La cadena de la mala onda

 

Sábado a la tarde. Coco y Juan pasean por el Marais. Está nublado y por momentos llueve. Nada molesto. En una de las vidrieras ven unas bufandas 80% lana y 20% cachemire a 15 euros. La oferta es tentadora. Ambos entran, hablando de otros temas. Inspeccionan los colores, tocan si son suaves (sólo una está fuera del plástico) y lo piensan como un regalo para alguien en Buenos Aires (Juan toma esa noche el avión de vuelta). Deciden en conjunto que hay algo que no convence en esa bufanda: es medio áspera. Así que la dejan (desordenada). Saludo automático de despedida al dueño, que gruñe en idioma desconocido mientras los dos amigos se están yendo.

Uno tiende a seguir de largo. Uno se acostumbra a tragar ese gruñido espinoso y a digerirlo como pueda. Pero es claramente un envío de energía negativa: cuando uno se la guarda, indefectiblemente la escupirá luego de alguna otra manera y en alguna otra oportunidad. Habrá una próxima víctima. Es la cadena de la mala onda. Nadie se la quiere quedar adentro. Pero los parisinos prefieren cuidar las formas: pasan de largo ese mal momento. No paran en seco al mensajero. Se quedan con la pelota, como si no les importara, pero después se la tiran en la cara al siguiente. Es tan automático que cuando uno se atreve a responder, y a defender un poco su espacio energético, el “malondero” muchas veces se va al mazo. Callado. Tapa, tapita, tapón.

Los extranjeros afrancesados (en general esos que vivieron añares en París) son los peores: adquieren todos los malos hábitos y el malhumor de los parisinos pero sin ningún tipo de código. El dueño de las bufandas no era parisino. Ni siquiera francés. Sus víctimas (Coco y Juan), porteñas. Se viene el salvajismo. Frente al gruñido, Coco detuvo la marcha. La presencia de su amigo le daba fuerzas, y el gruñido había sido realmente excesivo. “¿Algún problema?”, preguntó, desafiante. Los amigos pensaron que el dueño se quejaría por haber dejado la bufanda desordenada. Pero la razón que adujo fue mucho más original: no comprar la bufanda cuando “sólo cuesta 15 euros”. Y además se exaltó: “¿Qué son 15 euros? ¿Y para qué entran a mirarla si no van a comprarla?”. Coco explicó que habían entrado por curiosidad y justamente para determinar si la bufanda les gustaba o no. “Si son curiosos vayan a Galeries Lafayettes”, retrucó el dueño. “Seguro que con esa buena onda va a vender muchas bufandas”, concluyó Coco, con ganas de quedarse con la última palabra. Haberse desahogado en el momento fue bastante gratificante. La mala onda quedó ahí. Adentro de ese local. Los amigos se fueron y, con la traducción de la polémica, llegó la risotada. Y el material necesario para contar una nueva historia.

La sonrisa mágica

"La bestia con dos espaldas", de Théo Mercier (2011) en la FIAC de este año

Es domingo a la mañana. Al café de Boulevard Saint Germain le da el sol. No hace frío. Él pide un café crème, un té con leche y unos croissants (medialunas). Pide todo con una sonrisa. Ella se toma su tiempo, porque está sola para todas las mesas, pero trae todo. Trae todo con una sonrisa. El intercambio va a seguir hasta el final con una aparente buena onda. Nada especial, pero todo cool. Al momento de pagar, ella tarda en traer el aparato para las tarjetas (fue igual con la mermerlada) pero todo parece estar bien. Él la trata de “Madame” (señora) y ella le responde con un “jeune homme” (joven). Deben tener la misma edad, en los cuarenta. Pero en ese contexto, los términos utilizados son en realidad despectivos: él la está tratando de vieja y ella, de pendejo.

Nunca se sabe lo que piensa realmente un parisino. Ese con el que uno se cruza y con el que puede llegar a intercambiar unas palabras pero que no conoce mucho o que no conoce para nada. Puede estar sonriendo y en realidad estar a las puteadas por dentro. Puede mantenerse bastante serio y paradójicamente estar disfrutando de una conversación. Puede parecer bastante seco e inesperadamente soltar una sonrisa de las que tranquilizan. Las formas son tan importantes que a veces la situación se vuelve ridícula. Es bastante desconcertante. Por eso las sonrisas tienen un efecto bastante mágico. Y hacerlos reir es conquistarlos.

 

"Should be titled", de Andro Wekua (Fiac 2011)

La mamá parisina: una mujer maravilla

 

Convertirse en una verdadera mamá parisina es aprender a organizarse. Viole es argentina. Vive hace años en París y está en pareja con un francés. Juntos tuvieron una hija. Se despierta a la misma hora que su hija de casi un año. La prepara, se prepara ella (como puede), la lleva a la “crèche”, la guardería infantil, y se va corriendo al trabajo.

Convertirse en una verdadera mamá parisina es aprender a “europeizarse”. En todos los barrios hay más bebés que espacios en las crèches: conseguir un lugar en la guardería del barrio es siempre una buena noticia para los padres parisinos. Incluso para las mamás porteñas acostumbradas a ser cuidadas por sus propias mamás y por empleadas que casi formaban parte de la familia. Son establecimientos públicos o privados donde mujeres formadas para ello cuidan a los niños de entre dos meses y medio y tres años. Las guarderías priorizan a las familias monoparentales, a aquellas con menos recursos y a aquellos padres que trabajan a tiempo completo, y que así pueden dejar a sus hijos durante toda la jornada laboral. El precio varía según el ingreso de la pareja.

Convertirse en una verdadera mamá parisina es dejar la espontaneidad para otros ámbitos de la vida. Como todo en París, la guardería tiene horarios precisos. En algunas proponen cuidar a los bebés hasta las 18h, y con una espera de máximo 15 minutos. Pasado ese tiempo, y por una cuestión de seguros y responsabilidades, la crèche deja el bebé… en la policía del barrio. Hay que salir corriendo del trabajo para no llegar tarde.

Convertirse en una verdadera mamá parisina es hacerse preguntas. ¿Cómo crecer profesionalmente y pedir y querer cada vez más responsabilidades en el trabajo (con el consecuente aumento salarial) y de todas formas decirle después al jefe que la jornada laboral se termina a las 17h45? Cuando los maridos están en París, las tareas se reparten. Y todo es lindo y compartido. Pero cuando viajan por trabajo, es un rally. Buscar el bebé. Hacer las compras (muchas veces subida a los tacos del día). Transportar bebé y cochecito y bolsas por la calle. Subir, en general por escalera, los tres o cuatro pisos. Dejar el bebé. Volver a bajar y a subir, esta segunda vez con las bolsas del supermercado. Jugar con el bebé. Darle de comer. Prepararlo y hacerlo dormir. Recién ahí, retomar la computadora y aprovechar para terminar otras dos horas de trabajo. O invitar a una amiga a comer.

Convertirse en una verdadera mamá parisina es reconfigurar la vida social. Salir cuando se puede. Tener una babysitter por algunas horas a la noche cuesta entre 40 y 50 euros. Tenerla toda la noche, entre 100 y 120 euros. Y además hay que prever un espacio para que pueda dormir, lo que en París no siempre existe. Las casas no son tan grandes. Las mamás en general invitan a comer a sus casas.

Convertirse en una verdadera mamá parisina es ser una mujer maravilla. Como parecen serlo acá. Viven corriendo contra en tiempo. Pero siempre con una sonrisa. Y con una característica excepcional y tan distinta de la porteña: no se quejan nunca de estar cansadas.

Pink Panther (1988), de Jeff Koons, en la expo de Versailles

 

Paseos mágicos y menos agobiantes

Puede ser una visita fuerte para los más sensibles, pero el Museo de la Caza y la Naturaleza es increíble

 

Están los museos grandes, esos que todos escucharon nombrar o que tuvieron la posibilidad de visitar cuando pasaron por París. Esos clásicos que siempre tienen exposiciones temporales buenísimas en alguna de sus salas y colecciones permanentes que reconstruyen en vivo la historia misma del arte. Esos que también pueden agobiar.

Y están los chicos, o los menos conocidos, o esos especializados que uno nunca visita cuando viene a París por pocos días. ¡Error! Son bastante mágicos. Al igual que las casas que los albergan. Siempre con alguna buena historia detrás. De ellos se sale enriquecido. Programón. Aquí van algunos. Me dieron ganas de que los tuvieran en cuenta por si acaso.

Musée de la Chasse et la Nature (sobre la rue des Archives, en el Marais). Es uno de mis preferidos. François Sommer y su mujer Jacqueline eran unos apasionados de la caza y poseedores de una gran fortuna (François convirtió la empresa de alfombras de su padre en una de las más importantes de Europa). En los años 60, el entonces ministro de Cultura André Malraux (el escritor) les alquila por 99 años el hotel de Guénégaud, hasta ese momento abandonado y construido en 1650 por François Mansart, a condición de que la pareja lo restaure. En 1967 los Sommer inauguran su fundación-museo. La colección (mayormente taxidermia pero también cuadros y objetos de época) es increíble. Los techos también. Es como visitar la casa de un coleccionista. Su universo íntimo. Ambos se mueren en los noventa. Sin herederos, todo es legado a la fundación, que en 2002 compra el hotel de Mongelas de al lado (un deseo de su fundador) y amplía el museo. Mágico.

Grande Galerie de l´Évolution (una de las salas del Museo Nacional de Historia Natural), adentro del Jardins des Plantes (eran los jardines de Louis XVI). Fantástico. Es el lugar al que llevan a todos los chicos. Pero quien no lo vio de chico, o quien vuelve de más grande, lo descubre de manera distinta. La evolución de los animales. Desde el más imponente (el esqueleto de una ballena azul) al más miniatura (una mariposa). Un gran paseo.

Musée de la Vie Romatique, en el barrio 9e. Es una casa de dos pisos que el artista holandés Ary Scheffer (1795-1858) adquirió en 1820. Lugar de encuentro artístico y político por esos años. Por allí pasaron Delacroix (que era vecino), George Sand, Chopin, Dickens. Hasta 1950 perteneció siempre a esa misma familia. Fue luego vendido al Estado y hoy gestionado por la ciudad de París. Cuadros, muebles y joyas de la época. Las paredes de los salones están tapizadas. En el jardín se puede tomar un té.

Musée Jacquemart-André, sobre el boulevard Haussmann en el barrio 8e. Heredero de una familia de banqueros protestantes, Edouard-André construye este hotel en 1875. En esa época los aristócratas construían sus hoteles particulares en esa zona. Se casa unos años más tarde con Nélie Jacquemart. Cuadros, objetos en cerámica, joyas, alfombras y muebles que la pareja adquiere durante sus viajes. Tiene varios salones. Es un viaje a otra época.

Hay otros. Pero quizá para otro post.

El perfume parisino de Iggy Pop

El servicio (de catering) era de la tradicional casa francesa Le Nôtre

 

Es la casa parisina de Iggy Pop. A dos pasos del Arco de Triunfo. En la entrada, ramos de flores con mensajes para Iggy. El piso es de madera y hay varios salones. Guitarras eléctricas, calaveras que juegan el rol de esculturas y botellas de champagne. En el cuarto, una cama redonda y sábanas de terciopelo violeta. La bañadera está llena de botellas de champagne. La cita es a la una. Todos están con una copa en la mano. Algunos, con jugo de fruta, pero son pocos.

Iggy no está, pero dejó un video-mensaje para todos. Una especie de “animador” aparece entre dos baúles altos como él. Habla sin parar en inglés (buen nivel) pero con acento francés. Los invitados lo miran. Él habla del sueño de ser una estrella y del rock. Se pregunta porqué casi todos soñaron alguna vez con ser una rock star. Responde: porque el universo del rock es sofisticado, creativo, fantasioso, excesivo. Dice que para vivir intensamente se debe cultivar el exceso, crear apasionadamente o sencillamente soñar. Cuatro botones (también llamados valets, esos hombres que trabajan en los hoteles vestidos con cuello mao) aparecen con dos cajas grandes gritando “delivery for Iggy”. Se prende la pantalla: un nuevo video en el que aparecen Iggy, dos modelos y dos perfumes. Fue dirigido por el sueco Jonas Akerlund, director de videoclips musicales (dicen que trabajó con cantantes desde Madonna hasta U2). El film termina. Se abren las dos cajas: dos frascos super size de “Black XS – L´Excès” -para él y para ella-, las dos nuevas fragancias de Paco Rabanne. Se abren los dos baúles: ropa colgada, look mujer en uno y hombre en el otro, con los respectivos perfumes en tamaño normal.

Así es como, en París, preparan los lanzamientos de los perfumes. Toda una puesta en escena pensada alrededor de una nueva fragancia que es lanzada al mercado. La razón esencial es que, en el universo económico del lujo, hoy son los perfumes los que concentran la actividad más lucrativa y, en muchos casos, sus beneficios permiten la subsistencia del resto de la marca. Un perfume es más accesible que un vestido. Y en este negocio la competencia es feroz: por año se lanzan 400 perfumes nuevos. “O sos un éxito, o te echan. No se puede fallar”, explican en Puig, el grupo familiar franco-catalán dueño de marcas (moda + perfumes) como Carolina Herrrera, Paco Rabanne, Nina Ricci, y de licencias sólo para perfumes de Prada, Valentino y Comme des Garçons. Puig, por ejemplo, emplea 3500 personas y en 2010 obtuvo ganancias netas de 130 millones de euros. Hace pocos meses el grupo adquirió también la parte de moda de Jean-Paul Gaultier.

Algunas marcas tienen sus propias “narices” (nez, en francés, son las personas que crean los perfumes). Es el caso de Hermès, Chanel, Guerlain, Serge Lutens y Dior. Otros (en general los gruopos que concentran varias marcas, como Puig y LVMH) contratan “narices externas” para cada nueva fragancia, y para ello trabajan en conjunto con agencias que representan a varias narices. Cada vez más se da esta modalidad de regrupar fuerzas. Entre ellas, las tres grandes empresas Firmenich, IFF y Givaudan concentran los 3/4 de las creaciones mundiales.

Cada perfume que se lanza tiene detrás todo un trabajo conceptual y de marketing (trabajan más de 25 personas por proyecto) para determinar minuciosamente a qué público va dirigido. No es para menos: la industria de la belleza (cremas y perfumes) representa sólo en Francia más de 6,5 mil millones de euros. Razón suficiente para que todos se presten al juego. Incluso Iggy Pop.

 

 

 

 

La irritación de los parisinos

En el mercado de pulgas de Vanves (sur de París)

 

Una pelea verbal es una buena manera de saber lo que la gente tiene adentro. Y puede servir como estudio sociológico, en este caso de los parisinos.

El bus está atestado de gente. Son las 18h y algo. Los parisinos vuelven de trabajar. Están cansados. Y afuera empieza a oscurecer: las temperaturas no son todavía muy frías pero ya es noviembre y la luz del día dura menos. En su camino hacia el fondo del bus, un señor raspa la mano de una nena de no más de tres años. Una nena que estaba sentada en su cochecito (los colectivos tienen en el medio, frente a la puerta de salida, un espacio destinado a ello). Él no se da cuenta y sigue de largo, pero la nena empieza a llorar. Le duele la mano. Su “nounou” (así llaman a las babysitters que cuidan a los bebés de día mientras los padres trabajan) la consuela con dos palabras. Mirando la escena se sobreentiende que la mujer es su nounou y no su madre porque, a diferencia de la nena rubia, ella es de piel negra.

La mujer que estaba al lado, mitad simpática y mitad metida, intenta también consolar a la nena. “No hay que llorar mi querida, mi amor, ya va a pasar”. La nounou la mira fijamente con sus ojos bien abiertos y sin sonreír. Evidentemente no le gusta que la mujer se haya metido en la situación. La mujer habla fuerte, y la mayoría de los pasajeros empieza a mirar de reojo. A la nounou le gusta cada vez menos. Cinco segundos más tarde le está pidiendo que no se meta. Le dice que no es su problema. Empiezan a discutir. La “nounou-cola de paja” cree que la mujer la está culpando. Cree que la está tratando de descuidada. La mujer pasa de ser “metida amorosa” a “metida medio loca”. Pero, al menos mirando la escena, en ningún momento parece haber sugerido que la nounou era negligente. Empieza la batalla. Una le dice fea. La otra le dice loca. Una le dice “esto es lo que pasa cuando uno deja sus hijos con desconocidos”. La otra le dice bruja. La guerra verbal sigue durante al menos dos o tres estaciones. Incesante. La situación es incómoda. Se insultan en voz baja pero se escucha porque ningún pasajero habla: no hay peor para los parisinos que el acto inesperado, y más aún cuando ese acto inesperado es violento. Pero también son curiosos. Y, a veces, algo metidos. Algunos optan por el silencio pero siempre mirando. Otros, intervienen.

La nena mira. Desconcertada. Ya dejó de llorar hace rato, por supuesto. Las ofensas continúan hasta que la nounou baja del colectivo. Con la nena en el cochecito, claro. Y mirando fijo desde afuera. Todos se quedan callados cuando el colectivo arranca nuevamente. Un hombre de unos 60 años, con aspecto de cansado, le pregunta a la mujer el origen de la discusión. A los diez segundos nuevamente empiezan los insultos. Mirá cómo estás vestida: como una bruja. Estás alterada. Y vos sos un asqueroso, más feo que el cuero cabelludo (literal, le dijo eso). Otro hombre se mete en la discusión, y la mujer finalmente se calla: sabe que pelearse con tres puede convertirse en un argumento sólido para considerarla una loca.

La situación fue bastante hostil. Pero no es tan atípica en París. Y la mala energía en el colectivo se mantuvo hasta llegar al final del recorrido. Todos querían saltar y escapar de ese momento. También el causante del llorisqueo inicial de la nena. Nunca se supo quien era, aunque a los protagonistas de la batalla no pareció importarles. Evidentemente necesitaban desahogarse. Y ante el mínimo incidente.

Los muebles en una casa parisina

 

El placard se rompió. Ese con paredes y puertas de aglomerado blanco que Coco compró hace dos años en Ikea por 75 euros. La casa es chica, hay pocos armarios integrados y ese placard tiene la misma función que un disco duro externo para una computadora: Coco cuelga ahí gran parte de su ropa y guarda sus zapatos y la ropa de cama. Todo está muy ordenado, pero ya no entra nada más. Los malabares que aquí se hacen para lidiar con los espacios chicos tienen sus consecuencias. Uno de los dos ganchos que sostienen la baranda perdió sus patitas y la baranda se cayó. Todo está amontonado en el piso del placard. Incomodidad. Y necesidad urgente de comprar un nuevo placard. Empieza una ardua tarea.

El objetivo: un placard sólido, de ser posible de madera maciza y no de aglomerado y, sobre todo, evitar Ikea. Dos razones. 1) La primera vez que uno compra muebles, Ikea es una buena opción. Es barato, puede ser lindo y armarlo uno mismo es bastante divertido, además de la satisfacción de verlo en funcionamiento después de haber seguido las instrucciones para el montaje. Pero en los muebles con una complicación algo mayor (como los que tienen puertas), nunca nada queda igual al dibujito. La puerta queda medio torcida. No cierra bien. El amateurismo incide en el resultado. Con el tiempo, uno se cansa de jugar al carpintero, al electricista y al plomero. Coco es vaga. Esta vez quiere que alguien se lo haga, y no es tan fácil encontrar a ese alguien (Coco llamaría a Hernán, el de las empanadas, que es multitasking). O que el mueble venga armado. 2) Ikea es como H&M: está bueno, siempre y cuando se combine con cosas de otros lugares. Es la única manera de evitar la uniformización. Los muebles son prácticos, pero no tienen poesía. Y con el tiempo los ambientes se vuelven algo impersonales. Coco tiene ganas de priorizar la estética por sobre la practicidad. Quiere armar su casita con las cosas que a ella le gustan. Esas que un día elegirá meter en un container y llevarlas de vuelta a Buenos Aires.

El problema: Coco no tiene auto, aunque tiene amigos que le pueden prestar uno. Pero no tiene la fuerza ni las ganas para cargar un placard “vintage” comprado por ebay.fr o leboncoin.fr (el equivalente a ebay pero totalmente francés). Es indispensable entonces encontrar un negocio que envíe los muebles a domicilio. Aquí existen lo que se denomina “grandes surfaces” (en español: grandes superficies). Son lugares que en general están fuera de París y en donde venden de todo para armar la casa uno mismo: Conforama (también tiene sucursales en París), Alinéa, FlyLa Redoute o La Maison de Valérie (estas últimas sólo por internet), por ejemplo. El envío, según las marcas y el peso de los paquetes, puede variar entre 20 y 70 euros. El otro tema es que venga armado. O que alguien se lo arme. Hay que calcular al menos unos 75 euros más. Entre una y otra cosa, más el precio del placard, quizá mejor entonces comprar uno un poco más costoso que ya viene con todos esos servicios incluidos. ¡Coco no sabe qué hacer!

La solución: un amigo de unos amigos está de visita en París. Es arquitecto. Coco lo pasea por la ciudad. Después de unos días, el arquitecto ya conoce el problema de Coco. Como todo aquí en París, cada inconveniente se convierte en un monotema. El arquitecto tiene la amabilidad de ofrecer sus servicios. La acompaña a comprar un ganchito nuevo y unos tornillos. Magia: el antiguo placard de Ikea que Coco creía perdido vuelve a ser útil.

La moraleja: Coco necesita un hombre.

Las parisinas lo prefieren corto

En el salón Messieurs-Dames atienden sólo tres personas. Nunca hay ese atroz "ruido de peluquería"

La femeneidad y la sensualidad en París no pasan por el pelo. O al menos no si se cree que estas características se desprenden de un pelo largo y con volumen. Las parisinas lo prefieren corto. Existe un código implícito según la edad: largo durante la adolescencia, corto estilo “à la garçonne” o carré entre los 20 y los 30 (un período en el que prueban, incluso con colores diferentes), por debajo de los hombros pero ya más prolijo y serio a partir de los 30, y casi siempre por encima de los hombros, o incluso corte masculino, para el resto de la vida. Además, hay un desajuste parisino-porteño en los términos: aquí, “largo” es a partir de los hombros, es decir todo lo que vaya más allá del carré. Evidentemente, nunca contemplaron las melenas argentinas.

En parte es por una razón práctica. El pelo más corto es más fácil de manejar y, sobre todo, de mantenerlo “con vida”. Las parisinas van a la peluquería cada dos o tres meses para mantener un corte y, cada cuatro o seis, para el color. “Las estadounidenses van a la peluquería por una cuestión de higiene. Las parisinas vienen porque buscan el look pero no quieren que se vea ni el tiempo ni el dinero gastados”, precisa Romain, de Messieurs Dames, en el Marais.

Este salón abrió hace dos años. Forma parte de esas peluquerías más artesanales que se están volviendo a instalar en París después de años de cadenas que proliferaron como hongos. Le dedican al menos una hora y media a cada cliente. La relación es más personal. Con charlas más del tipo “ir al psicólogo”. La silla es como un diván. Aunque el rol de paciente es intercambiable según cuál de los dos (el peluquero o el cliente) esté peor ese día. En una ciudad como París, ese momento es bastante agradable. Encontrar un salón al que uno vuelve y vuelve es como una manera de echar raíces en París. Al menos una.

Pequeña precisión sobre las tendencias. Si bien se empiezan a soltar, las parisinas siguen prefiriendo el carré, el corte hombre y el “bol” (como Carlitos Balá).Hoy se busca que el volumen esté abajo, en las puntas, y ya no arriba como antes. Mientras que en NY los clientes piden cortes similares a algunas stars, en París la influencia es más musical, más rock”, agrega Seb, el dueño del salón y un ex Tony & Guy. Para el color, las mujeres se animan a mechas pasteles, tipo rosa o azul, aunque acá ya no se usan más esas gorras de plástico con agujeros. Es un método antiguo. Ahora lo hacen mecha por mecha, con un pincel, a mano. Los hombres, ellos, lo piden corto en los costados y largo arriba desde hace ya un año. Los precios en París pueden llegar hasta los 300 euros o más, pero para tener un idea, en promedio, las mechas cuestan 100 euros, el color 50 euros, el corte 50 euros y el secado entre 20 y 30 euros. Se entiende porqué muchas parisinas dicen que ir a la peluquería es “se faire plaisir” (traducción: “darse un placer”).

Romain es especialista en el color. En la foto falta la japonesa Yumi. Ese día no estaba. También trabaja en este salón

 

Seb dice que los códigos están cambiando. Su clienta es la diseñadora Sylvia Rielle

 

 

Los Babasónicos en París

 

Pasó hace poco más de una semana. Un viernes a la noche. Y fue un buen plan por dos razones.

Razón 1. Salir de a muchos en París, en banda, no es frecuente. Razones: el taxi es para máximo cuatro personas (ese número ya provoca mal humor en el conductor), en el restaurant no hay lugar para tantos (los mozos lo ven como una complicación), uno tiene frío, el otro no quiere gastar, la gente está en dos puntas distintas de París. Resultado: la salida en banda, en París, pasa muy poco. Todo es restringido, todo es acotado. De lo más discreto. Cuando se arma una banda, es bastante mágico. Y en esa noche de los Babasónicos, había equipo. Un par de invitaciones ofrecidas a último minuto lo permitieron. Y cuando es por invitación, nadie dice no.

Razón 2. En París, la relación de amor con lo argentino puede ser bastante desequilibrada. O, al menos, por etapas. Al principio, la Argentina está lejos. Al tiempo, uno comienza a frecuentarla. La temperatura sube. Uno se siente bien. El reencuentro es lindo. Hasta que uno se envuelto en programas sólo porque tienen algo de argentino, programas que uno no haría estando en Buenos Aires. Ahí empieza la selección. Y cuando todo ese ciclo es superado, asistir a algo argentino provoca una sensación de orgullo y de propiedad: que los parisinos aplaudan luego de una obra de teatro argentina, o que contemplen el cuadro de algún artista argentino, es bastante emocionante. Y por dentro florece el “es un poco mío”. Sobre todo cuando uno se hace el especialista (por ejemplo, de la historia de Babasónicos) frente a algún francés que pregunta sobre la banda. Sobre todo cuando uno pretende que la emoción sea mejor herramienta de explicación que lo fáctico.

Los Babasónicos tocaron en el Cabaret Sauvage, un salón con barra, mesas y escenario, en La Villette, y después de “Tan Biónica”, “Poncho” y “Tremor”. Fue, una vez más, en el marco del Tandem París-BsAs (propuestas culturales porteñas en París durante tres meses, hasta que termine el otoño). Es un lugar con capacidad para 1200 personas, pero había muchas menos: uno de los organizadores contó que, a diferencia de Madrid, en París la comunidad argentina no está tan concentrada y reunirla es más difícil. Tampoco lograron llegar al público latinoamericano que vive en París y que conoce a la banda. Ni hablar de los franceses, que eran minoría porque cuando no conocen ni van. Pero para los que estaban ese viernes fue un momento bastante único. Una especie de concierto privado, saltando a lo loco, diciendo “perdón” (en español) cuando en uno de esos saltos se pisoteaba a alguien sin querer, empujando impúnemente para estar más cerca del escenario (y resolverlo con una sonrisa), conversando con los organizadores como si fueran amigos (sólo porque son argentinos), compartiendo anécdotas del tipo “el porteño versus el animal parisino”, y sintiendo una complicidad con los músicos (de nuevo: porque son argentinos). Volver en metro fue alejarse de a poco de esa energía, que era desplazada por la parisina. Por suerte, alrededor todavía estaba la banda de amigos.

 

Cumplir años en París

 

Cumplir años en París es extrañar a los amigos que no están, es actualizarse con aquellos tres o cuatro que se ponen las pilas y llaman desde Buenos Aires, es hacer malabares para transportar la torta y algunas compras sin perder esas llamadas ni cortarles, es olvidarse que es un long distance call y explayarse durante veinte minutos, es pensar, escribir o pronunciar al menos diez veces la frase “estoy bien en París, extraño pero estoy contenta”, es leer o escuchar al menos diez veces la pregunta “¿cuándo venís?”, es recordar los cumpleaños anteriores que uno festejó en esta ciudad y compararlos, es ni pensar en cómo eran en Buenos Aires, es querer tomar decisiones radicales en un día y sentenciar “me quedo un año más”, es desear con todas las fuerzas que sea lindo día (como si de ello dependiera cómo será el resto del año), es sonreir con los mails y mensajes en Facebook de los que están lejos, es pasar un buen rato al día siguiente intentando responder a todos, es pactar conversaciones via skype para el resto de la semana, es comprarle las deliciosas empanadas de carne a Hernán (que las vende a 1,50 euros) e ir a buscarlas en metro, sola.

Cumplir años en París es no poder invitar a todos los amigos que uno quisiera porque la casa es chica, es encontrarle una explicación poética a ese impedimento de festejar con una banda de íntimos más reducida de lo que uno quisiera, es que una amiga de fierro se ofrezca a hacer y llevar la torta, es que otra traiga flores y se quede haciendo compañía hasta el final porque vive cerca y el “último metro” no opera como restricción, es que la mayoría de los invitados traiga un vino o un champagne aunque no se les haya pedido nada, es que la mayoría llegue antes de las 21h, es que todos ofrezcan ayuda, es que uno de ellos se ponga a limpiar platos y vasos por voluntad propia, es encontrar (gracias al individualismo parisino) mini helados Magnum individuales y comprarlos como postre “más práctico”, es anticiparse a la ansiedad de las fieras frente a las empanadas y servir primero unas entradas, es entender que las empanadas es lo único que esperan, es despertarse en medio de la noche con la última llamada de un amigo: en Buenos Aires son las 21h.