Por Florencia Pollola
Diseñadora en Comunicación Visual y maratonista
Domingo 7 de julio, 4.10 horas suena Ismael Serrano en mi teléfono. Es hora de levantarse. Ya estoy despierta desde las 4. Imposible aplacar la ansiedad. No sé si dormí siquiera. Nos cambiamos y preparamos el desayuno para comer en el micro que nos lleva a la largada.
5 hs. Llega un taxi para llevarnos al lugar de partida de los ómnibus. En el trayecto desde el hotel hasta Aterro do Flamengo, vamos viendo calles cortadas por las que, en unas horas, vamos a pasar corriendo casi llegando a la meta. Bajamos con mucha emoción corriendo hacia los micros y, sin darnos cuenta, nos colamos delante de casi 3 cuadras de gente haciendo la fila. Aprovechamos el viaje para desayunar. Todo es emocionante. No sabemos si tenemos sueño, hambre. Ya estamos jugados.
6.45. Llegamos a Recreio dos Bandeirantes. Las mujeres vamos al baño. En la cola nos hablan las brasileras. Claro, son mayoría. Las entendemos y les hablamos en castellano. Creo que nos entienden. Todas son sonrisas. Nada puede opacar tanta alegría, tanta expectativa, tanto esfuerzo. Vamos a pasarla bien.
7.30. Señal de largada. Logramos traspasar el arco pasados los cinco minutos. Ya estamos corriendo. No sé si lo estoy soñando o realmente llegó el momento.
Los primeros dos kilómetros acomodamos el ritmo. Esquivo gente. Voy por la vereda. Un amigo grita: “Sigamos al tanque australiano que va abriendo camino”. Soy yo, tengo la virtud de ir abriendo el paso. ¿Es verdad que estamos corriendo en Río? Miro a mi derecha, es verdad. El calor ya se siente, el paisaje lo confirma y la alegría es puramente brasilera.
Siempre corro sola, pero esta vez, al llegar al kilómetro 9, encuentro a un compañero. Vamos los dos al mismo ritmo. Casi sin querer seguimos tirando juntos. Llegando al km 10 encontramos a nuestro experimentado Jefe. Maratonista si los hay. Sale mi grito agudo: “Hola, Pana”, Me da la mano y me dice: “Hola princesa, ¿qué hacés por acá?”. Y se convierte en mi sostén.
De un momento al otro llegamos al kilómetro 21. La primer gran cuesta. Creo que es dura, sí, pero la verdad que no la siento. Van conmigo muchas más personas que las que realmente tengo a mi lado. Y las que van a mi lado empujan. Corremos sin dejar de sonreír, de mirar a los costados.
El Jefe nos mira y nos dice: “Quiero que no termine nunca”. Y sí, yo tampoco quiero que termine.
Entramos a un túnel con luces y música. Se viene a mi cabeza la frase de una de mis grandes amigas: “Vas a brillar, Florcita”, y la del Jefe diciéndome “dejá que salga la luz”. Cierro los ojos y sigo corriendo tratando de concentrarme en no llorar. Me olvido de las subidas. Corro, libre, feliz, dejando salir lo que sea que tenga que salir. Soy yo.
No sé bien cómo, pero ya llegamos al kilómetro 30. Me toca tomar otro gel. Río es mi primer maratón con geles. Experiencia más que favorable. Correr cuidando nuestro cuerpo es otra enseñanza que me deja esta carrera.
Con nosotros viene un brasilero. Creo que desde el kilómetro 11 lo tenemos al lado. El Jefe me dice: “No lo sigas que te cambia el ritmo, lo tengo al lado desde el kilómetro 6”. Tiene razón. Además se cruza de un lado al otro. Dos o tres veces estoy a punto de chocarlo. ¡Ni eso me enoja! ¿Cómo me voy a enojar? Estoy en los 42k de Río de Janeiro con más fuerza que nunca. Voy para adelante.
El jefe me pregunta: “Flor, ¿cómo viene la crónica?”. Le respondo: “Venía pensando eso, Panita. Somos 8 personas casi desconocidas en algunos casos, y tiramos todos para el mismo lado”. Empiezo a explicarle lo que pienso y me interrumpe: “Guardá aire”. Sólo sonrío y le hago caso.
Llegamos a la segunda cuesta. Ésta es más dura. Más prolongada. Pero no duele. No molesta. Bajamos un poco el ritmo pero seguimos constantes. Un morro bien alto. No sé bien por qué parte del recorrido voy, pero no estoy cansada; ni por un segundo se cruza por mi cabeza detenerme. Quiero que siga para siempre.
Comienzo a ver gente que se va quedando. Es inevitable no alentarlos. Me hago la brasilera y suelto unos “VAI, VAI”. Devuelven sonrisas.
Se queda uno de nuestros compañeros. Lo tratamos de arengar para que siga, pero nos hace señas de “sigan ustedes, necesito aflojar un poco”.
Llegamos al km 35. Lo pierdo al Jefe. Creo que estamos por llegar ala Rosinha. Miro para atrás y ya no lo veo. A seguir sola como cuando aprendí a andar en bicicleta sin rueditas, y, de repente, mi papá soltaba la parrilla para que fuera sola. Me voy con el envión del Jefe y la arenga a distancia de amigos, familiares, entrenadores. Siento que todos van conmigo de alguna manera.
Pasando por la Rosinha, cruzo nenitos extendiendo sus manos para que se las choquemos. Las caras de felicidad al corresponderles el saludo no tienen precio. Vuelvo a contener la emoción.
Llegando al km 37 cruzo a otro de mis compañeros. Uno de los veloces. No entiendo bien qué hace ahí. Me dice que lo mató el calor. “Seguí”, me exige. Ahí me doy cuenta que quedan 5 km y termina. Ya llego. No queda nada. Menos de media hora. Se va.
Quizás por no querer que termine, empiezo a mirar los carteles de la Meia Maratona que, a esta altura del recorrido, coinciden con los nuestros, quizás así la carrera se me extiende un poco más. Estoy de nuevo en el kilómetro 16. Pero mi plan no funciona. Ya se termina.
El brasilero que se cruza y hace cosas extrañas sigue al lado mío. Nos acoplamos con otro. Somos tres que vamos juntos. Uno me habla. Entre mi música y el poco aire con el que me habla no entiendo qué me dice. Sonrío y continúo.
Kilómetro 40. Son dos más. Una vuelta y un cuarto al Parque San Martín, de La Plata, pienso. “¡Qué poquito!”, exclamo en voz baja.
Kilómetro 41. Mireloj me está marcando todo medio desfasado. ¡No quiero que termines, Río!. La gente grita, alienta. Y cuando aparecemos las mujeres, más nos alientan: “VAI GAROTA”.
Kilómetro 42. Quedan195 metros. Ya no miro el reloj. Hace dos kilómetros que vengo intentando acelerar un poco el paso, sin llorar hasta que termine.
Llegamos. Cruzo la meta con los dos brasileros. Uno, el de los ritmos cambiantes. Al otro, no lo registro bien. Después de la carrera me enteraría que habíamos hecho juntos más de un cuarto del maratón.
Nos saludamos. Respiro hondo. Camino. Suspiro. No puedo contener más el llanto. Tanto esfuerzo, tantos sueños, tantos entrenamientos, tantos amigos saludando a lo lejos. Tanta magia junta se acopló a un nuevo récord personal. Y en una carrera más difícil que Buenos Aires. No me despierten. Me quedo acá.
“¡¡¡PAREBENSSSS!!!”, exclaman todos. Las mujeres más aún. Estamos entre las primeras 35 mujeres que llegaron. No lo sé aún. Después entendería por qué tanto saludo.
Veo a uno de mis amigos sentadito, esperando. Viene otro detrás mío. Me grita. Nos vamos juntos a buscar al que está sentado. Creo que ya no lloro. Nos abrazamos. Hablamos a los gritos. Somos pura emoción. Intentamos contarnos todo en dos minutos.
Ahora, a esperar al resto. Sin salirnos del sector de la llegada. Nadie nos echa. Nadie nos reta. Nos traen hielo para refrescar nuestras piernas. Empiezan a habilitar grandes tanques de plástico con hielo para que la gente se refresque. Nos tratan como si fuéramos héroes. Nos invitan con toda el agua que queramos. Nos preguntan de dónde somos. Todo es mágico. Van llegando nuestros amigos y los recibimos con abrazos, les buscamos agua. Entre los corredores no hay nacionalidades, ni edades, ni géneros que nos diferencien. Somos maratonistas que cumplieron su meta.
Se nos acercan los chicos de ESPN Run. Se ríen con nosotros. Hay una mágica complicidad con cada argentino que cruzamos. Todo es soñado. Alegria não tem fim.
Llegamos los ocho. Ocho propósitos distintos nos llevaron a lograrlo. Por nosotros y por los que nos ayudaron. Un maratón más para la lista. El más lindo para mí, hasta ahora. 42,860 kmmás, según mi reloj con GPS para desatar los nudos de mi cabeza y de mi corazón. Para entender que se puede ser feliz y lograr lo que uno se propone con voluntad y constancia. Los resultados llegan. Nosotros los hacemos llegar. Es hora de festejar e ir por más.