La paz kicillofeana (ese otoño que ya concluye de estabilidad y atraso cambiarios, inflación de treintipico y recesión) me dio el respiro que necesitaba para encarar la lectura de mi Piketty. Su libro, El Capital — En el Siglo XXI, es el fenómeno de mayor multiplicación mediática e internética desde las selfies de los Oscars.
Un personaje este Thomas Piketty (con acento francés, en la última sílaba). El Capital… está salpicado de información autobiográfica, que con neutralidad podría resumirse aproximadamente así: “Soy francés, estudié un poco en Estados Unidos, era brillante y podría haberme quedado a enseñar ahí pero no me interesaba ese país en el que los economistas se dedican a detalles matemáticos y justifican enormes brechas de ingresos para legitimar sus altos salarios –cosa especialmente cierta entre profesores inmigrantes– así que me volví a París, a la París de la escuela de los Annales, de los Febvre y los Braudel, científicos sociales que admiro mucho más que a cualquier norteamericano. Y no me moví de París desde entonces, porque ahí soy feliz a pesar de que los departamentos cuestan mucha plata, por culpa de los capitalistas cada vez más ricos…”
Los capitalistas son cada vez más ricos. Ahí una de las virtudes de Piketty para el mercado editorial. Un académico respetado está explicando con rigor que el capitalismo conduce fatalmente, por un par de “leyes fundamentales”, a una concentración de la riqueza y el ingreso cada vez mayor en manos de los capitalistas. El homenaje obvio a Marx en el título no es una casualidad.
El libro de Piketty completa un conjunto de obras de los últimos años con que los economistas retornan, con éxito editorial, a las tres grandes preguntas de la economía, dejando a un lado por un rato las curiosidades algo ñoñas de la freakonomía. La obra de Piketty intenta responder la gran pregunta de la distribución de la riqueza, como el libro de hace un par de años “Por qué fracasan las naciones” de Acemoglu y Robinson formulaba una hipótesis buena o mala sobre las causas del crecimiento económico; y el blog de Krugman (una monumental obra transmitida en vivo) es el símbolo de la vuelta de la profesión a la pregunta sobre el pleno empleo.
El Capital… es economía de la que le gusta a la gente, esto es, escrita en inglés (próximamente en castellano), no en complejas ecuaciones matemáticas. Tiene incluso referencias a Jane Austen y Balzac (bastante largas y aburridas) para ejemplificar a las aristocracias decimonómicas británica y francesa e incluso (de pie, señores) a la película Titanic para ejemplificar el caso norteamericano. Anteúltima virtud: Piketty hace un culto de los datos, con un trabajo empírico monumental que abarca siglos y regiones.
Finalmente: Piketty tiene una explicación para el fenómeno que observa de aumento de la desigualdad en países ricos, y esa explicación comparte los rasgos de las ideas más influyentes en la historia de la economía, como las de Smith, Ricardo, Malthus o Keynes (con algunas de las cuales compara la suya): es simple, no es obvia y es relevante.
El fenómeno a explicar es la creciente concentración del ingreso en el mundo desarrollado especialmente a partir de los años 70, como prolegómeno de lo que puede ser la tendencia de distribución del ingreso a lo largo de este siglo. La explicación: la riqueza (en esencia, el capital físico de una economía) crece según el rendimiento del capital (“r”). Si “r” es mayor que “g” (la tasa a la que crece la economía), el capital será cada vez más importante como proporción de la economía. Y si el capital es cada vez más importante en relación al producto, el ingreso de los capitalistas (que es, precisamente, el rendimiento “r” que se obtiene del stock de capital) será una porción cada vez mayor de esa torta que es el ingreso total. En palabras de Piketty: “La Fuerza Fundamental de la Divergencia: r > g”.
¿No se entendió? Yo tampoco. Un problema con la tesis de Piketty es que, como la de Malthus, parece estar mal. El rendimiento al capital no es el aumento del stock de capital. Como sabe usted, lector, si vive de rentas, su capital del año que viene sólo será mayor que el de este año en la medida en que ahorre una parte de la renta de ese capital; y su capital crecerá más que el PBI sólo si la fracción ahorrada del rendimiento del capital –es decir, una vez restada la parte consumida- es mayor al crecimiento económico. Por ejemplo: si su único ingreso anual consiste en un rendimiento anual (“r”) de 4% sobre un capital de 1.000.000 de dólares (40.000 dólares) y consume 30.000 dólares anuales, el año que viene tendrá 1.010.000 dólares, un 1% más. Si “g”, la tasa de crecimiento, es 2%, se cumple que “r>g”, pero usted de todos modos será un capitalista en decadencia, en comparación con el tamaño de la economía.
Podría argumentarse: “pero el capital crece más de lo que crece el capital de los originalmente capitalistas: también puede ahorrarse el ingreso del trabajo, que también se suma al capital de la economía”. La “fuerza fundamental de la divergencia” perdería ahí parte su potencia regresiva (los trabajadores se están convirtiendo en capitalistas) pero de todos modos tampoco en esa interpretación es cierto que r>g implica un mayor predominio del capital. De un año a otro, se suma al stock de capital la proporción s.Y, donde Y es el ingreso y s la tasa de ahorro (neta de depreciación) de la economía. Es decir que el capital crece a una tasa igual a s.Y/K si K es el stock de capital. Si ese factor s.Y/K es mayor que g el capital estará aumentando más que el producto; y, suponiendo r constante (algo que Piketty considera una razonable aproximación) los ingresos de los capitalistas (iguales a r.K), estarían creciendo más que el producto. La desigualdad, pasando factores de un lado a otro, puede escribirse como s/g > k donde k=K/Y es el cociente capital/producto.
Nótese que aquí la tasa de retorno r no juega ningún papel. La economía se hace más capital intensiva si y sólo si la relación entre su tasa de ahorro y su tasa de crecimiento es más alta que la relación entre su capital y su producto. Esta, if any, sería la “ley fundamental de la divergencia”. El problema es que nunca se puede cumplir eternamente: si el ratio s/g es más alto que k, entonces k va a crecer. Con lo cual al año siguiente k va a ser más alto, y será más difícil que s/g lo supere. En algún punto se llegará a un “ratio de equilibrio” entre el capital y el producto y (si la tasa de interés es constante) a una distribución del ingreso entre trabajo y capital más o menos constante. La evolución de k durante el siglo XX (caída en los años terribles 1914-1950, recuperación desde entonces) puede entenderse como el resultado de una destrucción de capital en las guerras. La vuelta al predominio del capital con el correr de las décadas de posguerra era una consecuencia natural para cualquier valor más o menos habitual de s y g. Nada de qué preocuparse.
Los datos de Piketty muestran que en los últimos 200 años la participación del capital en el ingreso francés giró, con idas y venidas, alrededor de 30%, a pesar de que casi todo el tiempo se cumplió la “ley fundamental de r>g”. Es decir: como su idea es errada, pronostica un fenómeno inexistente. Su tesis de predominio del capital debería superar, adicionalmente, el escollo de que cuando el capital abunda tiende a bajar su rendimiento; del mismo modo que cuando se vuelve escaso, como ocurre tras las guerras, su rentabilidad tiende a subir.
Claro que en los últimos treinta años la distribución del ingreso en el mundo desarrollado empeoró, pero (como Piketty mismo argumenta) tuvo mucho más que ver el aumento de las desigualdades entre trabajadores. Aquí el aporte de su libro es sólido empíricamente, pero ya no hay una teoría original que tenga gracia. Ese fenómeno, muy reconocido hace tiempo, tenía ya sus hipótesis explicativas, algunas de ellas compartidas y en parte elaboradas por Piketty (como el ascenso de los “supermanagers”, particularmente incentivados a aumentarse ellos mismos sus remuneraciones cuando las bajas impositivas les permitían quedarse con el 60% y no con el 10% o el 5% de aquellas épocas en la que los Beatles cantaban “I’m the taxman, one for you, nineteen for me”); otras relativizadas por Piketty (el impacto desigual del cambio tecnológico, o digitial divide entre trabajadores capacitados y no capacitados para usar las nuevas tecnologías) y otras que sencillamente ignora: una predicción elemental de la economía tradicional es que en un mundo globalizado los salarios de los países ricos y los de los países pobres tienden a converger a un punto intermedio. Si India entra al mercado internacional, su abundancia de trabajadores no calificados le permite producir más barato particularmente los productos que usan intensivamente ese recurso (hace años o siglos, la industria textil; hoy, el montaje de electrónicos); las insutrias trabajo-intensivas del mundo desarrollado sufren esa caída y demandan menos empleo no calificado, lo cual contribuye a la desigualdad salarial en el Norte rico.
En el centro del cuadro sombrío aunque equívoco que pinta Piketty están las sociedades maduras de bajo crecimiento. Francia y los otros alpinos son las economías relevantes con menos crecimiento desde la caída del muro. Piketty dedica apenas un par de pinceladas marginales a “ellos”, los emergentes, sosteniendo al pasar que para 2050 todo el mundo salvo África subsahariana y Asia del Sur tendrá un nivel de ingreso similar al de los países más ricos. Si eso forma parte de una distopía, el capitalismo goza de una salud razonable.