Vueltos de vacaciones, salimos a correr, un poco para ponernos en forma para la temporada futbolística, un poco para ver cómo anda ese castigado tendón de Aquiles.
Mal. Tras doscientos metros, ya duele. Los médicos le llaman tendinosis, yo le llamo envejecimiento.
Recordé entonces uno de los libros que nos acompaño este verano, Born To Run de Christopher McDougall. El autor busca en unos cañones remotos del desierto mexicano a una tribu misteriosamente capaz de correr largas distancias más rápido que nadie, los Tarahumara. En el proceso de descubrir el secreto de los Tarahuamara, y de participar casi sin quererlo en la organización de un desafío entre la mítica tribu y los ultramaratonistas más famosos de Estados Unidos (desafío que se sigue repitiendo; los interesados pueden presentarse en la estación de ómnibus de Mazatlán el 25 de febrero), el libro de McDougall viene –como todo buen non-fiction– con una teoría.
La gran ventaja evolutiva del ser humano, según le explican a McDougall, es su capacidad para correr largas distancias. En el lenguaje de Darwin-For-Dummies: ¿para qué nos bajamos de los árboles y nos volvimos bípedos? ¿Qué ventaja pudo tener sacrificar dos extremidades, que nuestros predadores y nuestras presas sí usaban (y usan) para corrernos o para escaparse de nosotros? El ser humano compensó por esa menor velocidad con una mayor resistencia, en parte como resultado de una capacidad bastante única: la poder respirar a un ritmo independiente del ritmo al que se corre, que en todos los cuadrúpedos están en sincronía.
Las presas de los primeros humanoides podían ser víctimas de la “caza por persistencia”: sí, el venado corría más rápido, pero tenía menos aguante. Sólo había que perseguirlo hasta que se cansara. (Nota mía: no me convence; mi intuición es que las manos libres eran útiles por otro motivo, y muy anterior al diseño de herramientas: la maravillosa arma ofensiva-defensiva consistente en el lanzamiento de piedras).
Un corolario de esa esencia corredora del ser humano es que nuestro cuerpo está perfectamente diseñado para ello, por la implacable e inconsciente selección natural: el que no corría, moría; el que tenía una deformidad genética que azarosamente lo llevaba a correr mejor, sobrevivía, se reproducía y transmitía esa deformidad (repentinamente llamada “virtud”) a la generación siguiente.
Esa sucesión dio lugar, según McDougall, a un diseño perfecto de nuestras extremidades, incluido nuestro pie, para correr. El uso de superzapatillas de correr ignoró todas esas ventajas evolutivas, y a cambio de permitirnos pasos más saltarines y veloces, nos arruinó los pies: desde los años 70, cuando se popularizaron las zapatillas para correr, aumentó mucho la incidencia de lesiones. En particular, las lesiones del talón. Corriendo descalzo, instintivamente el pie se apoya más adelante y en los costados, y los pasos son más cortos. Corriendo con Nike YouNameIt, se dan golpes fuertes con el talón, en la ilusión de que ese par de centímetros de colchón de agua protege a tu talón de todo. Y el talón quizás es innecesario: la pierna ortopédica de Pistorius no lo tiene.
Solución: correr descalzo. Problemas: las superficies duras fabricadas por el ser humano; las plantas del pie blandas, no curtidas por años de andar en patas sino malcriadas por esos guantes para pie que llamamos calzado.
Deprimido tras esos doscientos metros en zapatillas, decidí probar. Las escondí en un arbusto del Rosedal. Pasos cortos, apoyo adelante y al costado. No hacía falta repetírmelo: el cuerpo lo pedía solo. Volví a imaginar a los Tarahumara en el desierto en su carrera eterna y misteriosa. De Aquiles ya me había olvidado.