Nunca más oportuno el reclamo de Lalo Potemkin. Aprovechando que nuestro querido lector pide un relato hot, he aquí para ustedes, en exclusiva, un erótico anticipo de primavera, que además viene a cuento del post anterior.
La escena que a continuación transcríboles integra un capítulo del libro La segunda vida de las flores, de pronta aparición en las librerías y que fue escrita por Fernández, amigo y autor de Corazones solitarios. Cuando me contó que en la novela había un momento subidito de tono, pensé que sería apropiado y rendidor para las fantasías desacatadas de mis lectores, más ahora que se avecina un fin de semana gris y lloviudo….
Salut!
Capítulo 8
Fernández vio, en retrospectiva, cómo el viejo se quedaba pasmado, los ojos grises abiertos y redondos como claraboyas, y cómo se sacudía por efecto de la inercia y cómo se caía de culo mientras el Megane plateado se escapaba, doblaba más allá, atravesaba calles, cruzaba Juan B. Justo y se detenía en el cruce de Ravignani y Paraguay. Estás loca, empezó a decir. Vamos arriba -le dijo ella tapándole la boca con besos-. Vamos arriba, estoy mojada. Fernández no pensaba, sólo se sacudía por el miedo y la calentura.
Ella lo abrazó en el vestíbulo del edificio, lo desnudó en el ascensor, se arrodilló en el palier para saborearlo y lo empujó adentro con una autoridad nueva y apremiante. No hablaban, se habían terminado hasta las miradas. Era un acto tantas veces postergado que venía como un vendaval silencioso y ciego, aunque arrasador. Se tropezaron en la cocina quitándose las ropas y los zapatos, y ella lo arrastró al piso, se le puso arriba y tomó el mando con energía y plasticidad. Primero la cosa fue salvaje, como venía de afuera: Fernández con los dientes apretados y Mili con la boca abierta, arqueándose cada vez que acababa.