Francesco tiene solo dos fotos oficiales que dan vueltas por toda la Roma que me hospeda por estos días: esas imágenes lo muestra más contemplativo en una de las postales, y más sonriente en la otra. Pero, en el imaginario popular, la huella más fresca e inequívoca que dejó hasta ahora lo revela como el Papa que abraza… con los brazos -como hizo esta mañana en el encuentro que mantuvo con los periodistas- o con las palabras, como lo demostró en cada una de sus comentadísimas apariciones públicas.
“Si es así como se muestra, y de verdad logra algo de lo que es con la Iglesia, nos espera algo grande”, me dijo este sábado un mozo en Piazza Navona, sin sospechar siquiera que yo fuera argentino. Esto lo tengo que aclarar porque desde el “habemus Papam”, el solo hecho de haber nacido en esta tierra promueve reacciones en italianos y extranjeros por igual, que van desde la felicitación por portación de nacionalidad hasta el pedido de fotos y notas. No hay, por estas horas, para un argentino de ley, un mejor lugar para aumentar la autoestima patriótica que la Plaza de San Pedro, donde nadie ya parece acordarse de los remanidos chistes que suelen hacernos los españoles sobre la desproporcionada estatura de nuestro ego, ni de los gritos etílicos sobre el estigma del “Don’t cry for me Argentina” que muchos de los británicos se les cae de la cabeza cuando quieren hacer contacto con ciudadanos de nuestro país.
Desde el atardecer del miércoles, algunos de esos lugares comunes fueron, al menos, desplazados y postergados por la fuerza de un nuevo escenario que aún cuesta asumir y comprender en toda su dimensión. Hoy, gracias a la irrupción papal, la bandera argentina pasó a engalanar muchos negocios y a transformarse en uno de los souvenirs más preciados en Roma. Y la curiosidad por tener alguna idea algo más acabada sobre el barrio de Flores y el club San Lorenzo de Almagro hizo viajar a una multitud de corresponsales extranjeros a Buenos Aires, según se puede observar en cualquier arresto de zapping por la televisión italiana.
Sin embargo, y más allá de la disparada del “rating” argentino en el reparto de la atención mundial, el Papa gana cada vez mayor protagonismo gracias, en buena parte, a su inmenso arsenal gestual. Esta mañana, mientras navegaba en el mar de periodistas congregados en el centro de conferencias Paulo VI, de la Santa Sede, pude comprobar que no pasaron inadvertidos los persistentes reclamos sobre un “acercamiento” entre el Vaticano y el resto del mundo. “El Papa pobre” que pide una Iglesia de idéntica condición, fue aclamado por mis colegas -generalmente impasibles- que se luego se deshicieron en exclamaciones de admiración ante la espontaneidad demostrada en su discurso y, sobre todo, en su saludo final, mucho más poblado de abrazos y palmadas que de besos con destino del Anillo del Pescador.
Mientras esa calidez se hacía sentir en el auditorio, yo extrañé la falta de música de fondo para la ceremonia, algo tan típico en las celebraciones argentinas. A mí, por lo pronto, me pareció que aquella de la Iglesia, llamada “Como Cristo nos amó” que decía, en referencia a Jesús (“el conoce la pobreza y el dolor”) es, hoy por hoy, la más indicada. Y ustedes… ¿qué canción le hubiesen puesto “a este gran argentino / que se supo conquistar / a la Plaza de San Pedro / predicando austeridad”?