Al salir de la estación de metro de Lavapiés y caminar los primeros 100 metros nada llanos no pude menos que acordarme de una viñeta de Mafalda.
En la situación de historieta que vino a mi mente, la hija dilecta de Quino viajaba en un tren, cuando al ver por la ventanilla una casilla de chapa exclamó: “¡Qué ranchito miserable!”. Al instante, su reflexión fue corregida por otro pasajero, que le dijo, con tono pedagógico: “Se dice ‘pintoresco’, niña. ¡Pintoresco!”.
Yo me fui de ese barrio sin estar seguro de si era “pintoresco”, por más de que muchos argentinos que quizá no tenían tan patente ese capítulo mafaldesco utilizaron justamente esa palabra para describírmelo.
Pero más allá de eso, yo decidí ir porque estaba convencido de que algo debería tener para que tantas guías de turismo recomendaran visitarlo… aunque nunca después del atardecer, cuando los punguistas celebran su supremacía sobre el resto de los mortales.
Debajo de estas líneas encontrarán el resultado del paseíto que salí a dar un domingo con mi cámara, en busca de ese “algo”. Ustedes me dirán si lo encontraron: