Por Julieta Bilik (*)
Para mí, Amanecer Comechingón 2013 empezó justo un año atrás, durante su primera edición. En julio de 2012 viajé a El Durazno para acompañar a mi papá que entonces iba a correr 28km. Como se decidió tarde, ya no quedaban lugares en las cabañas que su grupo había reservado y buscaba acompañante para el viaje. Yo no tenía mucho que hacer ese fin de semana de invierno así que en una noche muy fría de jueves armé un bolsito y emprendimos el largo viaje en coche. Para llegar al sur de Córdoba recorrimos la llanura pampeana, pasamos por Rosario, por la parte plana de la provincia cordobesa, atravesamos el Dique del Embalse Río Tercero y después de más de 800km finalmente nos topamos con las sierras cordobesas y llegamos al paradisíaco pueblo de El Durazno.
Sin instalación eléctrica, calles asfaltadas, Internet ni señal de celular aquel gélido 9 de julio el paraje de montaña recibió a 500 corredores de aventura para la primera edición de Amanecer Comechingón. Yo, que hasta entonces no sabía nada de carreras me divertí sacando fotos y disfrutando del paisaje. Asistí a la charla técnica, a la clásica fideada pre carrera y a la entrega de premios. Como una corredora más, el grupo de mi papá me recibió con alegría y muy buena predisposición. Sin correrla ni beberla, me sentí una más entre los corredores y no sé bien cuándo ni cómo pero presiento que fue en esos días en que me picó el bichito invisible y poderoso que trae consigo las ganas de correr.
Y empecé nomás. Todavía sin las zapatillas necesarias arranqué con los entrenamientos. Primero caminando y de a poco empezando a correr. Al principio no más de 100 metros pero con el paso de los días las distancias se alargaron y los tiempos se acortaron. No pasaron más de dos meses y me largué con los primeros 10km de calle. Así, corriendo aquí y allá seguí entrenando hasta que se anunció vía Facebook la edición 2013 de Amanecer Comechingón.
No lo dudé ni un segundo. Quería volver a El Durazno, pero esta vez estaba decidida a correr. Sentía que todavía no estaba preparada para los 28km así que “vamos por lo seguro”, me dijo mi entrenadora. Me anoté en los 15km con grandes expectativas y muchas ganas de disfrutar cada paso en la montaña. Entonces, en mi entrenamiento se fijó el objetivo. Corría como siempre, pero los tiempos bajaban. Corría como siempre, pero nunca faltaba a entrenar. Corría motivada pensando en el Amanecer Comechingón que esta vez disfrutaría como protagonista de mi propia aventura de montaña.
Mientras entrenaba mis compañeros me iban aconsejando. Que no lleves el reloj, que durante la carrera comas algo salado, que la mochila no sea muy pesada, que mezcles mitad bebida hidratante con mitad de agua, que lleves un solo bastón, que cambies las pisadas para evitar lesiones, que bajes rápido, que subas como puedas, que no olvides la linterna y que disfrutes la carrera. Total, es tu primera carrera de montaña y los tiempos se miden en la calle.
Atenta a todo lo que escuchaba intenté aprehender la mayor cantidad de consejos y entrenar. Por momentos sentía cosquillas en la panza y un poco de miedo, pero seguía corriendo convencida de que era lo único que podía ayudar a sentirme más segura. Así, pasaron los días hasta que una semana antes de la carrera recibí un mail de los organizadores con “INFO IMPORTANTE” y el siguiente contenido:
“Atención, atención, atención…
Así quedaron las distancias en su recorrido real:
15k (reales 18.5km)”.
De verdad había llegado el momento de sentir nervios: ¡El recorrido de mi carrera se había incrementado en un 30%! Pero “Ommmmmmmmmmmmmmmmm”, control mental y a seguir entrenando. Las dos últimas semanas le metí más pata que nunca. Iba a todos los entrenamientos, corría hasta cansarme, elongaba, calentaba, me enfriaba y hasta comía carne tres veces por semana. Ni siquiera tomaba alcohol y procuraba acostarme temprano. En fin, hacía mi mejor esfuerzo para superar el pánico que me provocaban esos 3.5km extras.
Entreno va, entreno viene… hasta que por fin llegó el último pre carrera. Como todos estaban en sus casas armando los bolsos, me tocó hacer las pasadas con Tin, uno de los más rápidos y furiosos de nuestro grupo. “Mamadera”, pensé. Pero como quien no quiere la cosa, Tin me llevó en las 6 de mil a un poquito menos de 5 minutos. “Uauuuuuuu, fueron los mejores tiempos que hice desde que empecé a correr”. Me sentí más confiada. Atenta, recibí toda la data para la montaña: que los pasos sean cortos en la subida, que hay que guardar reservas hasta la mitad de carrera, que hay que llegar muy descansada y comiendo bien, que me apure en las bajadas sin tenerle miedo a caerme y básicamente que estaba bien entrenada, que la carrera era hermosa y que había que disfrutarla.
Ya en el Durazno nos acreditamos y fuimos a la charla técnica. Cayó la noche y después de la fideada pre carrera llegó el momento culmine. Toda la cabaña tirada arriba de la mesa buscando el mejor orden para acomodarse en la pequeñísima y sofisticada mochila de montaña. Fue un tiempo para la prueba y el error. Entre nervios y ansiedades nos dedicamos a meter, sacar, doblar, desechar, comprimir, priorizar, sopesar, volver a meter, arreglar, acomodar y estrujar hasta al fin quedar conformes (o agotados) con la forma y el peso de nuestras mochilas. Entonces, acostarse, descansar un poco y soñar con la montaña.
La mañana de la carrera empezó de madrugada. Sonó el despertador a las 5am y hacía un frío de pelos. Me despabilé rápido. Me puse en capas toda la ropa que tenía planeado usar y preparé el desayuno para toda la cabaña. Me sentía muy energizada. ¡Qué ganas de correr que tengo!, pensé. Fui muy afortunada: no se me cayó la taza de té caliente, ni me resbalé caminando en medias por el parquet como el año anterior. Además, el frío era mucho menos crudo que un año atrás y por suerte no me olvidé nada; y nadie se olvidó de mí. ¡Estaba lista y muy dispuesta!
Estacionamos el auto lo más cerca de la largada posible y despedimos a mi papá y a Claudia que corrían los 42km. Entonces con Susi, “la reina” como la apodamos los del team, nos quedamos esperando un ratito en el auto porque faltaba todavía como media hora para nuestro horario de largada. Por una cosa y por la otra, el ratito se alargó y finalmente salimos corriendo en la oscuridad cinco minutos antes del horario estipulado sin saber cuán lejos estaba la largada. Cada vez más rápido, cada vez más cerca, llegamos justo cuando empezó la cuenta regresiva “7, 6, 5…” Sin darnos cuenta ya habíamos hecho el precalentamiento. En la oscuridad de la madrugada, vi de pronto a los corredores competidores y me emocioné: “Somos todos muy freaks”, pensé.
Largamos por fin y empezó lo más hermoso. Correr en la oscuridad de la noche. Sentir los pies en la tierra, la fuerza del cuerpo el movimiento, el aire helado que sólo está en contacto con la nariz (la única parte del cuerpo que no hemos abrigado), la respiración de los corredores que nos rodean, los gritos de aliento entre compañeros, el éxtasis, la emoción, la aventura para la que nos habíamos preparado durante meses.
Todo muy lindo hasta que apareció el primer vado. En la charla técnica nos habían anticipado el tema, y a mi que no me gusta para nada el agua no me resultó nada divertido. Aventura toda la quieras pero, ¿hace falta empaparnos los pies en mitad de carrera? Si o si tenía que cruzarlo así que tomé coraje, cerré lo ojos y seguí corriendo. Me mojé, pero el agua no estaba tan fría como había fantaseado. Y como mis zapatillas tienen tecnología anfibia o algo así, se me secaron bastante rápido. ¡¡El primer gran obstáculo estaba superado!!
Empezó a clarear y la magia invadió la montaña. No en vano el título de la carrera. Con el Amanecer Comechingón los corredores nos deleitamos como nunca. Aparecieron en el cielo colores imposibles. Porque en el amanecer y en la montaña se ven cosas en el cielo que no se vuelven a encontrar en ningún otro horario, en ningún otro lugar. Así que fue para nosotros un privilegio único, inolvidable, hermoso, la primera gran recompensa de la carrera.
Seguí corriendo, sonriendo, disfrutando del paisaje, de las bajadas rapidísimas, de las subidas, de andar en zig zag, de cruzarme con corredores y darnos aliento, de la montaña, del solcito que ya salió y de la adrenalina que voy exhalando. Llegué al puesto de hidratación y me comí dos gajitos de naranja. La naranja es la cosa en el mundo que más me quita la sed. Es mi hidratante favorito y tuve la suerte de degustarlo en la montaña. Segunda gran recompensa.
Después del puesto de hidratación, sabía que promediaba la mitad de la carrera así que evalué mi estado físico-psíquico. Resultado: ¡¡¡me sentía como nueva!!! Entonces, aceleré un poquito y me dispuse a disfrutar el último tramo….casi como en un suspiro estaba entrando al pueblo y se acababa la aventura. Así, tan de repente habían pasado los 18.5km de montaña y me esperaban un año de largos recorridos para volver a ver el próximo Amanecer Comechingón.
(*) Julieta Bilik, de 27 años, es miembro desde julio de 2012 de Clara Serino – Pasión por Correr Running Team.
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