¿Qué tipo de turista sos en París?

Vivir en París es también recibir constantemente la visita de amigos. Amigos que vienen de vacaciones o que están de paso por trabajo. Y también amigos de amigos. Algunos (pocos) incluso se vuelven amigos. Paradójicamente, vivir en París enriquece la red social porteña. París recibe 40 millones de turistas por año. Cuando la ciudad se vacía de parisinos, que se van de vacaciones durante todo un mes (sobre todo en agosto), los turistas se notan todavía más.

En esos encuentros, uno descubre que visitantes de París los hay de dos tipos. Por un lado, están los cool. Esos que esperan que París los sorprenda con nuevos descubrimientos, y que por ello se lanzan en una exploración más espontánea de la ciudad. La actividad comienza no antes de las 10h30/11h de la mañana. Llegan con una mini lista de lugares que quieren visitar. Una lista específica. Sin grandes museos ni calles conocidas. Una lista con exposiciones concretas, galerías y bares de moda hace unos años, restaurants recomendados por otros o en los que ellos estuvieron en alguna otra ocasión (en general levemente más caros que los que uno suele frecuentar). Preguntan con precisión. A veces por lugares que uno ni conoce. Momento de incomodidad: uno siente que debería conocer todo porque vive en París. Pero no.

Son visitantes que ya vinieron a París en otras oportunidades. Tienen algunos recuerdos. Quieren volver a esos lugares. Ese departamento en el que se quedaron. Ese puente en el que vivieron una historia desopilante (tanto que al escucharla uno casi lamenta no haber estado, y como “defensa” pensará que el otro seguramente está exagerando). Vienen con costumbres adquiridas, en un afán por reproducir aquí la misma vida que tienen en Buenos Aires: reservar en un restaurant, pedir un taxi con antelación. Cosas que aquí también se hacen, sólo que en ese caso es uno el que debe hacerlas automáticamente por los otros. La demanda es intensa. El porteño es demandante. Vienen con un presupuesto definido, y a partir de allí se darán todos los gustos hasta reventarlo. El problema es que uno va con ellos. Les gusta ese París con poesía. Ese de las películas de los sesenta. Ese en el que se vagaba por las calles. Vendrían un tiempo más largo, pero reconocen que no vivirían aquí. El mal tiempo, las pocas sonrisas, la falta de taxis libres, los espacios diminutos y extrañar la cama propia son algunas de las razones.

Por el otro, están los visitantes radicales. París ya los sorprende antes de llegar a París. No esperan nada. Van en busca de ello. A las 9h ya están en la calle. La lista es gigante. Desde el primer día ya saben que no tendrán tiempo para hacer todo. Pero recién el tercer día lo asumen y se relajan. Preguntan de todo. Cómo ir, si conviene hacer tal o cual cosa, si va a hacer frío, si va a llover. Puede ser desgastante. Uno vive aquí, pero no tiene todas las respuestas. Uno se las quiere dar de todas formas, y se meterá en un laberinto de gestiones. Uno se descubre en guía turístico. Pero del París de ellos.

A estos visitantes todo les fascina. Es un placer. Hasta la forma del cenicero se explica por el hecho “y.. este es el primer mundo baby”. Europa es sinónimo de avance. No importa que el continente esté paralizado. No importa que el presupuesto francés esté en déficit. Este es el primer mundo, y está lejos de Buenos Aires. No habrá mucho tiempo para mostrarles el París de uno. Vienen con ideas fijas de lugares que quieren conocer. Uno los acompaña y aprovecha para redescubrir lugares por los que ya no pasa (el quartier latin, por ejemplo). Quizás a la noche, llevarlos a un restaurant. Pero estarán tan cansados. Algunos aman la gastronomía francesa y se deleitan. Otros la critican. La carne no está cocida. Las porciones son chicas. Puede que hasta le hablen en español al mozo. Y lo harán sonreir, incluso al más aburrido. París es para ellos la ciudad más linda del mundo.

Todo este relato es una generalización. Cualquier semejanza a personas de la realidad es pura coincidencia.

Delante de la Opera de París

No caminar por los Champs-Elysées

Una de las vidrieras de la gigante boutique de LV sobre les Champs-Elysées

Hay paseos y experiencias que parecen ineludibles para quienes vienen a París sólo por unos días. Las piden a gritos. Pero muchas veces son cosas que uno no hace (o dejó de hacer) desde que vive en esta ciudad. Uno llega incluso a sentirse algo incómodo. No sólo por no tener esa desesperada inquietud por visitar ese rincón parisino, sino porque hace ya varios meses que ni se le ocurre pasar por ahí.

Viviendo aquí, uno olvida algunas viejas costumbres parisinas. Llega incluso a subestimarlas, tildándolas de costumbres turísticas. La torre Eiffel, por ejemplo. Uno ya no va. La ve de lejos, desde casi todos los puntos de París. Descubre que el momento más imponente de esta estructura de hierro pudelado (330 metros de altura) es cuando se la mira desde enfrente, abajo de las escalinatas del Palacio de Chaillot. Descubre también que es increíble cómo se va agrandando sin parar a medida que uno se acerca, siempre mirándola desde enfrente. Pero uno ya no va hasta allí. No se sienta debajo de ella, en el parque. Ni va a mirar los fuegos artificiales del 14 de julio.

Uno casi no come un pain au chocolat o un croissant. Tampoco una “crêpe au nutella” (pasta de avellanas con cacao) mientras camina. Si lo hace, será una salada y sentado en algún bistrot. No hace las compras siempre en la épicerie del Bon Marché. No compra quesos todos los días. No come ostras y foie gras y crème brulée en un mismo día como si fuera el último día de su vida. No visita la catedral de Nôtre Dame. No viaja en barco por el Sena. No va a ver el espectáculo del Moulin Rouge. Y del Louvre selecciona las salas que más le interesan según las exposiciones, pero no pasa un día entero allí.

Y en esa lista están los Champs Elysées. Uno no va nunca. A esta avenida la visitan 300.000 personas por día. Hay 110 boutiques con vidrieras a la calle. El m2 para los alquileres comerciales ronda los 7000 euros por año, y genera anualmente mil millones de euros de beneficios. Algo bueno debe tener. Pero uno ni va cuando vive aquí. Pasear con amigos que vienen de visita (y no sólo mostrarles el París de uno) es una buena ocasión para redescubrir ese París en el que todos piensan.

El lenguaje corporal parisino (y otras costumbres)

Foto tomada en la FIAC del 2009. "Dressed for the occasion", del artista iraní Farhad Moshiri (galería parisina Perrotin)

 

Los parisinos no miran directamente a los ojos. Miran de reojo. En un primer momento, la actitud levanta sospechas: es más de fisgoneo que de observación. “Acá hay algo raro”, piensa el porteño. “Son raros. Si no, mirarían directo”. Con el tiempo, uno aprende que dirigir intensamente la mirada en los ojos del otro es un gesto de mala educación en París (una tradición posiblemente heredada de la época monárquica francesa). Y se entiende que es quizá por ello que muchos parisinos bajan la mirada cuando uno la devuelve, pasados los cinco segundos. Uno descubre, además, que esas miradas de reojo son bastante más agradables para el que las recibe. Son más discretas, y menos agresivas. Más curiosas y menos malvadas. El único problema es que a veces es difícil discernir, en el campo hombre-mujer, si es sólo curiosidad intensa, interés o incluso deseo. Y uno se ve frecuentemente envuelto en la ridícula situación de imaginar un super juego de miradas donde no lo hay.

Los parisinos evitan el contacto corporal urbano. Es cierto que en los transportes comunes suelen empujar al otro (y no siempre pedir perdón): el subte y los colectivos generalmente circulan atestados de gente, los parisinos no calculan su espacio corporal milimétricamente -como los japoneses, por ejemplo- y, en busca de ese perímetro necesario para respirar, se acomodarán como mejor les convenga. Pero cuando, en espacios más grandes, pueden prever una eventual fricción, intentarán evitarla: cruzarán la calle si la vereda es angosta y alguien viene de frente, o se correrán exageradamente para evitar un roce físico.

Los parisinos se incomodan con los acercamientos corporales imprevistos. Quizá les termine agradando, pero la primera reacción estará lejos de una eventual piratería. Cuando saludan, por ejemplo, dan dos besos, empezando por la mejilla derecha. Hay regiones en las que se llegan a dar hasta cuatro besos, y se empieza del otro lado: ese momento “oops”, cuando los dos van hacia el mismo lado, incomoda al parisino, como todo lo imprevisto. Los saludos con abrazo no abundan en París, salvo (a veces) para los amigos de la infancia. Directamente la mano si no se conocen.

Los parisinos tardan en hacer avances físicos concretos. Concederán mucho tiempo al diálogo y al debate, a la seducción y a la incertidumbre. Es difícil captar si se sienten atraidos por algo más que el pensamiento de la otra persona. El acercamiento llega a veces en un momento tan impensado o inesperado que da lugar a una situación un tanto aparatosa.

 

Los amantes del bricolaje

Una instalación en el Palais de Tokyo, frente al Sena

 

La tapa del inodoro se mueve. Su estado es aceptable pero, cuando la mudanza no está a la vista, uno cambia cosas minimamente defectuosas en busca de esa inalcanzable sensación de novedad hogareña. No hay duda: hay que cambiar esa tapa. Y en París, esta tarea es un viaje en solitario (las mínimas sugerencias de los vendedores no son consideradas como compañía) al universo de los “bricoleurs”.

A los franceses les encanta el “bricolaje”, ese trabajo casero de reparación o de decoración hogareña: instalar un placard, colocar apliques de luz o percheros que van atornillados a la pared, podar el jardín, pintar las paredes. Todos estos serán, para un francés, momentos de gran deleite en los que se ponen a prueba algunas de las características que forman el adn francés: la precisión, la rigurosidad, la perseverancia, el logro.

El ejemplo más gráfico es la expresión “Monter soi-même” -montarlo uno mismo, en español-, escrita en las cajas de los muebles que uno compra en Ikea por ejemplo. Las estanterías, los placards y las cocinas serán posiblemente bastante más accesibles que en otro lado, pero al llegar a casa uno deberá buscarse un amigo para armar el mueble que compro. A veces encontrar a ese amigo es incluso más difícil. Y no porque aquí no sean solidarios.

El depósito de Ikea. Nada de vendedores. Cada uno se ocupa de lo suyo

Toda aquella actividad que necesita de una mano de obra especializada es cara en París. Los plomeros, los electricistas y los carpinteros trabajan cada vez menos por cuenta propia. El parisino se vuelve su propio plomero y electricista. Las ferreterías y otras tiendas especializadas son pocas. En general uno tiene que ir a lo que aquí llaman “grandes surfaces” (grandes superficies en español), donde se consigue todo de todo. La mayoría está fuera de París, pero algunas cadenas como Leroy Merlin están dentro de la ciudad.

Frente al Hotel de Ville (la municipalidad de París), está el BHV de rue de Rivoli, una inmensa boutique que vende carteras, ropa, libros, utensilios de cocina, muebles y elementos para el baño y para la casa en general. Todo ello, repartido en una manzana entera y cuatro pisos. Tiene además un subsuelo entero dedicado al bricolaje. Sus vendedores son todos hombres, especializados en lo que venden y siempre rodeados de compradores indecisos. Dicen que es también un lugar clásico de levante: por ejemplo, entre el que sabe mucho sobre jardín y la que busca un fertilizante para su planta. Cambiar la tapa de un inodoro puede así convertirse en un encuentro romántico.

Salir de París hace bien

Calma en la Côte d´Or, un departamento de la región de la Bourgogne (Borgoña)

Hay que salir de París. A veces hace bien. Pasear por tierras francesas. En el camino, mirar la agricultura intensiva y las vacas fiacas y más flacuchas que las argentinas. Buscar un pasaje en tren por internet, en la página de la SNCF. Confirmar que los franceses premian a quienes se anticipan: cuanto antes se saque el pasaje, más barato será. Preferir la espontaneidad y pagar entonces un poco más (60 euros en vez de 40) para cambiar de región. Y descubrir con los primeros paisajes que salir de París hace bien.

Las forjas de Buffon

Vivir en París es también eso: poder subirse a un tren y, en sólo una hora, llegar al centro-este de Francia. Dirección: Montbard, a 80kms de Dijon (donde se hace la mostaza de..), una ciudad de no más de 5000 habitantes que viven principalmente del trabajo que generan dos grandes empresas fabricadoras de tubos para la industria nuclear (muy fuerte en Francia). Esta ciudad industrial no sería particularmente interesante si no fuera por tres razones.

1) Allí vive Max, un amigo parisino; 2) Allí nació Buffon, el administrador de los jardines de Luís XIV (actualmente los Jardins des Plantes, en París); 3) Esta ciudad está en la Côte d´Or, uno de los cuatro departamentos que forman la Bourgogne (Borgoña en español), una de las regiones más vastas de Francia. Los duques de Borgoña fueron durante varios años más poderosos incluso que los reyes de Francia (hasta que la Corona logró finalmente apropiarse de la región), así que Montbard está rodeada de castillos.

La Abadía de Fontenay

En auto, el paseo es poético. Ciudad medieval a la derecha, tractor en el borde de la ruta y ni un espacio de tierra libre a la izquierda. Todo es utilizado. De repente un castillo. O cientos de propiedades muy antiguas. Un lago, y una pareja de franceses que viaja por el país en bicicleta. Muchas rotondas. Los franceses se entusiasmaron y construyeron 30.000 en toda Francia (en el mundo entero hay sólo el doble). Fanatismo por organizar el tráfico y controlar la velocidad de circulación. Evitan accidentes sin necesidad de electrificar la zona con semáforos. Coherente. Pero desde hace 30 años, y para mejorar la fluidez vial, decidieron darle la prioridad al que está dando la vuelta (y no al que ingresa en la rotonda). Las llaman carrefours giratorios. Las rotondas para ellos son las que tienen una plaza o algo en el medio, como la del Arco de Triunfo (ahí la prioridad sí es para el que ingresa). Pero en las otras, peligro para el que está desacostumbrado (y desatento)..

Salir de París hace bien. Comprobar que los franceses cuidan su patrimonio histórico. Ver cómo la familia propietaria de las Forjas de Buffon, la fábrica creada por este naturalista hace 250 años para producir metal, se esfuerza por mantener el sitio, pese a que la recaudación de las entradas (6 euros) no siempre alcanza para mantener esa infraestructura. Constatar que las ayudas de los consejos regionales y departamentales están muy presentes. Pasear por el castillo donde vivió el conde de Bussy cuando fue expulsado de París por Luís XIV. Bussy había escrito una obra sobre las aventuras de las damas de la Corte, para divertir a su amante, pero una amiga de ella lo traicionó e hizo llegar el libro a las manos del Rey. Presenciar los debates entre los visitantes y la guía del castillo. A los franceses les encanta debatir. Descubrir que en aquella época los retratos de las amantes de los reyes se colgaban en la pared. Salir de París puede ser muy instructivo.

 

Vista desde el castillo de Bussy

 

El rey del chocolate

 


Las cajas de chocolates de Jacques Genin (los dibujos de encima se convirtieron en su marca de fábrica)

 

En la cocina de Jacques Genin, arriba de su boutique del Marais, las cosas van rápido. A las 16h30, una empleada le avisa que se terminaron los “éclairs au chocolat” y las tarteletas de limón. No hay tiempo que perder. Genin y dos de sus 20 ayudantes se ponen a trabajar. Un rato más tarde, diez nuevos éclairs (un pastelito típicamente francés relleno con crema sabor chocolate o café, según la elección) y otras cuantas tarteletas de limón estarán listos para ser servidos a los clientes golosos.

Preparación de los caramels

Estos son los imprevistos de un artesano que hace todo en el momento. Lo que se vende en esta chocolatería de lujo se produce unas horas antes. Y esa es también quizás una de las razones por las cuales Jacques Genin fue elegido mejor chocolatero de Francia en 2008 y durante tres años sucesivos. Además de sus conocidas “ganaches” (bombones de chocolate rellenos), Genin se especializa en “caramels” (a diferencia de los otros, estos no se pegan en los dientes), pates de fruits (dulces de fruta) y pâtisseries (los clásicos pastelitos franceses).

Durante años, Genin vivió en la discreción absoluta: en su fábrica del 15e arrondissement creaba los chocolates que se servían en los grandes restaurantes y hoteles-palaces de París, como Le Meurice o el Plaza-Athenée. En silencio. Hoy los sigue teniendo como clientes, pero desde fines de 2008 abrió su propia boutique (133, rue de Turenne). “Menos límites”, confiesa este autodidacta que asegura haber empezado a hacer chocolates para que su hija tuviera “los más lindos cumpleaños”.

A los creadores como Genin, aquí en Francia se los llama “maîtres chocolatier” -maestros chocolateros en español-. No sólo porque crean sus propios chocolates y cremas, que serán las bases de sus productos finales, sino porque además la dedicación y la precisión de sus trabajos son únicas. Genin trabaja los siete días de la semana. Empieza a las 7h de la mañana y no termina antes de la 2h. En un día puede llegar a hacer 200 kilos de “caramels”. Pero este artesano de la glotonería prefiere que lo llamen “fondeur en chocolat” (el que funde o derrite el chocolate).

Preparación de los éclairs au chocolat

Los chocolates industriales (los que se consiguen en supermercados o quioscos) son un producto diferente porque no pasan por ninguna mano. Los ingredientes de base no son frescos y la técnica tiene más que ver con la rentabilidad que con el gusto. En su cocina, en cambio, Genin toca y mira todo lo que se hace.

Los preferidos de los clientes son los bombones de chocolate negro y menta, o albahaca. El secreto es que no son extremadamente dulces: Genin utiliza sólo 80g de azúcar por kilo. Y el sabor de las hojas de menta o de albahaca se extraen por la infusión con la crema. El resultado es un bombón fino que se disuelve en la boca. ¿Engorda menos? “No sé. Lo importante es el placer”, sentencia Genin. Y como recomendación de uno de los mejores chocolateros del mundo: NO guardar el chocolate en la heladera.

Genin en plena selección de frambuesas

En la boutique cambian los inmensos arreglos florales todas las semanas

 

Agosto, un mes sin soluciones

 


Una de las instalaciones del artista argentino Leandro Erlich en la galería Continua

 

Agosto es época de vacaciones en París. Vacaciones que durarán casi un mes en la mayoría de los casos. Un mes en el que la tintorería, la ferretería, la panadería, la florería y la carnicería del barrio están cerradas. También algunas boutiques de ropa (siempre que no sean cadenas, claro) y algunos restaurants. Para arreglar el reloj que se rompió hay que esperar hasta principios de septiembre. Para sacar turno con una psy, también. Uno tiene problemas ahora, pero debe postergar las soluciones por un mes. Un mes durante el cual los locales que quedan abiertos cambiarán sus horarios (abren a las 9h en vez de las 8h y cierran a las 19h en vez de las 20h).

Los problemas no se arreglan en agosto, pero uno puede contentarse con algunas comodidades a cambio. Al menos eso. En el colectivo, por ejemplo, uno puede sentarse donde quiere. El caso de la línea 72 (tiene un circuito bastante turístico y por ello recomendable para quienes visiten París: sale del Hotel de Ville, circula a lo largo de rue de Rivoli, pasa por los jardines des Tuileries, llega a Concorde, bordea después el Sena, y pasa por la torre Eiffel y el Trocadero). En agosto, tomar el 72 es tener una cita “tête-à-tête” con el chofer (el colectivo está vacío a la mañana). Quizás esas comodidades terminen solucionando algunos problemas… No está tan mal.

La boutique estará cerrada del 25 de julio al 16 de agosto

Ni dos ni tres semanas. Los parisinos se toman un mes de vacaciones. Así de suertudos y así de esquemáticos. Y el momento del “vaciamiento” es radical. La época de vacaciones no está precedida por el ambiente “navidad-año nuevo” (estamos en agosto, claro), esos días en los cuales aunque uno trabaje tampoco hace gran cosa. Así que no hay ni tiempo para prepararse frente el escenario que se está gestando. Uno estaba rodeado de gente el domingo 31, y de repente las calles están vacías el lunes 1 de agosto.

Los que se quedan en la ciudad en esta época en general dicen que París es lindo en agosto. Es cierto que la dinámica veraniega continúa (tomar y beber afuera, en las “terrasses”, picnics en los parques, oscuridad recién a las 22h30, ..), aunque con menos gente, con menos autos, con menos ruido. Salvo, claro, que uno pase por esos lugares donde los turistas ya son dueños, como los alrededores de Notre-Dame y de la Tour Eiffel, el Pont des Arts o el Louvre. Cuando se toman vacaciones, ellos vienen a París.

Saltar a caballo vestido de Hermès

 

Jinete sonriente en la competencia organizada por Hermès

 

Aquí va una parte de la nota que se publicó hoy en la revista de LN, para los que no la leyeron, más algunas fotos del evento.

Bienvenidos a un mundo de gente rica y linda. Rica porque para ser un muy buen jinete, una de las condiciones es tener un muy buen caballo, y eso puede costar millones. Linda porque esos breeches blancos, esos sacos de color, esos cascos y esas botas hasta la rodilla transforman drásticamente a cualquiera.

Por segundo año consecutivo se llevó a cabo en París el Saut Hermès, la competencia de salto a caballo que esa marca organiza en el Grand Palais y que durante tres días reúne a la elite del universo ecuestre. Y a sus satélites: cada jinete está rodeado de una pequeña comitiva.

En la pista de obstáculos (de 70 x 30 metros), instalada en el centro de esos 13.500 m2 y rodeada por tribunas con capacidad para 4000 personas, los 35 mejores jinetes del mundo se enfrentan en una serie de pruebas de mayor y menor altura, cronometradas, por premios de entre 23.000 y 200.000 euros.

Entre una y otra competencia -son ocho en total-, se pueden recorrer los espacios de alrededor de la pista, relacionados con la equitación y con la marca: un pony club para chicos, una librería especializada en caballos, una boutique Hermès en la que se vende todo lo que se necesita en este deporte, y la instalación de dos talleres en donde los artesanos muestran la realización en vivo de dos de los métiers emblemáticos de la marca: la talabartería y la impresión de los pañuelos de seda.

Durante 26 años, la firma fue sponsor oficial de los saltos que se organizan en Chantilly, conocida como la capital del caballo, a 40 kilómetros de París. Ya era tiempo de tener una competencia propia: la equitación es la raíz misma de Hermès. En sus inicios, en 1837, la firma era una fábrica de monturas y arneses. Su fundador, Thierry Hermès, seguramente vio el potencial económico de este universo.

Alvaro Miranda tiene 18 caballos: cinco ya están preparados y compiten en los Grand Prix. “Se pueden ganar unos 500.000 euros anuales en las competencias internacionales, y con cada caballo. Pero esos caballos Grand Prix, que ya preparados pueden ser revendidos por hasta tres millones de euros, insumen al menos 3000 euros mensuales entre manutención y veterinaria”, explica este brasileño, que participa de la competencia. A pocos metros, en la boutique de Hermès, una leche limpiadora se vende a 35 euros, una fusta, a 204, una manta supera los 289 euros y un casco, a 1990 euros.

Alvaro Miranda

Originario de San Pablo, Miranda empezó a saltar a los 10 años. Hoy tiene 38, vive en Bélgica y entrena en Holanda. Cuenta que siempre fue auspiciado por su padre y que ahora lo será también por una marca, aunque como todavía no firmó, prefiere no revelarla. Miranda es además el marido de Athina Roussel, la nieta del magnate griego Aristóteles Onassis.

“Esta es mi vida. Es lo que amo hacer. No es un deporte de amateur. Practico cinco a seis horas por día. Lo más difícil es tener un buen caballo: se lo entrena o se lo compra, y en este último caso es muy caro. Muchos recaen en el comercio”, analiza el jinete francés Michel Robert, uno de los mejores del mundo, que también compite en esta competencia y es además el consejero deportivo del evento.

La entrada cuesta entre 90 y 110 euros. El Grand Palais estaba lleno. No sólo por los caballos y por el escenario imponente (aquí se organizaban originalmente, entre 1901 y 1957, concursos ecuestres, con capacidad para 600 caballos), sino también por la atracción que genera la marca. Su fuerza radica, en gran medida, y al menos aquí, en que es un imperio francés en donde las decisiones siguen siendo tomadas por la familia. Hasta el nombramiento de Patrick Thomas, en 2006, como presidente externo de esta dinastía, esta marca (casi 422 millones de euros en ingresos netos en 2010) estuvo durante seis generaciones en manos de la familia Dumas-Hermès.

Los parisinos y sus panaderías

Pains au chocolat y croissants adelante, baguettes detrás

La imagen del parisino con su baguette bajo el brazo, a las siete de la tarde, cuando vuelve del trabajo, es tan típica que puede volverse incluso una caricatura. Las panaderías no están casi nunca vacías: a la mañana la gente se compra un pain au chocolat o un pain aux raisins camino al trabajo, entre 11h30 y 14h es hora del sandwich, a partir de las 16h30 los alumnos que salen del colegio se compran una “viennoiserie” (la traducción es “bollo”, aunque aquí son generalmente dulces mientras que al bollo uno se lo imagina más de queso o con espinaca adentro), y a partir de las 18h es la venta non stop de baguettes para la comida de la noche (en general a las casas llegará sólo un tercio de ese pan porque tienden a comerse un parte -al menos “le quignon”, la punta de la baguette- en el camino).

Entran tan seguros de lo que quieren que no hay tolerancia (ni del resto de los clientes ni tampoco de las panaderas) frente al que duda. Cuando la fila avanza, el turno de uno está por llegar y uno no sabe todavía lo que quiere (simplemente porque quiere todo), el estrés es absoluto (casi que sonroja).

En París hay unas 1250 boulangeries (panaderías). Hace 100 años, el francés consumía un kilo de pan por día (cuatro baguettes). Hoy esa cifra se redujo a 120/130g diarios de pan por persona (media baguette).

Las boulangeries son generalmente manejadas por una pareja: el hombre se ocupa del horno y la mujer, de la caja. Parece un cliché, pero es así. Es de hecho más factible que un banco otorgue un crédito para un proyecto de este tipo si ve que detrás habrá también una mujer: más allá de la calidad del pan, el humor de una buena vendedora seduce a los clientes. Quizá por eso es tan usual ver a una panadera que cambia totalmente la expresión de su cara y casi grita el “bonjour Madame” cuando uno entra en la boulangerie.

El panadero Benjamin Turquier es el dueño de 134 RDT, Tout autour du Pain“, una de las mejores boulangeries de París, sobre la rue de Turenne, en el Marais. Su panadería ganó el 2º premio en 2009 a la mejor baguette de París. En 2010 no participó porque fue jurado.

Benjamin trabajaba en las finanzas. Hace seis años se cansó. La panadería lo sedujo porque es una actividad “artesanal y sin fronteras, que forma parte del corazón de la gastronomía”. Es también bastante desgastante: de 5h de la mañana a 20h30. En 2007 instaló su boulangerie. Y a la vuelta tiene un “bar à pain” con brunch y con clases sobre cómo hacer una baguette. Los Palaces de París le envían a los huéspedes interesados. Entre ellos, los hijos de Bill Gates.

Benjamin hace unas 700 baguettes al día (1,10 euros cada una). Se especializa en las llamadas “tradition”: el término garantiza que la baguette sólo será hecha con harina clásica, agua y sal. Cualquier baguette que contenga otros productos para mejorar el pan deja de llamarse así. Algunos hacen hasta 1500 por día, y más.

A evitar, por favor, las cadenas del tipo “Brioche Dorée”. Como recomendación (además de la ya citada más arriba): la que está adentro del Marché des Enfants Rouges -se puede entrar en el mercado por rue de Bretagne-, el panadero es muy simpático y todas las noches toma algo en Le Progrès, el bar de al lado; la boulangerie Heurtier (2, rue de la Verrerie), y La Patisserie des Rêves (93, rue du Bac).

 

Las playas de París

Viernes 22 de julio a la tarde, después de una semana de lluvia

París es una ciudad terriblemente urbana. Es muy raro ver gente en joggins o en calzas deportivas en las calles de esta ciudad a menos de que sean espacios en los que se puede hacer algún tipo de deporte (correr en un parque por ejemplo). Hay tanto asfalto por todos lados, que en verano uno se siente incómodo sólo de ver gente que se pasea en ojotas. Incluso en los parques uno siente que los parisinos mantienen una mínima elegancia. Quizá por eso es que el otoño y la primavera les queda tan bien: están más en sintonía con la dinámica de esta ciudad. Las playas artificiales que, en verano y durante un mes, instalan en en centro de París rompen con todo eso. Aunque a medias.

Si bien las temperaturas no ayudan (desde hace dos semanas no hacen más de 20 grados y no para de llover), la municipalidad de esta ciudad inauguró el jueves una nueva edición de Paris Plage: arena, reposeras, sombrillas y palmeras (si, palmeras) en las veredas de la rive droite (costado derecho) del Sena -a la altura del jardín de las Tullerías y hasta el Hotel de Ville- y en el Bassin de la Villette (en el barrio 19) -bordeando el canal de l´Ourcq-.

A los turistas les encanta: no sólo visitan París y sus museos sino que además pueden decir que estuvieron en la playa. Los parisinos, ellos, están divididos. A algunos les divierte (sobre todo a los padres, que encuentran un nuevo programa para sus hijos, y a los adolescentes) y a otros les deprime (se enfrentan con la realidad de estar en París trabajando en julio-agosto). A los taxistas directamente les irrita: en esas zonas hay más tráfico y las calles están cortadas durante todo ese mes (como la vía Georges Pompidou, que bordea el Sena y por la cual pasan diariamente 40.000 autos).

La municipalidad, ella, está de fiesta: para festejar los diez años de este emprendimiento, utilizaron este año 6000 toneladas de arena, tres veces más que el año pasado, 250 reposeras, 280 sombrillas, 858 sillas, 10 reposeras gigantes y 200 colchones a rayas azules y blancas (bastante chic y bien francés). Además de un piletón de 60 metros cuadrados. Se puede patinar, jugar al beach voley o a la petanca, hacer aquagym, kayak, taï-chi. Esperan entre 4 y 5 millones de visitantes. Y, para tirar la casa por la ventana, este año se puede hacer surf sobre una ola artificial de 15 metros de largo y 6 metros de ancho (en la Villette).

París rompe con lo urbano. Aunque a medias: los trajes de baño están “tolerados”. Los strings (las tangas), el topless y el nudismo están prohibidos, claro, con multas de 38 euros.