
Hoy en Cinescalas escribe: Javier Salas Bulacio
Suena el despertador. Un nuevo día comienza. Te debatís una vez más intentando vencer esas ganas de quedarte en la cama. “Un minuto más”, te decís a vos mismo y sabés que te engañás. Cuando finalmente, resignado, dejás la cama, aún algo dormido, los ojos semiabiertos, presumís mucho de lo que va a venir. Una ducha rápida para terminar de despertarse. Un desayuno a las corridas, en el mejor de los casos. Convertirse en maratonista para intentar alcanzar el colectivo o desafiar las leyes de la física para intentar entrar en el subte una vez más. Y así, sin más, otra vez, llegar a tu trabajo, pasar varias horas allí, rodeado de aquellos con quienes compartís más tiempo del que quizá quisieras y que muchas veces apenas te conocen, para luego emprender la vuelta en esa rueda que gira y gira. Rutina, que le llaman. Rutina con la que algunos se sienten protegidos, contra la que otros luchan, y ante la que muchos otros se dieron por vencidos.
Algo de esto, o mucho, es lo que le pasa a Martín Santomé, protagonista de La Tregua, exquisita, inolvidable novela de Mario Benedetti. Empleado, viudo, tres hijos, a punto de cumplir 50 años y próximo a su jubilación, su vida transcurre entre la oficina, algún bar y su casa; sólo ciertas discusiones familiares y algún encuentro furtivo parecieran alterar esa monotonía. Y cuando todo parece irremediablemente conducir a esa ficticia liberación que supone el final de su carrera laboral, súbitamente un hecho lo cambia todo, una mujer, cuándo no, llega a su vida para regalarle más de lo que podía imaginar, lo más cercano a una nueva vida, justo cuando él creía que su suerte estaba echada. Laura Avellaneda, o simplemente Avellaneda, como la llama él, una joven que podría ser su hija y que se convertirá en ese remanso que inconscientemente anhelaba. Un remanso, apenas eso, una tregua.

Benedetti elige contar esta historia bajo la forma de un diario personal, donde el protagonista abre su corazón y nos muestra sus sentimientos, pensamientos y emociones a lo largo de varios meses. La Montevideo de los ’50 como telón de fondo para narrar escenas cotidianas que en muchos casos trascienden el lugar y la época y bien podría tratarse de la Buenos Aires de estos días. Un ámbito de trabajo plagado de situaciones y personajes reconocibles. Una familia donde sus miembros no se animan a compartir plenamente eso que les pasa. Pero por sobre todas las cosas, un amor lleno de miedos y de prejuicios por vencer, silencioso, a escondidas. Santomé le dirá a Avellaneda: “Yo la quiero a usted en eso que se llama la realidad, pero los problemas aparecen cuando pienso en eso que se llama las apariencias”. Y ahí, en esa encrucijada, se juega el eje de esa tregua que a Santomé le regala la vida.
Algunos años después, Sergio Renán eligió llevar esta novela al cine de la mano de Aída Bortnik en la adaptación, y si bien se introducen algunos cambios, la esencia está allí intacta, mérito de un gran guión que sabe plasmar el espíritu de la novela, pero también de un elenco extraordinario que se luce aún en los pequeños roles (Héctor Alterio, Ana María Picchio, Luis Brandoni, Marilina Ross, Oscar Martínez, Norma Aleandro, Antonio Gasalla, Hugo Arana, China Zorrilla, entre otros). Muchos recuerdan la película por esa inolvidable escena de la broma en la oficina, pero sin dudas, tiene otros grandes momentos para atesorar. El devenir de la relación entre Martín y Laura, esas miradas, esos silencios que se (nos) regalan resultan verdadera poesía hecha imagen, todo en el marco de una melancólica Buenos Aires, distinta en su envase, igual en su contenido.

Entre otros grandes fragmentos de la novela hay uno que siento la resume y al mismo tiempo reúne aquello que logra transmitir la película: “La felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. La gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. La felicidad es bastante menos (o bastante más, pero de todos modos, otra cosa) y es seguro que esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar”.
Un nuevo día más de vida. Abrir los ojos. Despertarse. El desayuno. El viaje al trabajo. El día de trabajo. El regreso a casa. El encuentro con nuestros seres queridos. Otro día que termina. Y la rueda de eso que suelen llamar rutina sigue girando. Tal vez, sólo tal vez, el desafío que se nos (me) plantea es comenzar a descubrir esas pequeñas cosas, esos instantes únicos e irrepetibles que nos ofrece la cotidianeidad, e intentar ser plenamente felices.
Por Javier Salas Bulacio
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¿Vieron La tregua? ¿Leyeron la novela? ¿Qué les pareció? Por otro lado, en relación a la nota de Javi, ¿Cuáles son esos momentos que más disfrutan dentro de la rutina diaria?; ¡Dejen sus comentarios!; para escribir en Cinescalas manden sus notas a milyyorke@gmail.com (gracias por la paciencia a quienes no he publicado todavía)
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—> La última vez escribió Carolina Gatti sobre…QUÉ HABILIDAD DE UN PERSONAJE DEL CINE NOS GUSTARÍA TENER
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OFF TOPIC: Aprovecho para felicitar a Gustavo Eduardo Rosatto por ser el ganador del concurso del viernes, con su nota “Un thriller inmortal”; la mención especial la obtuvo Diego Valente por su texto “Sobre el soundtrack de Trainspotting”; felicitaciones a ambos, ya me pondré en contacto para hacerles llegar los premios; ¡gracias al resto por participar! 😉
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