Las obras provienen, entre muchas notables procedencias, de la Tate Britain, del Pompidou, del Guggenheim de Nueva York, del Museo Thyssen, de la Fundación Beyeler, de la colección Hess de Berna, del Legado Francis Bacon y del MoMA de Nueva York, representado por la formidable tela llamada Painting , que Alfred Barr, director del museo fundado por los Rockefeller, compró en 1946. Está también, y es conmovedor, el homenaje a George Dyer Tríptico, mayo-junio 1973 , propiedad de la coleccionista suiza Esther Grether, principal accionista de Swatch. Esta mujer, de perfil bajísimo, como son los suizos por naturaleza, tiene en sus manos cuatro trípticos de los treinta que pintó el artista británico. El que se exhibe en el Prado fue adquirido por Grether en 1989 por 5,3 millones de dólares. La valoración económica de la obra del británico corre pareja con su enorme influencia entre los jóvenes artistas y con el regreso de la pintura a los primeros planos. En realidad, nunca se fue, y su muerte, tantas veces anunciada, no se cumplió. Bacon resulta una figura incómoda en la narrativa del arte. Eligió reinterpretar la figuración en el contexto de las vanguardias seducidas por la abstracción. Fue un solitario de ambiciones radicales. Sin términos medios. Decía de su obra que estaba destinada a la National Gallery… o al tacho de basura. Ganó el primer destino.
La exposición ocupa las nuevas salas del Prado, ampliado según un proyecto de Rafael Moneo (Pritzker 1996), que extiende los pabellones hacia el monasterio de los Jerónimos en la mayor renovación estructural del museo que, con el Thyssen y el Reina Sofía, conforma el “triángulo de las bellas artes” de Madrid. Son más de 20.000 metros cuadrados para dar aire y espacio a las muestras temporarias y realzar la colección real, una pinacoteca singular y espléndida, formada sobre el gusto personal de los Borbones sin el carácter enciclopédico del Louvre, el British Museum o el Metropolitan. Esa expansión severa y austera, con sus paredes color carne de melón, es la cara opuesta de los museos firmados a la manera de Frank Gehry. No es perfecta, diría Michael Kimmelman, crítico de The New York Times , pero ¿qué lo es aparte de Velázquez?
Velázquez está en la matriz de la obra de Bacon. Su influencia se vuelve obsesión en la serie inspirada en el retrato del Papa Inocencio X, de las galerías romanas Doria Pamphili. Con esa obra tuvo Bacon una cita a la que nunca llegó en la primavera de 1954, camino de la Bienal de Venecia, donde compartió el pabellón de Gran Bretaña con Lucian Freud y Ben Nicholson.
La otra obsesión se llamó George Dyer, el amante muerto por sobredosis en un hotel parisiense la noche previa a la inauguración de la gran retrospectiva del Grand Palais, en 1971. La tragedia le dio mayor credibilidad a sus pinturas, eran la expresión desolada del artista ateo obsesionado por la fragilidad de un mundo sin Dios. Aquella muestra fue su consagración y el cadalso del amante. Los laureles de la fama lo mimaban y repetía, un siglo después, el derrotero de J. M. W. Turner, último británico en colgar sus obras en las salas de Champs-Elysées. La de George Dyer es la historia íntima de un desencuentro, narrada en el film sobre la vida, o un tramo de la vida, de Francis Bacon. El amor es el demonio , dirigida por John Maybury, recrea la otra cara del artista con imagen de dandy que sólo tomaba champagne Krug. El Bacon de los amores perversos conoció a Dyer cuando entró por asalto en su taller. Fue, de inmediato, su amante y luego su modelo. En la muestra se ven fotos del amigo en todas las posiciones, junto a fotografías de Lucian Freud, John Edwards, Peter Lacey, amigos íntimos, modelos ocasionales. No se entiende el proceso creativo del británico sin ese collage de fotos, recortes de diarios, catálogos, imágenes de tiranos, animales, rostros deformados que lo acompañaba como una cohorte.
La pintura de Bacon es la figuración después de la fotografía; pero sobre todo a partir del libro de Eadweard Muybridge sobre la figura en movimiento fechado en 1901. Tipo curioso, Muybridge era un fotógrafo inglés que se mudó a la costa oeste de los Estados Unidos y se hizo famoso tras fotografiar con un sistema mecánico el galope de un caballo y, al hacerlo, probar que en un momento dado los cascos de las cuatro patas estaban en el aire. La idea del movimiento inspira en Bacon el formato tríptico, la secuencia como una manera de prolongar la acción, la mueca, el grito.
Dyer tiene su sala Homenaje , esa serie desgarradora es la celebración post mórtem, el mea culpa al amigo muerto. En la vida pública, Bacon estableció siempre una distancia con su modelo y amante, no lo consideraba a la altura de sus modales artistocráticos y públicamente lo humillaba por su origen proletario, puro músculo y nada más. Ese desprecio explica por qué Bacon se habría negado a la presencia de Dyer en la inauguración de la muestra en el Grand Palais: habrá que buscar allí la razón del último acto, la sobredosis, la muerte.
Manuela Mena es la curadora española de esta gran muestra itinerante que llega en el momento oportuno. No sólo para celebrar el centenario del nacimiento: es el momento en el que los jóvenes vuelven a pintar, a pesar de Duchamp y del arte conceptual. Hasta el díscolo Damien Hirst ha dicho que el último gran pintor fue Bacon. En su huella están artistas notables como Jenny Saville (Cambridge, 1970), pintora de la carne, de la desmesura y de enormes “paisajes corporales”, integrante del grupo Young British Artists (YBA), capitaneado por Hirst y financiado por el publicista Charles Saatchi.
Experta en pintura del siglo XVIII, Mena ganó notoriedad mediática en los últimos tiempos por su lapidario informe sobre la autenticidad de El Coloso de Goya, que determinó que la pintura no era obra del autor de La maja desnuda. Es la autora, también, del sesudo prólogo del catálogo de Bacon, donde indaga en las relaciones del británico con la pintura de Velázquez y Goya. Conoció esa relación en carne propia. Acompañaba a Bacon en sus largas visitas al Prado, a fines de los años ochenta, cuando el británico volvió a descubrir Madrid, ciudad que conoció de paso en 1950, cuando iba rumbo a Tánger con su amigo Peter Lacey. De vuelta en la capital española, disfrutaba de los martinis del Bar Cock, de las tapas de La Trainera y, sobre todo, de su admirado Velázquez. Recorría el museo los lunes, a puertas cerradas. Cuenta Mena que miraba los cuadros como quien se recrea en la piel de un amante.
En la huella de Velázquez, Bacon percibía el mundo que lo rodeaba en estado de descomposición; la metáfora es el cuerpo desguazado por su “pincel bisturí”. Pintor de la corte, Velázquez asistió al derrumbe del Imperio y Bacon, por su parte, pintó su tríptico de la Crucifixión meses antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.
La visita al Prado para ver a Bacon es un acto impiadoso. Un recorrido sin tregua por sus íntimas obsesiones. Abre la exposición Tres estudios para figuras al pie de una Crucifixión , que Bacon expuso en abril de 1945 en la galería Lefevre, en New Bond Street, un mes antes del suicidio de Hitler y del descubrimiento de los campos de exterminio nazi. ¿Cuánto del horror está impreso en esas fauces hambrientas con las piezas dentarias al descubierto, el cuello extendido que en la tensa torsión no se sabe si es de un animal o de un ser humano? En la sala siguiente, el papa aullador inspirado en el Inocencio X, de Velázquez, atrapado en su cárcel de cristal, es una mancha surgiendo de la oscuridad, “un ectoplasma carnívoro”, como lo llama el crítico Robert Hughes, con reminiscencias de Grünewald y del grito desesperado de la película El acorazado Potemkin . En la tela congela el grito que todavía se oye.
La operación pictórica de Bacon es volver a los clásicos para desarticularlos, los despanzurra como una pieza de caza y se ensaña con ellos con la misma ferocidad que lo hizo con sus relaciones más íntimas. Pintaba con la resaca de una noche de farra, temprano por la mañana, con el peor de las ánimos y la mejor luz de su taller de South Kensington.
Francis Bacon (arriba con Lucien Freud) nació en Dublín el 28 de octubre de 1909. Segundo de los cinco hijos de Edward y Cristina, ingleses protestantes. Su padre, veinte años mayor que su madre, era un entrenador de caballos de carrera, ex militar, rudo en las formas y en el mando, que condenó a su hijo a un destino itinerante: todos los años una nueva casa, una nueva mudanza. Temprano en la vida lo marginó del entorno de los afectos tras haberlo descubierto, a los 16 años, vestido con la ropa interior de su madre. Lo echó de la casa. El joven se fue a Berlín en un itinerario de excesos que marcaban el inicio del destino del outsider, según lo definió John Russell, crítico de The New York Times , que lo conoció como nadie. Sobrevivió como pudo, con dinero que le enviaba su madre y con los magros ingresos de acompañante de caballeros que contactaba por avisos en los diarios.
Ni una casa ni una escuela ni una patria. Fue diseñador de muebles, émulo menor de Le Corbusier, obsesionado por la belleza y las cuestiones estéticas que siguen presentes en su pintura, alfombras búlgaras, muebles tubulares, fondos lisos, escenográficos y riesgo asumido en el uso del color. Un esteta hasta en la elección de cubrir sus pinturas con un vidrio y crear así una distancia con el espectador, la pintura convertida en objeto vuelve distante la materia más cercana, la carne.
Autodidacto, se sabe poco de lo que pintó antes de 1944. El disparador, el click mental, fue una muestra de dibujos de Picasso que vio en la galería de Paul Rosenberg. Desde entonces la pintura fue el refugio, la tregua tras los ataques de asma, combatidos desde que era un chico con morfina. Se ató al caballete como a un madero. “Si no hubiera sido asmático, no habría pintado. Y si no hubiera sido pintor habría sido delincuente”. Ha dicho Bacon.