Siempre había odiado a Papá Noel. Desde chico, ya, lo veía como el árbol gordo, colorado, anglosajón hasta las pestañas y con cara de borracho que tapaba al bosque de los verdaderos orígenes de la Navidad. Y más bronca le había tomado, aún, al ver mientras crecía que sus poderes antinavideños aumentaban con el paso de los años, a tal punto de que en Inglaterra y los Estados Unidos, por ejemplo, hoy cada vez se encuentran menos tarjetas con la inscripción “Merry Christmas” (Feliz Navidad) y más con la políticamente correcta frase “Happy Holidays” (Felices Vacaciones), aunque siempre en alusión a la fiesta en la que, como bien afirmó una vez Homero Simpson, se conmemora el histórico nacimiento de… sí, de Santa Claus.
Sin embargo, en los últimos días, mientras caminaba por el mercado navideño de Plaza Mayor, vi una imagen que me arrancó del fondo de mi alma un indulto de necesidad y urgencia para el viejo fantasma que me acecha en los diciembres. Porque al lado de uno de los cientos de pesebres y de la escena del nacimiento de Jesús había una figurita de un señor bien agachadito, con los pantalones bajos y dejando tras de sí, en esa posición tan incómoda como delicada, un magnífico excremento que hacía de su anatomía de yeso la envidia de toda boquilla de decorar tortas.
“Pues sí, hombre, es que este señor es el Caganer, y es tan antiguo como las navidades en Cataluña… ¿no sabes que si no lo pones al lado de tu belén (pesebre) luego no tienes suerte?”, me dijo el vendedor, al verme sorprendido mientras yo seguía congelado y señalando a la esculturita y su producto bruto externo como si imitara a la sota de oros.
A decir verdad, yo había escuchado la historia del Tió de Nadal, que no es el señor que sale a declarar a menudo en favor de su sobrino tenista, sino de un tronquito hueco (natural o artificial) que los padres de los niños catalanes suelen llenar con turrones y chuches (golosinas) en la Nochebuena. Este artilugio, que muchas veces tiene pintada una cara graciosa, es vaciado luego por los pequeños de la casa, quienes al grito de “Caga, tió, caga” o al son de una canción alusiva quitan del interior su contenido mediante golpes y/o palazos que estimulan la salida de los dulces a través de un orificio posterior previamente calado en el tronco.
Pero aunque esa tradición siempre me resultó un tanto extraña, esta otra de la imagen del muchacho en pleno depósito entre el pesebre y el arbolito me sacudió el adviento… a punto tal que me dieron ganas de salir a abrazar al anciano de la barba blanca y hacer las paces de una vez y para siempre.
Y ahora los dejo con algunas imágenes de mi nuevo perseguido navideño, que, por supuesto, como todo engendro comercial no sólo viene en su versión original (con la barretina roja catalana) sino también con los rostros de personajes famosos, como he visto que los rusos han hecho con sus matrioshkas.
A ver, entonces, si en el petit video descubren al argentino retratado (es más fácil que hacer la vertical acostado):
Espero que hayan disfrutado de las imágenes adicionales que vieron en el video (de Plaza Mayor, Arenal, Sol y Gran Vía) más allá de que no se trató más de una temblorosa prueba con la cámara que me trajo por adelantado mi reconciliado amigo de los “jo, jo, jo”. Así que espero seguir practicando más con el dichoso enfoque manual para poder traerles más y mejores imágenes de la ciudad que me cobija y sus amplios, amplísimos alrededores.
Y ahora les deseo que pasen una felicísima Navidad. Del Año Nuevo todavía no les digo nada, porque espero volver a verlos por acá en los próximos días y desde mi morada anterior: Londres.
Un enorme abrazo y hasta el próximo post… siempre.
@AdriSack
(o Adrián Sack, para Facebook y la vida… menos para la escolar y laboral, donde siempre me conocieron como “Sack, Adrián”).