Vivir en París es también recibir constantemente la visita de amigos. Amigos que vienen de vacaciones o que están de paso por trabajo. Y también amigos de amigos. Algunos (pocos) incluso se vuelven amigos. Paradójicamente, vivir en París enriquece la red social porteña. París recibe 40 millones de turistas por año. Cuando la ciudad se vacía de parisinos, que se van de vacaciones durante todo un mes (sobre todo en agosto), los turistas se notan todavía más.
En esos encuentros, uno descubre que visitantes de París los hay de dos tipos. Por un lado, están los cool. Esos que esperan que París los sorprenda con nuevos descubrimientos, y que por ello se lanzan en una exploración más espontánea de la ciudad. La actividad comienza no antes de las 10h30/11h de la mañana. Llegan con una mini lista de lugares que quieren visitar. Una lista específica. Sin grandes museos ni calles conocidas. Una lista con exposiciones concretas, galerías y bares de moda hace unos años, restaurants recomendados por otros o en los que ellos estuvieron en alguna otra ocasión (en general levemente más caros que los que uno suele frecuentar). Preguntan con precisión. A veces por lugares que uno ni conoce. Momento de incomodidad: uno siente que debería conocer todo porque vive en París. Pero no.
Son visitantes que ya vinieron a París en otras oportunidades. Tienen algunos recuerdos. Quieren volver a esos lugares. Ese departamento en el que se quedaron. Ese puente en el que vivieron una historia desopilante (tanto que al escucharla uno casi lamenta no haber estado, y como “defensa” pensará que el otro seguramente está exagerando). Vienen con costumbres adquiridas, en un afán por reproducir aquí la misma vida que tienen en Buenos Aires: reservar en un restaurant, pedir un taxi con antelación. Cosas que aquí también se hacen, sólo que en ese caso es uno el que debe hacerlas automáticamente por los otros. La demanda es intensa. El porteño es demandante. Vienen con un presupuesto definido, y a partir de allí se darán todos los gustos hasta reventarlo. El problema es que uno va con ellos. Les gusta ese París con poesía. Ese de las películas de los sesenta. Ese en el que se vagaba por las calles. Vendrían un tiempo más largo, pero reconocen que no vivirían aquí. El mal tiempo, las pocas sonrisas, la falta de taxis libres, los espacios diminutos y extrañar la cama propia son algunas de las razones.
Por el otro, están los visitantes radicales. París ya los sorprende antes de llegar a París. No esperan nada. Van en busca de ello. A las 9h ya están en la calle. La lista es gigante. Desde el primer día ya saben que no tendrán tiempo para hacer todo. Pero recién el tercer día lo asumen y se relajan. Preguntan de todo. Cómo ir, si conviene hacer tal o cual cosa, si va a hacer frío, si va a llover. Puede ser desgastante. Uno vive aquí, pero no tiene todas las respuestas. Uno se las quiere dar de todas formas, y se meterá en un laberinto de gestiones. Uno se descubre en guía turístico. Pero del París de ellos.
A estos visitantes todo les fascina. Es un placer. Hasta la forma del cenicero se explica por el hecho “y.. este es el primer mundo baby”. Europa es sinónimo de avance. No importa que el continente esté paralizado. No importa que el presupuesto francés esté en déficit. Este es el primer mundo, y está lejos de Buenos Aires. No habrá mucho tiempo para mostrarles el París de uno. Vienen con ideas fijas de lugares que quieren conocer. Uno los acompaña y aprovecha para redescubrir lugares por los que ya no pasa (el quartier latin, por ejemplo). Quizás a la noche, llevarlos a un restaurant. Pero estarán tan cansados. Algunos aman la gastronomía francesa y se deleitan. Otros la critican. La carne no está cocida. Las porciones son chicas. Puede que hasta le hablen en español al mozo. Y lo harán sonreir, incluso al más aburrido. París es para ellos la ciudad más linda del mundo.
Todo este relato es una generalización. Cualquier semejanza a personas de la realidad es pura coincidencia.