Uno de los comentarios más comunes entre los argentinos residentes en Madrid, a la hora de hacer comparaciones con Buenos Aires, Rosario, Córdoba y otras ciudades de nuestro país, es la “sensación de caminar tranquilos” por las calles a cualquier hora… y casi en cualquier lugar de la capital española. Y la crisis, por grave que pueda ser, no ha cambiado esto: ya se trate de Chamartín, Vallecas, Salamanca, Chueca o Valdecarros, nadie aquí se preocupa por volver tarde a su casa, ni apura el paso en la vereda ante la proximidad de un siempre sospechoso desconocido, ni, menos aún, mira en todas las direcciones a la hora de entrar a su casa.
La “sensación de seguridad” y Madrid, sin lugar a dudas, son muy buenas compañeras. Y yo, valga la redundancia, me sentía seguro de esto… hasta que encontré la excepción dentro de mi propia casa.
Esta revelación se produjo cuando mi hijito de dos años, accidentalmente, accionó el pestillo que traba la puerta del baño, y se quedó encerrado. Luego de larguísimos minutos de intentar, vanamente, enseñarle a abrirlo, nos vimos forzados a llamar al cerrajero.
En solo media hora, se apersonó la excepción en mi casa. Vestía inmaculados pantalones blancos -los más caros de El Corte Inglés-, elegantamente combinados con una camisa de reciente estreno. Y mientras revolvía su pulcra caja de herramientas -parecía un necessaire por su brillo y orden- enviaba también mensajes con la Blackberry que llevaba en su bolsillo derecho, o atendía llamadas con su Iphone 4s que había dejado en el piso.
Solo demoró 5 minutos en sacar al pequeño, que salió disparado a abrazarse con su madre, con la cabeza gacha. Es un gesto que ya conoce bien: en su curriculum ya tiene dos celulares ahogados (en el inodoro y en la bañadera) y tres sillones rayados con marcador indeleble.
Pero la lapicera Mont Blanc de nuestro visitante ilustre acabaría de pronto con el dulce sabor del reencuentro familiar. Al alcanzar la factura, los trazos de su estilográfica de colección nos llevaron, en un instante, al asombro… y a la indignación:
Sí, vieron bien: ¡¡¡ 366 euros, por menos de diez minutos de trabajo !!!
Protesté, pero fue inútil. Sus respuestas legales, pero moralmente ilegítimas, salieron disparadas una tras otra: “Es lo que se cobra, señor. Es viernes de un fin de semana de puente-no importa que recién eran las 7 de la tarde-, con lo cual tiene extras. Está todo incluido -aunque no puso nada, sino que solo sacó el pestillo- y, además, le he aplicado un 15% de descuento porque estamos en promoción”, me dijo, a la defensiva, mientras me mostraba papeles y más papeles. También estaba preparado para las amenazas de denuncia a FACUA (la asociación de defensa del consumidor española), porque de inmediato me mostró un certificado que implicaba la aprobación de su proceder por entidades similares.
No pude hacer nada más que sentirme indefenso. Solo me quedaron dos deseos en el fondo del bolsillo: felicitarlo al cerrajero por saber de dónde sacó el dinero para comprarse el Ipad que seguramente usará si me lo vuelvo a cruzar algún día, y pensar en comprarle un kit de cerrajero a mi pequeño bribón cuando cumpla 18 años. Así podrá asegurar su porvenir… y también el mío.