
Por Daniel Arcucci (*)
Arrancamos con nieve en Central Park y terminamos con sol en Wall Street. Cuando repaso los 21 kilómetros de Nueva York –o la #nychalf13, que corrí el pasado domingo 17 de marzo- esa imagen me vuelve a la mente, y al cuerpo, todo el tiempo. Es la mejor síntesis de una experiencia en la que las calles de esa incomparable ciudad parecieron moverse bajo mis píes, para impulsarlos, liberándolos de todo cansancio, al mismo tiempo que los pulmones se llenaba de un aire fresco, renovador.
Correr esta carrera fue cumplir un sueño, pero más que sensación de línea de llegada, me ha dejado impulso de línea de partida.
Un mail con una oferta de descuento en pasajes para viajar a maratones en algún lugar del mundo, había reactivado la idea de un viaje con mis hijas, Malena y Martina. Poco antes del Año Nuevo, y con el calendario runner en la mano, puse la fecha. No podía siquiera imaginar, por entonces, que la semana que había elegido para alejarme del mundo (paradójicamente, yendo hacia uno de los centros urbanos del planeta) se iba a transformar en un tiempo históricamente inolvidable. Pasó de todo. Entre otras cosas, Messi dio otro paso hacia la inmortalidad futbolística al protagonizar la famosa remontada del Barcelona ante el Milan y un argentino ¡fue elegido Papa!
No fue fácil para mí asimilar el hecho de no estar en la trinchera periodística. Pero, ya sin margen de maniobra, nada fue más importante para mí que perderme caminando por las calles de Nueva York con mis hijas, durante un par de días, usando los raids de paseo y de shopping como si entrenamientos fueran, y nada fue más emocionante que encontrarme corriendo por esas mismas calles, solo aunque acompañado por miles, por poco menos de dos horas.
Desde el muy neoyorquino departamento que fue nuestra casa durante una semana –ubicado en el 225 de la 10 Av., en la esquina con 25 St., 4°F, sin ascensor- partí hacia el Central Park, en taxi, exactamente a las 6 de la mañana del domingo indicado. Un día antes había hecho el simulacro, para comprobar en cuerpo y alma que el frío era perfectamente soportable con una remera térmica de mangas largas, un buzo liviano, la camiseta oficial de la carrera (of course), calzas, gorro y guantes. Poco más de quince minutos demoré en llegar hasta la 5 Av. East y la 69 St., por donde debía acceder al gran pulmón verde de la ciudad. Apenas bajé del taxi típicamente amarillo, comprobé que los 0° de la puerta de mi departamento, en Chelsea, eran -3° medio centenar de cuadras más arriba. También vi los jardines del parque brillando de blanco nieve a la luz de la luna, todavía dominante. Caminé por los caminos serpenteantes rumbo a mi corral, el verde, reservado a los inscriptos entre los números 6000 y 6999, con un ritmo aproximado y estimado de carrera de 5 minutos por kilómetro. Comprobé que era uno de los pocos que lucía la camiseta gris de la carrera, ya con el N° 6707 bien abrochado con los tradicionales alfileres. Conmigo, como hormigas, caminaban corredores de las más variadas nacionalidades y vestidos de las más variadas maneras. Los había muy abrigados, de esos que escucharon el consejo “llevate mucha ropa usada, que después se deja para la beneficiencia, antes de la largada”, y los había, sí, en musculosa y pantaloncitos cortos. Estos últimos tiritaban, pero se la bancaban.
Cuando llegué al lado Oeste del parque, todavía no había amanecido y, mirando hacia el Sur, se distinguía el inconfundible perfil neoyorquino. Faltaba una hora para el comienzo de la carrera, previsto a las 7.30 de la mañana.
La largada fue puntualísima. Pero sólo a las 6 minutos de la salida pasé por debajo del arco. A esa altura, el keniata Wilson Kipsang, medallista de bronce en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, y la keniata Caroline Rotich, ya volaban hacia la victoria, que consumarían en 1h1m2s y 1h9m9s, respectivamente y por la que cobrarían US$ 20.000 cada uno.
Lejos estaba de alcanzarlos y de pensar en ellos, fascinado con el blanco que me rodeaba, al encarar el Central Park hacia el norte, por las colinas que me exigían y por el tapatap-tapatap-tapatap de las zapatillas contra el piso, que sonaban como jazz. Ya era de día y el frío chocaba contra el calor que el cuerpo empezaba a emanar.
Las subidas, lejos de convertirse en un obstáculo, me impulsaba a afrontarlas con zancadas que no sentía. Sí, sentía el aliento desconocido y ese “¡Woowoowoouuu!” tan americano, que suele ser irritante y sonaba, en cambio, gratificante.

El primer cartel indicador que apareció fue el de la milla, a los 8 minutos de carrera neta. Ya fue una referencia. Antes que lo necesitara, a esa altura, apareció el primer puesto de hidratación, servicio que se repetiría una docena de veces a la largo de la carrera, y cuando me quise dar cuenta, todavía ni agitado, ya estaba girando hacia el sur, en bajada, por los caminos más al Oeste del parque, después de recorrer perpendicularmente el del Norte, con la 110 St. y el perfil de Harlem visto con el rabillo de mi ojo derecho. Bajé volando. Salí del parque como empujado por una fuerza mágica, que se multiplicó al pisar la 7ª. Avenida, justo al pasar por el kilómetro 10. Tapatap-tapatap-tapatap. “¡Woowoowoouuu!”. Miraba hacia los costados y veía desconocidos alentándome, con carteles con nombres también desconocidos. Miraba hacia arriba y los rascacielos, igual que en los paseos en ómnibus turísticos, apenas me dejaban adivinar las nubes. Miraba hacia delante y veía el infinito. Estaba corriendo por Broadway.
Cuando doblé en la 42 St., más hacia el Oeste, volví a subir la velocidad. En bajada hacia el Hudson, marqué mi mejor kilómetro, en 4m32s. A esa velocidad, distinguí delante de mí una campera que decía “Running Team – Banco de la Nación Argentina” y pasé zumbando junto a él al grito de “¡Aguante, Argentina!”. No lo volví a ver, no me volvió a ver.
Doblé hacia la derecha en el West Side Highway y rápidamente me encontré con el primer giro en U del recorrido, a la altura de la 44 St. El objetivo, ahora, era Battery Park en el objetivo. Más precisamente, el Battery Park Underpass Brooklyn-Battery Tunnel. Una curva bajo tierra que parecía tener detrás de cada uno de los corredores un impulsor de aire, tan motivante.
Emergimos en la salida de Old Split, poco después de las dos decenas de kilómetros recorridos. Cada menos de tres kilómetros, había visto un puesto de hidratación. Cada kilómetro, había visto asistencia médica. Cada tanto, había visto un grupo callejero de música, nada sofisticado. Siempre, había visto más servicio que show en la carrera.
Había pasado los 5K (extremo Norte del Central Park) en 25m 44s; los 10K (extremo Sur del Central Park), en 50m 56s; 15K (a la mitad del West Side Highway), en 1h 15m 10s; y los 20K (en la salida del Battery Tunnel) ,1h 39m 20s.
Lo que me quedaba, lo encaré como si se tratara de una carrera de 200 metros, cuando faltaba poco menos de un kilómetro. Ya sentía el bullicio de Wall Street.
Tapatap-tapatap-tapatap. “¡Woowoowoouuu!, ¡Woowoowoouuu!”.
Miré para los costados, miré para arriba, miré para adelante. Distinguí el arco, clavado en medio de esa calle tantas veces mencionada y tan multitudinariamente transitada. Miré mi reloj, finalmente: 1h44m41s para recorrer 21 kilómetros y 680 metros. Mi mejor tiempo, mi mejor experiencia.

(*) Daniel Arcucci es Secretario de Redacción del diario La Nación, donde trabaja desde 1997. Además, es columnista en “90 minutos de fútbol”, que se emite por Fox Sports.
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