Osvaldo Suárez, símbolo viviente del atletismo argentino, cuenta sus logros y los detalles de la suspensión que le impusieron los golpistas del ´55
“¡Usted, el año pasado, viajó acomodado al Panamericano de México [1955] y luego de eso se fue a Estados Unidos de donde se trajo autos importados. Por eso, está suspendido y no puede salir del país!”. Esas palabras aún repiquetean, una y otra vez, en su cabeza y no puede, ni quiere, olvidarlas. Faltaban apenas cinco días para viajar a Melbourne, Australia, donde poco después participaría en los Juegos Olímpicos de 1956. Hasta allí volaría con su sueño a cuestas, a donde accedía como el gran candidato a la medalla dorada en el maratón. Sus marcas así lo señalaban. En los últimos meses, las pruebas indicaban que estaba en condiciones de correr los 42.195 metros, como mínimo, en 2h23m. Es decir, dos minutos menos que el récord de ese entonces en manos del checo Emil Zatopek, la emblemática y temida locomotora humana. Esa frustración todavía lo lastima, le carcome el corazón. Todavía sus ojos se empañan y Osvaldo Suárez no se esfuerza en disimularlo. No lo avergüenza. “¡Me tildaron de peronista y por eso me proscribieron!”, exclama con indignación. La Comisión Investigadora de Irregularidades Deportivas N° 49 de la autoproclamada Revolución Libertadora lo suspendió por más de catorce meses. A esa altura de su incipiente carrera, con tan sólo 22 años, quebrar récords (en total hizo más de veinte) era su rutina favorita. Su ferocidad para competir y su voraz hambre por ganar lo motorizaban en cada entrenamiento, en cada competencia. Su obsesión por obtener una medalla olímpica lo desvelaba. Para los especialistas se trataba del atleta argentino del momento, pero para el interventor de la Confederación Argentina de Deportes y el Comité Olímpico Argentino, el general Fernando Huergo, no bastaban sus lauros deportivos. La supuesta simpatía de Suárez por el régimen depuesto merecía castigo con el máximo rigor posible, sin medir las consecuencias. La obsecuencia hacia los golpistas de turno valía la pena.
Shockeado y desconsolado, Suárez regresó como pudo a su casa. Vagó por cuadras mascullando semejante injusticia. Tardó más de la cuenta en llegar a su domicilio donde al arribar se fundió con su novia Ema, con quien se casaría en 1960. A su lado, también lo esperaban los brazos reparadores de Teresa, su madre, quien en vano intentó consolarlo. “Los militares de la Libertadora me arruinaron la carrera. Me consideraban su enemigo porque me destaqué en la época de Perón. Me tomaron una declaración y, prácticamente, me bajaron del avión”, cuenta el tres veces ganador, en forma consecutiva, de la tradicional prueba pedreste de San Silvestre, en Brasil. El atropello que sufrió el fondista también afectó a su colega Walter Lemos, a los campeones mundiales de básquet de 1950 y al campeón sudamericano de bochas Roque Juárez, entre otros. El escarnio social ya estaba en marcha. Hasta la cárcel estaba prevista en la ley 4161 para quien atinara a mencionar a Juan Domingo Perón o de su esposa. Cualquier atisbo de vínculo con el presidente destituido era motivo de exclusión y privación. Cualquier sospecha debía ser investigada y penada.
“Fueron catorce meses muy duros. Hasta pesadillas sufría”, recuerda Suárez sentado en el living de su departamento en Avellaneda, donde nació el 17 de marzo de 1934. Un living cargado de condecoraciones, medallas y obsequios que transitan su vasta trayectoria atlética. Aunque muchos ya no están. En un robo, “en 1985 si mal no recuerdo -dice-”, se llevaron gran parte de sus premios y trofeos. De todos los que aún conserva, se destacan dos. El Olimpia de Oro que recibió en 1958 y el Olimpia del Bicentenario que le entregaron el año pasado. “Estos son mis preferidos”, señala y los presta sólo por un instante.
En silencio y con precisión quirúrgica los vuelve a colocar en el mismo lugar y agrega: “Pensaba abandonar porque no quería entrenar más pero después de unos meses volví a hacerlo por cuenta propia porque quería revancha”. Al tiempo, se presentó en la Federación Metropolitana de Atletismo para pedir explicaciones. Con un as en la manga fue directo al grano: “Quiero correr las dos millas porque voy a romper el récord”, rememora haberles dicho a las autoridades con su habitual seguridad. Absortos, sus interlocutores no sabían el motivo de la proscripción. A los cuatro días, en la pista de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, en la calle Del Libertador, Suárez pulverizaba la mejor marca sudamericana en 8 segundos. La explosión mediática produjo un aluvión de notas que hacían referencia a su regreso. La repercusión intimidó a los dictadores que no lo molestaron más. “Total, la tropelía ya estaba hecha y yo ya no era el mismo”, dice masticando bronca.
En 1960 llegó a los JJ.OO. de Roma pero el desplome deportivo que provocó la Libertadora surtiría su efecto. Los atletas argentinos ya no contaban con la preparación de antaño y un corredor negro conmovería al mundo. El etíope Abebe Bikila ganaba corriendo descalzo. Suárez sufrió deshidratación y terminó noveno, tras ir hasta el km 35 en el segundo puesto, cerca, muy cerca del africano. “Acá no se sabía aún de la importancia de ingerir agua. Iba por el km 35 con un calor terrible y sin tomar una gota de agua. ¡Hoy eso sería una locura! No aguanté y tomé como dos litros de agua. No pude controlarme. Me agarró un dolor estomacal terrible y no pude correr por casi 3 km. Trotaba y caminaba hasta que un ciclista, que iba en el recorrido, me dijo que estaba en el puesto 25. Tomé fuerzas y terminé noveno. Pasé a 16”, cuenta resignado por semejante torpeza el múltiple campeón de 5000, 10.000, medio maratón y maratón.
Años más tarde, otro golpe militar volvería a derrotarlo en una pelea desigual. Otra vez, fuera de la pista. Otra vez, sin poder correr. El 8 de enero de 1978, su discípulo, el atleta y poeta tucumano Miguel Sánchez era secuestrado y asesinado, tras arribar al país luego de participar en la corrida de San Silvestre.
Nota publicada en la revista Caras y Caretas (Nº 2258 – Mayo 2011).
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