El salón del Café de la Paix, a metros de la Opera
Muchos amigos argentinos están de visita por estos días en París. Felicidad absoluta, diversión, risotada y cuatro observaciones.
Uno. Podrán haber venido más de diez veces a París, pero ello no impide que en cada nueva visita haya un momento destinado a la discusión sobre “la propina”. Si está incluida, si no lo está, si se deja, si no se deja, hasta llegar a los testimonios de lo más personales e inútiles de quienes viven en París (del tipo: “mirá, yo, si me atienden bien, dejo a veces, pero no siempre, depende, obligatorio no es… bla bla bla”). El debate en general se zanja con la voz de algún argentino riguroso que después de años en París lanza un “según la resolución legal Nº…”. Nadie se va convencido. Habrá quienes por exagerados o despistados dejarán el 10% o 15% como si esto fuera NY. Y habrá quienes, al momento de pagar, y de forma reiterada, preguntarán si se deja o no propina. Como si no quisieran hacerse cargo solitos de no querer dejar nada, o poco.
Dos. Eliminadas están, por suerte, las comparaciones de lo más deprimente del tipo “esto sería como Palermo Viejo” cuando se pasean por el Marais. Tampoco están todo el tiempo haciendo el cálculo de cuántos pesos son esos cuarenta euros que pagaron por una buena comida. Aunque, cuando lo hacen, empiezan con la insólita paleta de los azules (blue, celeste). Y ello abre el juego para una mini charla sobre la situación económica y política de la Argentina, las dificultades para salir con dólares, las dificultades para entrar con regalos. Todo argentino que pasa por París habla de eso en algún momento.
Tres. Qué lindo sería si París siempre fuera un desayuno en el jardín de invierno del hotel Crillon, un café crème en la Closerie des Lilas, donde solía ir Ernest (Hemingway), un té y unos canapés en el Café de la Paix, un cheesecake en la galería Vivienne, una soupe à l´oignon (sopa de cebolla) en Le Grand Colbert. Con amigos de visita uno se reencuentra con esos detalles que hacen de París una ciudad terriblemente placentera.
Cuatro. Los amigos se van y uno está feliz por los paseos y las risas compartidas, feliz por el fin de las multipreguntas (va a llover? dónde puedo comprar buenos zapatos? dónde podemos comer? me pedís un taxi?), triste por las despedidas, y en bancarrota por haber vivido como un turista.
Afuera, el boulevard des Capucines y un puesto de ostras y frutos de mar
La barra, la planta, el vino, el barman. Y el reloj
Un cuarto en el hotel Le Meurice y un vestido de Paco Rabanne
Un baño más grande que mi casa parisina
El Bloody Mary y el agua con pepino del Hemingway Bar, en el Ritz