Termino de trabajar a eso de las cinco y media, me pongo unas calzas, una remera, ojotas, agarro la menor cantidad de llaves posible y me voy a correr. No llevo I-pod, ni plata, ni nada que me puedan sacar.
La saludo a Marlene, que atiende el Salvatore, cerca de la plaza São Salvador, donde varios hombres toman cervezas importadas. Los barcitos que rodean la plaza ya se empiezan a llenar.
Llego a la Rua Barão do Flamengo, Tacacá do Norte está lleno y me digo que algún día les tengo que mostrar todas las publicaciones que hice sobre ese lugar. En la puerta de la farmacia un chico se depila las cejas sentado en una silla de plástico con un espejito en la mano, el de al lado juega con un video-game y otro, de pie, lo mira jugar. Más adelante un señor duerme la siesta encima de una carretilla detrás de las rejas de un local vacío. Y enseguida, el restaurante de comida peruana Intihuasi, que nunca se me dio por probar pero dicen que es bueno.
Me pasa una pareja de altos, ella rubia, bronceada, con el pelo largo atado en una cola de caballo, ropa deportiva negra y zapatillas multicolor, se parece a Valeria Mazza. Él tiene una incipiente pelada y no mucho más para decir.
Al cruzar el puente curvo que une la ciudad con el Aterro do Flamengo, una bandada de aves formadas en V vuela por el cielo rojizo en el que sobresale el Pão de Açúcar, macizo, imponente. Y en un gran cliché, suspiro porque llegué a Río.