Hay inevitablemente pequeñas costumbres parisinas que no pasan desapercibidas. Esas que aquí se viven casi al cotidiano y que de todas formas disparan la reflexión cada vez que suceden. Esas que por no ser las que uno vivió toda su vida dan lugar al análisis. Aquí van algunas.
– Cada quien paga lo suyo. Es casi sistemático. Cuando llega la cuenta en un restaurant, y a menos de que se trate de una comida de a dos en la que realmente todo fue compartido, el parisino analizará al detalle para ver lo que consumió y pagará sólo por ello. Sobre todo en grandes mesas de amigos, en las que queda bien en claro que quien no tomó vino o no pidió postre (porque no quería o, justamente, para cuidar su economía) no tiene porqué pagar por quien sí lo hizo. Cada uno asume sus gastos y se respetan las posibilidades del otro. El parisino no se desprende pretenciosamente de su dinero. Es cuidadoso. Y, por supuesto, nadie tildará de “rata” al otro por esta actitud.
– Desesperarse para subir al bus. A menos de que las filas estén delimitadas por cintas, como en los aeropuertos o en las entradas de los museos, el parisino no respetará el orden de llegada. El caso más llamativo es la parada del autobús. La gente llega y se va amontonando como puede. Cuando llega el bus, se abalanzan sobre él sin ningún tipo de disimulo. No importa quién llegó antes. No importa si alguien tiene más dificultad para moverse y necesita delicadeza. No es realmente por mala educación. Es simplemente una costumbre: en ningún lado dice que una fila imaginaria debe respetarse, y por ello nadie lo hace (de la misma forma que sí respetarán algo cuando un cartel lo señale). Para quien no está acostumbrado, la desesperación por subir al bus sorprende e irrita (distinto a Buenos Aires, donde hacen fila aunque dejan finalmente pasar primero a las mujeres y después entre los hombres se van dejando pasar según quien llegó primero). La excepción son las boulangeries (panaderías): las vitrinas operan como contención y los parisinos forman fila en paralelo a ellas. Diferente a algunas de Buenos Aires, donde a uno lo obligan a “sacar número” incluso cuando el lugar está vacío..
– “Les cobro que termina mi turno”. Uno llega a un bar, se sienta y pide un café. El mozo pide cobrarlo ni bien lo trae. Nada anormal, puede pasar. Pero ese pedido a veces llega en medio de un almuerzo, cuando uno está a punto de empezar a comer. En las brasseries por ejemplo, en donde el servicio es continuado y se sirve a toda hora. El mozo trae el pedido y, al principio o en medio de la comida, sin saber si el cliente querrá algo más después o no, solicita que se le pague porque “su turno terminó”. Y ahí la escena bartulera de sacar unos euros, con el plato ante uno y sin empezar. Si se quiere luego otra cosa, uno termina pagando en partes.
– La jarra de agua. En París no hay necesidad de pedir agua. En general el mozo trae una jarra automáticamente con la comida. Está totalmente instalada la costumbre de tomar agua de la canilla. La de botella es más rica, pero el parisino generalmente no la pide. Y a veces se detecta el aprovechamiento con los turistas (por cuatro o cinco euracos más): en vez de traerles esa jarra automáticamente, los mozos preguntan si quieren agua y les traen de botella.