A María A. le presentaron un chico que ya por teléfono le resultó un encanto. Salieron, y efectivamente el príncipe no destiñó en toda la noche, lo que no es poco a esta altura de la soirée, dar con alguien que de entrada te guste. Después de una velada muy animada en un restaurán de Palermo Viejo, entre riñoncitos al vino blanco y música estimulante, él la acercó en auto hasta su casa. Había señales de que el hechizo era mutuo.
A pocas cuadras de llegar, ella abrió la cartera para sacar las llaves…y él empezó a bostezar. Uff, no le gusté, fue lo primero que pensó. Pero, no.
La volvió a llamar.
Disculpá el desorden… ¿querés un cafecito?
A la segunda salida la reciprocidad era tan obvia que más tarde, ya en la puerta del edificio, como él seguía dándole charla y estaba fresco, la enlujuriada de mi amiga lo invitó a subir. Subieron. Arriba (controlando sus demonios) le mostró el departamento, encendió la cafetera, y mientras buscaba un cidí de Coltrane para poner el clima él se despachó con un “muy linda tu casa, pero disculpame, ya es tarde”.
-¿Para qué aceptó? se pregunta, desflorando todo tipo de teorías
–Y, le digo yo, ¿desde cuándo “querés subir” es sinónimo de “vamos a tener sexo”?…