Por Julieta Bilik (*)
Para contar esto tan cotidiano que hago hace un poco más de tres meses me tengo que retrotraer a una mañana de jueves en la que me levanto con el tiempo justo. Quince minutos para terminar de preparar todo y salir corriendo, caminando rápido si nos podemos literales, al consultorio psicológico.
Preparar todo es asegurarme que en la mochila estén mis relucientes nuevas zapatillas de correr. Bellas, muy bellas ellas, son violetas con destacados en amarillo. Como no tengo tarjeta fui a comprarlas con mi mamá y todavía estoy pagando las cuotas sucesivas, licuando el precio con kilómetros y kilómetros de uso. Como los autos, las zapatillas de un corredor aumentan su prestigio y valor no comercial a la par que crece su kilometraje. Y mucho más renombre adquieren si, por ejemplo, participan en carreras internacionales o sobreviven a desafíos ultramaratónicos de montaña. Las zapatillas son a la vez el identikit del corredor y su más fiel aliado. Necesarias compañeras de ruta.
Volviendo al temita de la mochila; no puede faltar mi calza negra de lycra y esa bendita remera de fibrana. Los maratonistas podrían clasificarse de acuerdo a la cantidad de remeras que tengan en el placard. En cada carrera, parte del premio siempre es una remera. Gracias a ella, uno puede saber si tal o cual con el que se cruzó en un entrenamiento por Palermo corrió la mítica Media Maratón de Buenos Aires 2010, es acaso uno de esos corredores de aventura que viajó a Patagonia Run 2011 o un amateur que siempre empieza por las carreras de causas solidarias que organizan grandes marcas de pañales o alimentos para perros. La remeras son entonces identificatorias no sólo de la perseverancia del corredor, sino también de su perfil y sus preferencias. Colaboran con el des-prejuicio informando, dando cuenta y simbolizando quién es quién cuando hablamos de correr. Yo, que empecé a correr hace poco más de tres meses, tengo varias remeras heredadas que deben confundir a los corredores que me cruzo por Palermo. Prejuicio al desprejuicio. Pero sigamos con la descripción.
La mochila por fin está completa y el día, que es básicamente correr, a punto de comenzar. Del consultorio psicológico a la redacción de la revista. Y cuando llegan las dos de la tarde almorzar con mis compañeros y rajar para la oficina. Y otro vez lo mismo, el saludo de rutina: “Hola, hola, ¿cómo andan? ¡Hace un calor afuera! Está pesado pero llegué rápido, no había mucho tráfico. ¿Quieren tomar algo?”. Yo me quiero tomar un tranquilin, pero me siento a trabajar. Como son pocas horas laborales tengo que trabajar rápido. A correr en la oficina entonces. Correr trabajando para ganar plata y acumular electrodomésticos, experiencia laboral, kilómetros de horas frente a la PC. Básicamente eso. El sinsentido de dejarse extraer la plusvalía para comprar deudas en cuotas y no dejar de trabajar nunca más. Entregarse eternamente.
Empieza a oscurecer y por fin se acerca la corrida real: cincuenta y cinco minutos en los lagos de Palermo con los compañeros de entrenamiento. Pero caigo en la cuenta que todavía falta esa media hora de caminata intensa, que va desde la puerta de la oficina hasta el estacionamiento enfrente del golf. Con los últimos cartuchos que deja el día me decido a emprenderla. Ni un minuto más de las siete de la tarde para rajar del laburo. ¡1,2,3 YA! Ponerme la campera, apagar todas las luces, bajar las escaleras y a correr por la ciudad que oscurece.
Como toda caminata urbana incluye varios obstáculos. Cochecitos de bebé, vías de tren que con las barreras bajas consiguen demorarme, bocinazos, veredas rotas, cacas de perro, bondis, cataratas de adolescentes escolarizados y gente, mucha gente. Mi ritmo es acelerado y continuo. Cada tanto me detengo ante algún semáforo en rojo pero alerta sigo marchando. Alguna bocina me altera los nervios destrozados porque el tiempo apremia. Son treinta minutos exactos caminando rápido o si no se me hace tarde. Siempre llego con lo justo, la ropa de trabajo, ese calorcito que emana el cuerpo en movimiento y los cachetes colorados. Mis compañeros de team todos muy relajados porque han llegado en sus coches con tiempo suficiente me reciben con cara de “¿y a vos qué te pasa? ¿quién te apura?”. Pero bueno, soy joven y como no tengo auto tengo, dos piernas afiladas de las que prefiero hacer uso antes que esperar el bondi, viajar apretada, soportar el tráfico y el tiempo estancado en el embotellamiento, la asfixia de la hora pico y mis ganas de que alguien abra la ventana para tirarme de cabeza y sentir el aire fresco. Entonces elijo caminar corriendo, depender sólo de mis piernas y llegar con el corazón levemente agitado. Total está por empezar la corrida final que es básicamente correr por correr y que no me importe nada más. Poner un pie delante de otro y sentir como el cuerpo avanza porqué sí, porque su inercia es el movimiento. Correr sin reloj, sin tiempo. Correr pero no necesitar llegar temprano a ningún lugar, ni querer esconderse de alguien o sentir miedo ante algo. Correr mientras llueve, hace frío, cuando estoy triste o me duele la panza. Entonces seguir corriendo y que eso no importe, porque total estoy corriendo, alejándome de todo.
Correr escribiendo ideas, porque parece que correr y escribir son una buena combinación. Juntas, pero no revueltas, me permiten deshacerme de la inercia del cuerpo y de la mente. Porque para seguir la zanahoria de las ideas y escribirlas, necesito el cuerpo calmo, despojado de la energía excedente. Pasión por correr, y que eso quede escrito.
(*) Julieta Bilik, 27 años
Es miembro desde julio de 2012 de Clara Serino – Pasión por Correr Running Team
Buen fin de semana para todos…