente habló sentado en un sillón de la sala, vestido informalmente. Las cámaras de televisión lo tomaron en un primer plano, con el rostro adusto y la mirada fija en la gran audiencia virtual que esperaba sus palabras.
Seguramente, antes de tomar la decisión de hablar, el presidente debió desechar la opinión de quienes le aconsejaban guardar silencio, aquellos que argumentaron sobre la inconveniencia de que se expusiera en medio de circunstancias de tan incierta resolución política. Por qué hablar ahora, dijeron, mejor hacerlo después, una vez que se supiera cómo la gente procesaba la terrible experiencia, una vez que se hubiese constatado cómo se las arreglaba el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, con Aníbal Ibarra a la cabeza, para cabalgar la ola de la previsible ira popular. Por qué hablar, en fin, si nada en la cadena de las responsabilidades directas de la noche aciaga en la “República de Cormagnon” lo involucraba en primera persona. Confrontado a una de las situaciones más difíciles que le todaba vivir, desde que abandonara las seguridades de la gobiernación de Santa Cruz para entrar en la Casa Rosada, el presidente optó, en definitiva, por hacer oídos sordos a los cálculos políticos de su círculo más cercano y decidió dar la cara.
Quizás en esa decisión pesó la mirada de sus hijos, capturada en el retrato de familia que las cámaras de televisión dejaron ver sobre una mesa, próxima al sillón desde donde hablaba –una mirada que evocaba la de los chicos y chicas que la trampa mortal de Plaza Once llenó de desesperación a la que él, padre como era, no podía ser indiferente. Más importante todavía, es posible que mientras maduraba su decisión comprendiera que él no era apenas Néstor Kirchner, político de clase 1950, proveniente del sur y competidor por el liderazgo del partido justicialista. Supo que él era también otro, el presidente del país. Advirtió, entonces, que ocupaba ese lugar simbólico al que la sociedad consternada y las víctimas de la tragedia en primer lugar dirigían naturalmente su atención en busca de palabras de compasión y pésame que las arroparon en un sentido de comunidad en medio de tanto desamparo, a la vista de tanto horror.
Y pidió con urgencia las cámaras de televisión en Calafate. Cuando apareció su imagen y empezó a hablar pudo observarse que no leía un texto escrito de antemano; probablemente el apuro impidió que le acercaran uno, quizás en el momento prefirió improvisar sus palabras. Como suele hacer con frecuencia en las tribunas suburbanas a las que acude escapando de los rituales y los protocolos para estar cerca del fervor popular; y de paso hacer corear su nombre por esas pequeñas muchedumbres que hace 18 meses ignoraban su existencia. Puesto a hablar con sus propios recursos fue evidente para todos algo ya sabido: su fuerte no es la frase elaborada, la fluidez de los oradores de masa. Sin embargo, en la ocasión, su retórica bastante rústica le dio un aire más genuino a sus palabras, hizo más verosímil su confesión, cuando dijo que hablaba desde su corazón de argentino y de padre y que, a la distancia, extendía sus brazos para rodear y contener con ellos a los seguidores de “Callejeros” y sus familiares y hacerles saber que su dolor era el dolor del país.
Porque era precisamente eso lo que tantos esperaban del presidente ese 31 de diciembre. En la hora de la desolación, no hacemos una pausa para investigar cuánta sinceridad hay en las palabras de condolencia que recibimos: las buscamos de donde vengan y nos aferramos a ellas para sentirnos acompañados en el sufrimiento, que es en ese momento y frente a lo irreparable lo único que nos queda. Por lo tanto, no hay pretextos que valgan para privar de ellas a los que han perdido un ser querido o han contemplado de cerca la muerte. El presidente comprendió bien todo esto cuando tomó la decisión de hablar. Al hacerlo y pronunciar las palabras de condolencia, dichas por él, éstas resonaron auténticas. No sólo porque en algún pasaje de su discurso pareció que se le quebrara la voz. Él es un hombre que no oculta sus sentimientos y el cargo no lo ha cambiado. Hay en sus gestos en público una conmovedora transparencia, que hace visible la distancia entre la persona y el rol que otros, en ese mismo lugar, procuran achicar disciplinando sus reflejos, dominando sus emociones. En cambio, él es, a las vista de todos, afectuoso y cordial, con más frecuencia, enojado y pendenciero.
Esa forma de ser y de expresarse jugó, precisamente, un papel importante en el primero y más relevante de sus logros, la restauración de la autoridad presidencial con iniciativas contundentes, enfrentando a poderosas presiones. La opinión del país, aliviada al ver por fin un timonel en la nave del gobierno, le retribuyó con altos índices de popularidad. Fueron esas credenciales políticas las que también contribuyeron a tornar auténticas sus palabras. Sobre todo cuando después de manifestar su pesar dio un paso más y se comprometió a promover la búsqueda y el castigo de los responsables de la tragedia. Viniendo de alguien que había hecho de la lucha contra la impunidad una bandera insignia de su gestión de gobierno, ese compromiso, además de auténtico, resultó creíble. Y lo fue más aún cuando, ya en el tramo final de su improvisado discurso y en sintonía con un diagnóstico ampliamente compartido, dijo que lo ocurrido en Plaza Once había puesto en evidencia la falta de Estado en Argentina. Para, enseguida, agregar que dedicaría sus mejores esfuerzos a la construcción de un Estado que limite y sancione los abusos de los intereses privados, el desempeño negligente y, al final, corrupto de los funcionarios encargados de velar por el bien público y, también, las conductas de riesgo de los ciudadanos para con sus semejantes.
Pero el 31 de diciembre esas palabras no fueron dichas. La imagen del presidente no apareció en las pantallas de televisión. Néstor Kirchner no quiso, no pudo o no supo estar a la altura de las circunstancias. Esta vez, dejó plantados a los argentinos.