Paris de noche, en Rosa Bonheur (Parque Buttes Chaumont)
El taxista verborrágico y transpirado, con la ventana abierta y medio cuerpo afuera, que en un trayecto de veinte minutos rehace el mundo y revela ser un experto en economía y en política, es algo que acá se extraña.
Coco pide un taxi y lo espera abajo de su casa. Lo pide, no porque le parezca más seguro, sino para evitar buscar durante quince minutos un taxi libre: en París hay menos de tres taxis cada 1000 habitantes (la proporción es de 11 en NY, para tener una referencia) y, sobre todo a la noche y en fines de semana, conseguir uno es literalmente abalanzarse sobre el auto. Lo espera abajo porque los taxistas se van si no tienen donde estacionar, porque no esperan más de cinco minutos y porque, si dicen que llegan en 5, 7 o 10 minutos, llegan en 5, 7 o 10 minutos.
Fachada de un hotel en el Marais, iluminada de noche
Coco se sube al taxi e indica su destino. Nada de números precisos ni de intersecciones, simplemente el nombre de la calle y la altura aproximada: no existen acá alturas de cuatro o cinco cifras. Las calles son más cortas –la más larga, rue de Vaugirard, tiene unos 4300 metros y llega a algo más que el 400- y los primeros números están situados cerca del Sena (o río arriba para las paralelas). El chofer pedirá precisiones al acercarse al destino (números impares, a la izquierda, pares, a la derecha).
El taxista se pone a hablar en voz bajita. Coco piensa que le habla a ella, y se inclina hacia delante con un “¿Perdón?”. La pregunta quedará sin respuesta. El conductor, que parecía estar hablando al aire, tiene un cable imperceptible que, sin manos, le permite mantener una conversación telefónica.
Coco pasa a buscar a tres amigos. Está contenta de estar acompañada pero, como son cuatro, deberán pagar un suplemento de casi tres euros. Suerte que Coco no tiene más amigos: los taxistas no suben a cinco pasajeros (en la teoría y en la práctica).
El francés medio percibe al taxi como un bien de lujo. La “bajada de bandera” es de 2,20 euros y el relojito sube de casi un euro por cada km recorrido de día (de 1,15 de noche y de 1,40 los domingos). En París, más del 55% de la población no tiene auto y se desplaza en transporte público -super bien organizado-, en bicicleta o caminando. A tal extremo que, muchas veces, las salidas nocturnas en semana se terminan con el último metro (entre 00h30 y 02h00, según los días y las líneas).
Un edificio en París, no muy lejos de Bastille
Coco empieza a ver que el taxista hace un camino raro. Tendrá un leve acento, y sus amigos también, pero todos conocen la ciudad. Mira el recorrido en el mapa de uno de los celulares, y lo confirma: el taxista los está paseando. Pequeño comité de brainstorming previo, y Coco y cia. lanzan la primera piedra. Mini enfrentamiento verbal. Al principio, tranquilos. Este grupo de pasajeros latinos sabe que aquí todo pasa por cómo se dicen las cosas. Pero el chofer no reconoce las acusaciones y se enoja. Uno de los integrantes del grupo es brasileño: está podrido de los modales franceses y del mal humor de los taxistas. Gritos estridentes mientras que el que está sentado adelante, más afrancesado, intenta calmar al conductor con un “lo que queríamos decir..”. Coco no se mete, es mujer. Y además está un poco cómoda en ese taxi marca Volvo. El cuarto integrante es inútil: está hipnotizado con su iPhone.
El taxista para el auto y se baja. El brasileño, no. En francés carioca le grita que le va a pagar así que lo tiene que llevar adonde quiera. Al conductor no le importa: es sábado y enseguida encontrará nuevos pasajeros. Lo zamarrea, logra sacarlo y amaga con tirar unos golpes. Coco sabe que el taxista está bajo estrés (es sábado a la noche y está cansado con tanta demanda) pero de todas formas se pregunta: ¿cómo es posible que interprete tan bien el rol de enojado cuando, de hecho, sí los estaba paseando? El más afrancesado se baja calladito. El cuarto integrante sigue siendo inútil.
El conductor se termina yendo y deja a los cuatro amigos en la calle. Risotada generalizada, conclusión de que fue una escena típica de lo hostil que a veces puede ser París, y pensamiento, silencioso pero compartido, dedicado al tachero porteño.