Sábado a la tarde. Coco y Juan pasean por el Marais. Está nublado y por momentos llueve. Nada molesto. En una de las vidrieras ven unas bufandas 80% lana y 20% cachemire a 15 euros. La oferta es tentadora. Ambos entran, hablando de otros temas. Inspeccionan los colores, tocan si son suaves (sólo una está fuera del plástico) y lo piensan como un regalo para alguien en Buenos Aires (Juan toma esa noche el avión de vuelta). Deciden en conjunto que hay algo que no convence en esa bufanda: es medio áspera. Así que la dejan (desordenada). Saludo automático de despedida al dueño, que gruñe en idioma desconocido mientras los dos amigos se están yendo.
Uno tiende a seguir de largo. Uno se acostumbra a tragar ese gruñido espinoso y a digerirlo como pueda. Pero es claramente un envío de energía negativa: cuando uno se la guarda, indefectiblemente la escupirá luego de alguna otra manera y en alguna otra oportunidad. Habrá una próxima víctima. Es la cadena de la mala onda. Nadie se la quiere quedar adentro. Pero los parisinos prefieren cuidar las formas: pasan de largo ese mal momento. No paran en seco al mensajero. Se quedan con la pelota, como si no les importara, pero después se la tiran en la cara al siguiente. Es tan automático que cuando uno se atreve a responder, y a defender un poco su espacio energético, el “malondero” muchas veces se va al mazo. Callado. Tapa, tapita, tapón.
Los extranjeros afrancesados (en general esos que vivieron añares en París) son los peores: adquieren todos los malos hábitos y el malhumor de los parisinos pero sin ningún tipo de código. El dueño de las bufandas no era parisino. Ni siquiera francés. Sus víctimas (Coco y Juan), porteñas. Se viene el salvajismo. Frente al gruñido, Coco detuvo la marcha. La presencia de su amigo le daba fuerzas, y el gruñido había sido realmente excesivo. “¿Algún problema?”, preguntó, desafiante. Los amigos pensaron que el dueño se quejaría por haber dejado la bufanda desordenada. Pero la razón que adujo fue mucho más original: no comprar la bufanda cuando “sólo cuesta 15 euros”. Y además se exaltó: “¿Qué son 15 euros? ¿Y para qué entran a mirarla si no van a comprarla?”. Coco explicó que habían entrado por curiosidad y justamente para determinar si la bufanda les gustaba o no. “Si son curiosos vayan a Galeries Lafayettes”, retrucó el dueño. “Seguro que con esa buena onda va a vender muchas bufandas”, concluyó Coco, con ganas de quedarse con la última palabra. Haberse desahogado en el momento fue bastante gratificante. La mala onda quedó ahí. Adentro de ese local. Los amigos se fueron y, con la traducción de la polémica, llegó la risotada. Y el material necesario para contar una nueva historia.