El arte de la realización de una buena nota necrológica es casi una disciplina aparte dentro del periodismo gráfico. En el caso de las grandes personalidades de nivel mundial, las redacciones de los grandes diarios, hasta hace algunas décadas atrás, no descuidaban tener preparadas prolijas y completísimas necros de los personajes mundiales (y nacionales) de primera plana, que tienden (y este es un axioma clásico de todas las redacciones) a morirse en horario de cierre, a altas horas de la noche, y a partir de este mundo (“del que nadie saldrá con vida” como le gustaba repetir al cantante country Hank Williams antes de morir, el mismo, en forma misteriosa) en tríadas (tres artistas, tres políticos, tres deportistas, etc.) dentro de una misma semana.
Si bien, la naturaleza y la lógica del trabajo periodístico incluye, por supuesto, lo imprevisto, estas muertes (cuando caen de sopetón, como habitualmente ocurre) provocan el caos en la organización de cualquier redacción, siempre tan corta en periodistas como en blanco para publicar.
Por eso, en diarios como La Nación (y eso nos consta personalmente) se estilaba, como decíamos, con cierto rigor anticipativo (un tanto necrófilo, seguro) tener listas las necrologías de los grandes personajes. En el Archivo, hasta hace unas décadas, guardábamos en un fichero metálico al que algunos (creo que apropiadamente) denominábamos “el sarcófago”, las necrologías escritas en el clásico papel pautado, realizadas por algunas de las mejores plumas del diario. Pues en La Nación, y sin firma, han hecho grandes necrologías Bartolomé Mitre y Vedia , Alberto Gerchunoff y el “gallego” José Blanco Amor.
En tiempos más recientes, hasta la década del 90, en el sarcófago del Archivo guardábamos estupendas necros redactas por las plumas igualmente brillantes de un Narciso Binayán Carmona, un Fernando Sánchez Zinny o hasta un Alberto Laya (si del área de los deportes era el aspirante a cadáver). Las necros estaban muy, pero muy bien escritas, la data era completísima, y el balance de toda una vida había sido realizado con suficiente rigor y ecuanimidad. Sólo faltaba agregarles a cada una la fecha y la causa del deceso, y se actualizaban periódicamente, si el sujeto porfiaba en no morirse.
Allí, en el “sarcófago”, convivían en sus respectivos sobres ordenados alfabéticamente las necros de pontífices, estadistas mundiales (y argentinos de primerísimo orden) astros de Hollywood un tanto olvidados por entonces y personajes interesantes de toda laya.
A veces, claro, el muerto se anticipaba a la cita y así, el asesinato de John Lennon (que estaba sanito, relanzando su carrera musical y apenas llegado a los cuarenta en diciembre de 1980, cuando ocurrió el hecho) o la muerte del pontífice Juan Pablo I (apenas a 33 días de la muerte de su antecesor, Paulo VI), tomaron a la Redacción (y por supuesto al Archivo) con la guardia baja, y hubo que buscar fotos, seleccionar material, elegir textos claves a la apurada, sobre el cierre del diario (en el caso de Lennon solo pudo hacerse un anticipo de la necrología (que saldría al día siguiente), acompañado de una insulsa radiofoto del músico.
Pero más allá de esos casos especialmente dramáticos, también el oficio de elaborar una buena necrología podía ejercitarse en personalidades de segundo orden, sin contar, ni con blanco, ni con la posibilidad de utilizar buenas y varias fotos, ni menos aún, de disponer de tiempo para anticiparse en la elaboración de la nota.
Así, por ejemplo, el 12 de julio de 1957, La Nación publicaba, por supuesto sin firma, una semblanza necrológica del fallecido Aga Khan. Este personajón de la época, más del Jet Set que del mundo espiritual, sería seguramente hoy execrado por los musulmanes más devotos y estrictos, pero entonces era habitual verlo en las páginas frívolas de los diarios, estrenando esposa o amante nueva, o paseando a su nuevo potrillo antes de que corriera en algún derby británico.
Este anónimo redactor de La Nación, entonces, a la apurada (el Aga Khan había muerto apenas unas horas antes de su publicación), y sin ninguna expectativa de que su nombre saliera del anonimato, compuso esta pieza de alta literatura periodística, plena de elegante ironía, conocimiento de mundo, y hondura psicológica, dejando a los lectores del diario de entonces con la impresión de que el Aga Khan era una figura un poquito menos distante de lo que su fama y dinero hacían suponer. La incluyo, entonces en el Archivoscopio, casi como un homenaje al Redactor Desconocido, porque además me gusta personalmente mucho, y porque si es cierto que somos lo que leemos tanto como lo que comemos, a tantos jóvenes estudiantes de periodismo de todas las latitudes seguramente les vendría bien echarle una miradita a este texto sin pretensiones, sólo bien escrito. El día que cualquiera de ustedes logre hacer algo ligeramente parecido contando con poco tiempo y no mucho espacio, no tenga duda alguna, ya podrá considerarse periodista, y de los buenos.