Un amor con fecha de vencimiento

 

Las vacaciones y los viajes son un extraño paréntesis en la vida, una suspensión encantada con principio y fin. No importa cuánto duren. Tampoco si estamos en Las Toninas, El Caribe o Venecia. Apenas dejamos atrás el escenario cotidiano, nos embarga una contradictoria sensación de finitud que, inconscientemente, nos da permiso para ser y hacer lo que no somos ni hacemos en el tiempo real.

Convencidísimos ahora de la fugacidad de la existencia, de que a los gustos hay que dárselos acá, en la tierra, uno se toma ciertas licencias. Por ejemplo, enamorarse con patas y todo de un perfecto extraño.

carlo van de roer

Carlo van de Roer via codice binario

A mí ni con chaleco de fuerza me llevan a la playa o a las sierras cuando lo marca el calendario laboral, de manera que no tuve ni tendré la dicha de conocer por dentro el romance estival. Pero Tota, mi amiga yogui (ya les hablé de ella), volvió hace poco de las vacaciones sacudiéndose la arena y suspirando por un hombre que conoció en el Este uruguayo, un atardecer anaranjado, típico de póster.

Que era “espléndido”, que apenas se vieron se “gustaron y cambiaron teléfonos”, que esa misma noche salieron a cenar cangrejo en un restaurante de la costanera. Bajo la luna, pese al olor a mar y a pescado frito, el tipo no presentaba fisura: tostadísimo, el pelo desteñido  y los ojazos grandes como ciruelas, buen humor. Además de ser ingeniero, tener conversación amena y saber escuchar…¡era soltero!. Los quince días que siguieron fueron idílicos, al menos para la Tota.

Pero terminaron las vacaciones, y lo que fraguó el sol del verano se derritió en el cemento porteño. Se vieron al cabo de tres semanas, previos mails y mensajitos, y el día del reencuentro sucedió lo que no esperaba: el príncipe se volvió sapo. El bronceado había mutado en verde verde oficina. De tan educado y atento que era, durante el almuerzo se la pasó hablando por celular mientras hincaba el tenedor en los tomates, y de tantos temas en común se volvió un egocéntrico y pesimista. Ella tampoco era la misma, ojo. A él también se le ha de haber pinchado el globo al ver a mi amiga sin short ni minifalda y monotemática con sus hijos. Pero al menos Tota nunca pierde la sonrisa.

Perdidos en Tokio es la historia de cuan intenso puede ser el “paréntesis”

(si no les gusta Shakira, bajen el volúmen)

En fin. Los amores de verano no tienen porque terminar en la cola de migraciones, aunque la regla dice que rara vez pasan del invierno. La cosa es que él ya no le contesta los mensajes y pese a que estuvo muy triste, ella pudo rescatar lo mejor de la experiencia: el ser “otra en situación”.

En algún que otro viaje por el viejo mundo yo también he sido “otra en situación”, es decir, me dejé atrapar por el paréntesis y fui, por un breve tiempo, distinta a mí. Guardo el indeleble recuerdo de un pueblito de pescadores catalanes sobre la Costa Brava, lleno de barcos rotos flotando en un Mediterráneo manso y azul, y más allá del acantilado, Francia que empezaba …¿te acordás?…