trópico carioca from Ana Schlimovich on Vimeo.
Siempre supe que quería vivir en una ciudad con playa. No es un deseo muy original, la mitad de los argentinos debe querer lo mismo. En mi caso el deseo era casi una necesidad. Nací en Buenos Aires pero crecí en Paraná, nombre de un río, en Entre Ríos, mi signo zodiacal es de agua y la ciudades en las que me quise quedar a vivir -San Francisco, Melbourne, Barcelona y Río de Janeiro- son como un tobogán al mar.
Cuando me mudé a Buenos Aires, con 19 años, después de haber vivido once meses en el exterior, subí a la terraza de la casa de mi mamá, un edificio de 16 pisos en una zona linda y verde de Belgrano. En un recorrido visual de 360º lo único que vi fueron más edificios y casas, salpicadas a veces de verde, pero nada de agua. Esta ciudad no es para mí, pensé, y me quedé 13 años. Estudié, trabajé, hice grandes amigos, me fui a vivir sola, me enamoré, conviví, patiné por los bosques de Palermo y viajé todo lo que pude para compensar la falta de agua. Pero cuando el avión aterrizaba de vuelta, no sentía cosas en la panza.
Por eso me mudé a Río. Aunque no me espere nadie ni nada en particular -contrariando a Fito Páez-, cuando llego a Río se me retuerce el cuerpo de felicidad. En los casi seis años que llevo de residencia carioca, esa sensación lo único que hizo fue aumentar. Y eso que es una ciudad brava.
Siempre digo que Río de Janeiro es como una mujer hermosa, es tan pero tan linda que le perdonás cualquier cosa. Tiene un lado encantador como la foto que encabeza este blog, sobre la que me explayo en la nota El mes de la alegría, y otro sombrío, como la “cracolândia” sobre la que cuento en el Hip hop del Jacarezinho.
Por ahora, intento andar por el camino del medio, terminar de trabajar -o parar-, agarrar la bici e irme a la playa, un jueves, con sombrilla, una buena revista, mucho protector solar y una pequeña cámara que estoy descubriendo cómo filma. ¿Final inesperado? Me encantan.