París va a la peluquería

Tres hermanas

Fotos by Fernando Ambrosio

La comunidad africana es muy fuerte en París. Y aquí se distingue entre la llamada Africa “subsaharienne”, es decir Africa negra -ya que en esa región la población es mayoritariamente de piel negra-, y Africa del Norte, o blanca, que incluye países como Argelia, Libia, Marruecos, Tunez y Egipto, entre otros.

Gran parte de la comunidad negra de París vive en las afueras de la ciudad, pero tienen lugares de encuentro en la capital, como Château Rouge (a 500 mts de Montmartre) y Château d´Eau, por ejemplo.

La zona de Château d´Eau es bastante mágica los sábados. Salones de peluquería y de manicura en los que se encuentran cientos de mujeres negras que tienen el cuidado de la belleza como punto en común. Según Ayá, empleada en una de estas tiendas, el peinado para las africanas es como las carteras o los zapatos: hay que renovarlo siempre. Y, para ello, hay modelos a seguir: las clientas piden copiar los peinados de las “stars” negras como Rihanna o Beyoncé.

Afuera de los locales están los mal llamados “rabatteurs”. Se abalanzan sobre los transeúntes e intentan convencerlos de entrar en el local para el que trabajan. Ganan un euro por cliente. Por día, consiguen tres o cuatro clientes como máximo. Pero no tienen papeles (permisos de residencia en Francia): sus posibilidades laborales son limitadas, y cuatro euros por día es mejor que nada.

Las pelucas y las trenzas pueden costar entre 20 euros (cuando son de fibras sintéticas) y hasta 500 euros (hechas con pelo verdadero). Estas últimas, sólo en venta en algunos salones, se llaman “brasileñas”.

Las fantasías de las africanas también llegan a las uñas. Pero esa es la especialidad de los asiáticos.

Si no fuera por esos edificios haussmanianos que se ven al levantar la mirada, uno olvida por un minuto que está en París. Y entra de lleno en este microclima.

Un reportaje fotográfico del brasileño Fernando Ambrosio, especial para este blog.

¿Qué les parece?

Un domingo de París en cinco fotos

Los domingos en París son muy tranquilos.

Los trabajadores no pueden, por ley, trabajar más de seis días semanales. Y un descanso de 24 horas es obligatorio. Con preferencia, los domingos. Es lo que aquí llaman el “descanso dominical”. Están exceptuados, claro, aquellos establecimientos cuyo funcionamiento el domingo es necesario: hospitales, centros de exposiciones, museos, espectáculos, restaurants y hoteles, entre otros.

En 2009, y luego de largos debates (la sociedad francesa en general debate mucho antes de cualquier modificación a una costumbre o norma que lleva años), se introdujeron ciertos cambios. Actualmente los supermercados pueden abrir, aunque sólo hasta las 13 horas. Tambien pueden abrir, los domingos, los comercios situados en zonas de interés turístico y aquellos que están en “unidades urbanas” de más de un millón de habitantes, como París.

Fuera de aquellos que venden alimentos, el resto de los locales sólo puede abrir cinco domingos al año, y luego de una previa aprobación por parte del “Maire” de la ciudad (alcalde).

Los domingos en París son muy tranquilos.

Son para pasear, si quedan energías.

Domingo a la vinagreta

Si uno no se anticipó, luego de las 13 horas sólo quedan abiertas las llamadas “épiceries”. Son pequeños almacenes, generalmente atendidos por árabes, con menos variedad y bastante más caro que un supermercado, dado que son los unicos lugares donde conseguir alimentos.

Vinagreta

Domingo de limpieza

Los departamentos son chicos. Para muchos, lavar la ropa es una tarea externa. Pero no es tan complicado: se puede dejar la ropa sola y volver a los 45 minutos. Cada lavado cuesta cuatro euros, y un euro, los ocho minutos de secado. Las “laveries” están abiertas los domingos: el empleado es uno mismo.

Machines à laver

Domingo de niños

En la plaza del Hotel de Ville (la municipalidad de París) hay varias actividades, como una calesita y una pista de patinaje en invierno (está a la derecha de esta foto). En París los domingos hay niños por todos lados.

carrousel

Domingo de turismo

A la izquierda de esta imagen está la pirámide del Louvre, llena de turistas. De este lado no había nadie, algo bastante atípico, y por eso esta foto.

Near Louvre

Domingo de tarde

No es frecuente tener una vista de los techos de París. Y el cielo de esta ciudad no está siempre claro ni colorido. Por eso esta foto, de nuevo.

cielo

París de noche

Un paseo por París, en taxi, de noche. Día de semana.

Oh! París…

Le Petit café

Vivir en París, siendo argentino, es aprender a vivir en espacios diminutos y optimizarlos al máximo, es entender que el primer reflejo de un francés no es la sonrisa (y no amargarse por ello), es hacer de guía con los amigos (y no tan amigos) que vienen de visita, es aprender a ser más discreto y un poco más puntual, es vivir rodeado de turistas (30 millones por año) y soportar que saquen las mismas fotos creyéndose originales, es caminar más y pasear en bicicleta con menos miedo de ser atropellado, es aguantar a los franceses que preguntan “¿Italiana?¿Española?” cuando escuchan el acento y que después sacan a relucir sus años escolares de español con un “¿Cómo estás? Yo hablo un poco el español” (y yo el francés, idiota), es aceptar que –incluso hoy- uno es considerado exótico por venir de la Argentina, es luchar contra la depresión en invierno y contra el mal humor por la falta de sol, es extrañar a la familia y a los amigos, es creerse más vivo y ser a veces un poco ridículo, es llenar la cabeza de imágenes nuevas, es amar a esta ciudad en verano, es convencerse cada dos meses de que uno tomó la buena decisión al venirse, es creer que los franceses son vagos porque trabajan (por ley) 35 horas semanales –y no captar que es en realidad un derecho laboral-, es activar la reflexión, es aprender que algo de calidad puede ser para todos y que no tiene porqué ser exclusivo, es irritarse con la falta de excepciones (si bien uno, en Buenos Aires, se ofuscaba con los privilegios de otros), es enriquecerse culturalmente, es entristecerse con la frialdad social europea, es luchar contra la robotización de los rituales franceses, es tener una lectura del “problema de la inmigración” distinta a la de muchos franceses, es acostumbrarse a vivir entre personas para nada “vende humo”, es olvidarse de las paranoias aislantes y dejar la campera o la cartera (casi) en cualquier lado, es dejar de estar expuesto en el cotidiano a esas diferencias sociales que lastiman, es dejar de decir que el médico de uno “es el mejor del país”, es desestructurarse pero acoplarse a las demandas pretenciosas de los visitantes que quieren hacer todo (ostras, foie gras, vino, salida, concierto) en sus cortas estadías -y luego volver a la realidad: un París menos glamour y más bohemio-, es ser ayudado por el Estado si las cosas no van bien, es olvidarse de que existen países en donde los precios aumentan todos los meses, y es, entre otras cosas, sentirse siempre un amateur.

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El taxista enojado en una noche parisina

Paris de noche, en Rosa Bonheur (Parque Buttes Chaumont)

Paris de noche, en Rosa Bonheur (Parque Buttes Chaumont)

El taxista verborrágico y transpirado, con la ventana abierta y medio cuerpo afuera, que en un trayecto de veinte minutos rehace el mundo y revela ser un experto en economía y en política, es algo que acá se extraña.

Coco pide un taxi y lo espera abajo de su casa. Lo pide, no porque le parezca más seguro, sino para evitar buscar durante quince minutos un taxi libre: en París hay menos de tres taxis cada 1000 habitantes (la proporción es de 11 en NY, para tener una referencia) y, sobre todo a la noche y en fines de semana, conseguir uno es literalmente abalanzarse sobre el auto. Lo espera abajo porque los taxistas se van si no tienen donde estacionar, porque no esperan más de cinco minutos y porque, si dicen que llegan en 5, 7 o 10 minutos, llegan en 5, 7 o 10 minutos.

Fachada de un hotel en el Marais, iluminada de noche

Fachada de un hotel en el Marais, iluminada de noche

Coco se sube al taxi e indica su destino. Nada de números precisos ni de intersecciones, simplemente el nombre de la calle y la altura aproximada: no existen acá alturas de cuatro o cinco cifras. Las calles son más cortas –la más larga, rue de Vaugirard, tiene unos 4300 metros y llega a algo más que el 400- y los primeros números están situados cerca del Sena (o río arriba para las paralelas). El chofer pedirá precisiones al acercarse al destino (números impares, a la izquierda, pares, a la derecha).

El taxista se pone a hablar en voz bajita. Coco piensa que le habla a ella, y se inclina hacia delante con un “¿Perdón?”. La pregunta quedará sin respuesta. El conductor, que parecía estar hablando al aire, tiene un cable imperceptible que, sin manos, le permite mantener una conversación telefónica.

Coco pasa a buscar a tres amigos. Está contenta de estar acompañada pero, como son cuatro, deberán pagar un suplemento de casi tres euros. Suerte que Coco no tiene más amigos: los taxistas no suben a cinco pasajeros (en la teoría y en la práctica).

El francés medio percibe al taxi como un bien de lujo. La “bajada de bandera” es de 2,20 euros y el relojito sube de casi un euro por cada km recorrido de día (de 1,15 de noche y de 1,40 los domingos). En París, más del 55% de la población no tiene auto y se desplaza en transporte público -super bien organizado-, en bicicleta o caminando. A tal extremo que, muchas veces, las salidas nocturnas en semana se terminan con el último metro (entre 00h30 y 02h00, según los días y las líneas).

Un edificio en París, no muy lejos de Bastille

Un edificio en París, no muy lejos de Bastille

Coco empieza a ver que el taxista hace un camino raro. Tendrá un leve acento, y sus amigos también, pero todos conocen la ciudad. Mira el recorrido en el mapa de uno de los celulares, y lo confirma: el taxista los está paseando. Pequeño comité de brainstorming previo, y Coco y cia. lanzan la primera piedra. Mini enfrentamiento verbal. Al principio, tranquilos. Este grupo de pasajeros latinos sabe que aquí todo pasa por cómo se dicen las cosas. Pero el chofer no reconoce las acusaciones y se enoja. Uno de los integrantes del grupo es brasileño: está podrido de los modales franceses y del mal humor de los taxistas. Gritos estridentes mientras que el que está sentado adelante, más afrancesado, intenta calmar al conductor con un “lo que queríamos decir..”. Coco no se mete, es mujer. Y además está un poco cómoda en ese taxi marca Volvo. El cuarto integrante es inútil: está hipnotizado con su iPhone.

El taxista para el auto y se baja. El brasileño, no. En francés carioca le grita que le va a pagar así que lo tiene que llevar adonde quiera. Al conductor no le importa: es sábado y enseguida encontrará nuevos pasajeros. Lo zamarrea, logra sacarlo y amaga con tirar unos golpes. Coco sabe que el taxista está bajo estrés (es sábado a la noche y está cansado con tanta demanda) pero de todas formas se pregunta: ¿cómo es posible que interprete tan bien el rol de enojado cuando, de hecho, sí los estaba paseando? El más afrancesado se baja calladito. El cuarto integrante sigue siendo inútil.

El conductor se termina yendo y deja a los cuatro amigos en la calle. Risotada generalizada, conclusión de que fue una escena típica de lo hostil que a veces puede ser París, y pensamiento, silencioso pero compartido, dedicado al tachero porteño.

Departamento se alquila, en París

Chez Marion

950 euros por 29m2, en Ménilmontant

En “Last tango in París”, Marlon Brando y la chica de la manteca se conocen durante una visita a un departamento haussmaniano en alquiler. Pero olviden esa escena: buscar un piso en esta ciudad es bastante más complicado (y menos sensual) que eso.

La búsqueda se hace por Internet, ya sea a través de las páginas de las inmobiliarias o directamente entre los particulares. Esta última alternativa es más tentadora porque a los locatarios les evita pagar el porcentaje de la agencia (cuyo monto es entre uno y dos alquileres). Pero, según los entrevistados, los departamentos son también más feos.

Xavier H. respondió a una treintena de avisos, pero en todos llegó tarde. Los avisos aparecen en la web a las cinco de la mañana y, dos horas después, esos departamentos ya están alquilados. Jacques E. pasó esa etapa y, luego de una primera visita, pidió una segunda. “No, para volver a verlo tiene que alquilarlo”, le respondieron. Pese a ello, tuvo que intentar mantenerse simpático y educado: es ese mismo hombrecito el que decide si presenta o no su pedido al propietario.

Departamento

Nadia S. visitó al menos una veintena, pero su “dossier”, como llaman aquí a la carpeta de presentación, no era bueno: además de un garante que posea una propiedad en Francia (difícil de conseguir para muchos extranjeros, e incluso para los franceses, considerando que en París sólo el 30% de la población es propietaria y, en toda Francia, poco más del 50%), las agencias y los dueños exigen que el salario mensual del eventual inquilino sea tres veces superior al alquiler (el sueldo mínimo en Francia, por ley, es de 1365 euros –bruto- y el medio es entre 1800 y 2200).

Además priorizan siempre a un empleado del banco o del correo -que forma parte de la planta permanente de una organización, y que es, por ende, más estable- por sobre aquellos con trabajos más temporales, como los free lance. Nadia S. tuve que modificar sus recibos de sueldo, una práctica cada vez más frecuente frente a la difícil tarea de encontrar un departamento.

CitéU A estas exigencias cada vez más grandes de los dueños, se suma un mercado inmobiliario saturado. En París viven aproximadamente tres millones de personas (más o menos un millón más que en la Ciudad de Buenos Aires) y alrededor de 12 millones en toda la región de Île-de-France (que sería como el gran Buenos Aires, donde viven unos 14 millones). Pero la superficie de la capital es de 203 km2, mientras que, la de París, es poco más de la mitad: la densidad de población aquí es de 21.000 habitantes por km2, contra 15.000/km2 en la ciudad de Buenos Aires.

París tiene poco más de 1.300.000 viviendas disponibles, casi el 60% de los departamentos tiene sólo uno o dos ambientes (los espacios reducidos es tema para otro post) y es la novena ciudad más cara del mundo en materia de precios inmobiliarios.

Los tres entrevistados consiguieron un departamento: Xavier H. vive en un lindo piso, aunque algo oscuro de día, de 60 m2 en Gare de Lyon, por el que paga 1000 euros al mes; Jacques E. vive en 90m2 en Le Marais por 2200, y Nadia S. encontró uno de 40 m2, en Gare du Nord, por 900 euros (quinto piso por escalera).

Los tres entrevistados viven en pareja.

Mini espacios parisienses

Un bar en rue Vieille du Temple, en el Marais

Un bar en rue Vieille du Temple, en el Marais

Así como en Dubai el aire acondicionado y las enormes peceras son consideradas símbolos del lujo, aquí lo son los grandes espacios.

Victor C. estaba comiendo en Chez Janou, un bistrot francés en el barrio Le Marais, con un amigo y una amiga. Fue allí donde conoció a Laurent R.: las mesas estaban tan pegadas que, después de unas copas de vino, y de lemoncello como digestivo, un grupo se puso a hablar con el de al lado. Y todos se hicieron amigos.

Espacio especial para los cascos, en un bar

Espacio especial para los cascos, en un bar

Los espacios reducidos, y las maravillas que los franceses hacen con ellos, es algo que sorprende cuando uno aterriza en París. Uno termina acostumbrándose, salvo por algunas acrobacias algo torpes.

Pero esos mini espacios generan quizás algunas consecuencias sociales. Durante una reserva telefónica, en el restaurante elegido habrá lugar para dos, pero no para dos con un bebé. En las brasseries, generalmente un poco más espaciosas, llegar con un cochecito de bebé es ir directamente a una mesa situada cerca del baño (además de tener que aguantar la mirada intolerante de los mozos).
– “¡Pero son las tres y el lugar está vacío!”
– “Es que ahora llegarán clientes y les molesta”
Mentira: ningún francés almuerza en París a las tres. Sólo algunos turistas, y a ellos no les molesta.

Los cochecitos esperan en un lugar separado. Aquí, en en centro de exposiciones "Centquatre"

Los cochecitos esperan en un lugar separado. Aquí, en en centro de exposiciones "Centquatre"

Y después están los departamentos. El caso extremo: las llamadas “chambre de bonne” (cuarto de empleada, en español). Aparecen hacia 1830, cuando la sociedad burguesa decide que el personal doméstico no debe vivir en el mismo espacio que sus patrones. Ubicadas en el último piso de los edificios –tener que subir las escaleras era menos cómodo y, por ello, una marca del nivel socio-económico-, estas chambres a veces no tienen ni baño propio: está instalado en el pasillo y compartido por todos los que viven en ese piso. Hoy en día son alquiladas, sobre todo, por estudiantes. Un espacio en París es considerado legalmente habitable a partir de los 9m2.

Una razón por la que se expanden, como hongos, los comercios que ofrecen soluciones para maximizar esos espacios. El caso más conocido: Ikea. Además de ser tentador por la relación precio-calidad, es básicamente una marca que propone ideas ingeniosas para la organización de los mini espacios. El ejemplo, las estructuras verticales de tela, que se cuelgan en un placard, con compartimentos para guardar zapatos o lo que sea. Es de hecho con esa filosofía que están preparando la colección 2014.

El depósito de Ikea, donde se buscan los objetos elegidos

El depósito de Ikea, donde se buscan los objetos elegidos

Y es quizá por esa falta de metros cuadrados que aquí se comparte más la vida externa que la casera. Salir a comer o a tomar algo es bastante más frecuente que “los invito a comer a casa”.

Los bares, y sus “terrasses” (terrazas, en español: aquí denominan así a las mesas sobre las veredas), están llenos. Y tienen la suerte de haber hecho de esa imagen -mesas amontonadas, con sillas mirando a la calle, y atestadas de gente-, un símbolo del espíritu parisiense.

Una buena ocasión para, en el peor de los casos, hacerse amigos, y, en el mejor, escuchar conversaciones ajenas.
Hoy Victor C. y Laurent R. están distanciados.