Siempre resulta curioso ver como un hombre común se convierte en una celebridad, y como una vez muerto su mito lo trasciende y lo devuelve al imaginario colectivo transformado en una especie de “proto-hombre”, en este caso, un amante vigoroso, o mejor dicho un fornicador compulsivo e improbable.
Algunas biografías (lógicamente, no autorizadas, pues el sujeto obitó) se han ocupado de inflar la masculinidad de John Fiztgerald Kennedy atribuyéndole una vida sexual casi de ciencia ficción, y que ahora está bajo tela de juicio: una cosa es ser un buen amante y otra muy distinta ser un sexópata…¿o me equivoco?
En su libro (de pronta aparición) Un adultero americano, el médico y escritor Jed Mercurio sostiene que pese a sufrir de flojedad de vientre y otros males crónicos, el ex presidente de los Estados Unidos no podía pasar tres días sin tener sexo y que era adicto a los “rapiditos”.
El autor describe al hombre más relevante de Camelot como “un enfermo crónico al que a los 30 años le diagnosticaron la enfermedad de Addison y que, si no hubiera sido asesinado a los 46, difícilmente hubiera alcanzado los 60”.
Aún así, debilucho y todo, parece que a JFK nunca le importó demasiado con quién lo hacía, mucho menos demostró sensibilidad hacia el placer ajeno. El mismo se lo reconoció al que fuera primer ministro británico Harold McMillan: “tengo terribles dolores de cabeza si estoy más de tres días sin una mujer”. Para evacuar las ganas repentinas, escribe Mercurio, tenía siempre a mano una becaria de la Casa Blanca, alguna secretaria abnegada, amiga o estrellita en ascenso (ver algunas imágenes más abajo) y- aunque el libro está novelado pero basado en documentación fehaciente – asegura que Kennedy no sentía nada de culpa al ponerle cuernos a la pobre Jackie, que de pobre no tenía nada, por cierto.
Lo suyo, lo de él, era una cuestión “higiénica”, aunque quiero imaginar que Marilyn Monroe, y la misma Jackie, fueron algo más que sexo exprés en su vida. Si no es así, fue el tonto más tonto de la historia.